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Madame Braudel acompañó a los recién llegados hasta sus habitaciones, y hablando para ABE dijo que había más toallas en un cajón del armario, que si necesitaba otra manta también la encontraría allí, que serviría el desayuno a las nueve, y mirando a Martá, comentó que ella ya conocía su casa y que no dudara en pedir cualquier cosa que hubieran olvidado.

Las habitaciones del Voile Liberté, cinco, daban tres de ellas al jardín, y en una se instaló Marta. En otra, ésta sobre el número 28 Promenade JB Marty, era donde ABE ya había comenzado a sacar y ordenar las pocas cosas que puso en su bolsa al salir de Montpellier. Ya eran las diez de la noche y ni personas ni vehículos pasaban bajo la ventana de ABE, que descorrió las cortinas, miró a través de los cristales, y abría la ventana cuando Marta tocó en la puerta entreabierta y propuso a ABE un café y el mejor croque-monsieur del departamento de Hérault, en la brasserie d'Italie.

Durante la cena, hablaron del sistema de enseñanza, de la evaluación de conocimientos, del desinterés de los alumnos de la universidad francesa, de la asistencia a los seminarios, y de que Marta interesada en aprender no lo estaba en absoluto en