Algo Más Que Amigos

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Todo sucedió en una noche que había empezado muy mal. Un grupo de amigos y yo vagábamos por un parque que recorría la costa de nuestra ciudad. Habíamos pasado unas pequeñas vacaciones en casa de Ana y todo parecía ir muy bien, demasiado bien, tanto que yo empezaba a preocuparme. Efectivamente, aquella noche algo explotó.

Dos miembros del grupo se habían separado del resto, se trataba de Raúl y Pedro. El resto, José, María, Ana y yo, reíamos estirados en un banco. Total que Pedro y Raúl se acercaron de improviso y comenzaron a despotricar a diestro y siniestro. Por lo visto tenían un complejo de marginación (siendo ellos mismos los que se marginaban). Yo hasta el momento había estado de buen humor, pero aquello se acabó. Hay cierto tipo de personas que necesitan estallar de vez en cuando y a estas les tocó hacerlo cuando yo mejor me lo estaba pasando. Como era habitual en aquellos tiempos terminamos en casa de Ana, aprovechando que sus padres no estaban, discutiendo la jugada ya a altas horas de la madrugada. Durante la discusión me fijé en que Ana tenía cierto aire de disgusto. El asunto iba más con ella que con nadie más. Había estado saliendo cerca de dos años con Raúl y lo habían dejado no hacía demasiado tiempo. Aunque parezca ilógico, Pedro, también parecía sentirse engañado con el fin de la relación entre Ana y Raúl. Yo creo saber los motivos pero ahora no es el momento de contar eso. Me centro. La cuestión es que Ana y yo coincidíamos en muchos aspectos, más que con nadie que me hubiera encontrado nunca. Los dos teníamos algo de introvertidos y bastante de calculadores, a los dos nos divertía observar las situaciones desde posiciones poco habituales. Todas nuestras conversaciones eran del estilo... "¡Sí... Sí... y yo también...! Exacto eso pienso yo..." etc.

La verdad, solo había un problema, no parecía que tuviéramos la habilidad de comunicarnos sin que María estuviera delante. María era la mejor amiga de Ana y mía a la vez, y en broma siempre nos preguntábamos por qué la necesitábamos para poder hablar entre nosotros dos.

Esa noche la conversación entre todos nosotros avanzó a un punto en que Ana se dirigió a mí exactamente de la siguiente manera (nunca podré olvidarlo):

- Algunas veces parece que tú y yo nos llevamos muy bien pero otras... no sé.

Nada que hubiera dicho desde el momento que la conocí hasta entonces me había afectado tanto como esas palabras y yo no sabía por qué. Viéndolo ahora resulta clarísimo, estaba coladísimo por esa chica, pero yo mismo me lo había estado ocultando hasta ese momento. Ana había tenido problemas con otros chicos que yo conocía y quizá por eso me contenía.

Como resultado de ese choque enseguida vino a mi mente por qué no podía discutir con ella sin María. Ana me gustaba, me gustaba mucho y no estar a solas con ella era la mejor forma de que no se notara. Supongo que inconscientemente evitaba estar solo con ella. No pude escuchar el resto de la discusión, tan solo otra vez la pregunta en los labios sonrientes de María.

- ¿Por qué no podemos discutir sin María?

- Creo que lo sé -respondí sin pensar.

Ella alzó sus preciosas cejas y me preguntó otra vez, pero yo evadí la pregunta el resto de la noche.

Todos se fueron yendo a casa, uno tras otro, hasta que al final, solo quedábamos Pedro y yo y estábamos a punto de despedirnos. En el portal de su casa, justo cuando yo iba a poner un pie en la calle, Ana me volvió a preguntar. Me acuerdo perfectamente que me quedé con un pie al aire. Me dijo que me quedara y se lo contara. Entonces lo supe, "Si me quedo lo suelto todo", pensé, y tomé una decisión. Pedro se fue (debían ser cerca de las 6 de la mañana), y yo volví a poner los pies dentro de casa de Ana. Lo que siguió fue hasta cierto punto ridículo. Durante un tiempo me dediqué a destrozar palillos con los dientes, mientras le iba contagiando a Ana mi nerviosismo. Era increíble ver su cara, estaba guapísima, sentada en un sillón de mimbre. Poco a poco le fui haciendo comprender porqué estaba nervioso, con lo que al fin (Dios sabe lo que me costó) pude decirle todo.

- Lo que intento decirte Ana, es que me gustas...

Ana en ese momento dio un respingo, yo pensé que se iba a enfadar o a tomárselo mal... yo que sé. Pero al contrario... estaba más tranquila que nunca, y eso me desconcertó.

- Ya sé que no estas en muy buena situación para salir con alguien pero...

Y me interrumpió, no con un gesto o una palabra, sino con un dedo, un dedo en mis labios. Callé de inmediato.

- Tú también me gustas, tonto -me susurró.

Y cuando yo, pasmado (nunca llegué ni tan solo a imaginar que yo le gustaba) intenté responder, me volvió a interrumpir, esta vez con un beso. Se levantó de su sillón sin dejar de besarme y se recostó junto a mí en el sofá de al lado. Todo mi nerviosismo pasó de golpe, o mejor dicho se situó en otra parte de mi cuerpo. Mi excitación era evidente y cuando Ana se tumbó sobre mí, no pudo más que volver a sonreír. Para entonces yo ya había pasado a la botonera de su vestido y su escote dejaba ver un finísimo sujetador blanco de encaje que retenía sus pechos abundantes, aunque no demasiado. Tenerla encima de mí contoneándose y luchando por desabotonar mi camisa me arrancó un gemido de excitación que no pude controlar. Una vez terminé con los botones de su vestido puse las palmas de mis manos sobre sus pechos, masajeándolos ligeramente con un movimiento circular. Los contoneos de ella pararon por un momento y me miró a los ojos. Podía ver el deseo en los suyos, un aspecto de ella que no conocía y que me estaba calentando sin límites. Su mirada se deslizó hasta mis manos que seguían arduamente en su trabajo, y entonces prosiguió su movimiento, esta vez proyectando su cuerpo contra mis manos en un vaivén embrujador. Con una mano libre se quitó el sujetador y se sentó sobre mi cintura para quitarse el resto del vestido mientras yo me quitaba la camisa y desabotonaba el pantalón. Ahora, tan solo con las bragas puestas, volvió a tumbarse sobre mí dejando notar el peso de sus tetas contra mi pecho, besándome de nuevo, jugueteando con mi lengua, mientras yo acariciaba el resto de su cuerpo, pasando las manos por debajo de su ropa interior. Nuestros suspiros y pequeños gemidos empezaron a ser audibles y Ana comenzó a presionar alternadamente su pelvis contra la mía aumentando la presión progresivamente.

- Vamos a hacerlo... -me dijo entrecortadamente.

Inmediatamente llevé una mano a mi entrepierna, notando la humedad que el movimiento de Ana había dejado allí. De un tirón bajé los pantalones hasta mis rodillas y me descalcé. Ella terminó de quitarme los pantalones y se montó otra vez sobre mí. Ahora ya podía notar la humedad a través de mi ropa interior. Al fin, Ana se tumbó boca arriba y deslizó la ultima pieza de su ropa interior dejando ver un triángulo oscuro entre sus piernas. Tumbado ahora yo sobre ella, besaba su cuello, sus pezones, con pequeños mordiscos escuchando cómo su respiración era más pesada cada vez.

- Ufff, ufff... -dejé escapar unos soplidos de placer.

Había sentido cómo su mano agarraba mi pene fuertemente y comenzaba a masturbarme, signo inequívoco de que se le estaba acabando la paciencia. Me deshice de ella de un movimiento rápido y levanté una de sus piernas por encima de mi hombro. Suavemente tracé un camino con mi lengua sobre su piel. Cuando llegué al ombligo Ana no parecía tener dudas de hasta dónde iba a llegar a juzgar por el ajetreo de sus caderas y, cuando posé mis labios sobre los suyos e introduje mi lengua entre ellos, arqueó toda su espalda gimiendo profundamente de puro placer. Su coño estaba mojadísimo, incluso había comenzado a manchar el sofá, mientras yo trabajaba su clítoris con toda mi boca.

- No... no... quiero correrme así... te quiero a ti... ¡VENGA! -me dijo.

Realmente estábamos haciendo mucho ruido, nuestros gemidos y los crujidos del sofá de mimbre llenaban toda la habitación. Me eché sobre ella y en tan solo un segundo Ana tenía mi pene durísimo en su mano y lo guiaba y frotaba entre sus muslos. Noté cómo ponía sus manos en mi cintura, cómo empujaba con todo su cuerpo. Mi pene se hundió hasta la base temblando. Los dos soltamos un grito ronco y nos detuvimos un momento saboreando la sensación que inundaba nuestros cuerpos, unidos al máximo. Luego, poco a poco, tanto ella como yo empezamos a embestirnos suavemente, alternándonos. Nos besamos, la sensualidad era maravillosa y mirándola entonces, con sus labios entreabiertos, suspirando, estaba más hermosa que nunca.

Ana me cogió por la espalda, empujándome con ternura, haciéndome aumentar el ritmo de mis acometidas, jadeando con ellas, apretando su pelvis de modo que la penetración fuera más profunda. Entonces empecé a perder el control. Gimiendo, puse mi cara en el hueco de su cuello y me desboqué entre sus muslos, notando como ella levantaba sus piernas permitiéndome llegar más hondo que nunca. Recuerdo su respiración, sus quejidos en mi oído. Ella también estaba fuera de sí y me apretaba con las piernas desesperadamente, empujando convulsivamente mi pene dentro de ella. Gritábamos como locos forcejeando uno contra otro en busca del orgasmo, perdidos en una marea de sexo que parecía que nos iba a ahogar. Por fin, levantando mi torso con mis brazos, entrechocando sonoramente un par de veces más nuestras caderas y haciendo un enorme esfuerzo dentro de ella, mi cuerpo se estremeció en un orgasmo brutal que la inundó hasta hacerla temblar y arquear su espalda hasta el límite. Parecía que no iba a terminar nunca, mientras gritaba, jadeaba, chillaba de la forma más explosiva que soy capaz de recordar.

La miré de nuevo a los ojos, que brillaban, entrecerrados por el cansancio. Sin aliento, me dejé caer sobre su cuerpo mojado por el sudor. Su piel sabía a sal.

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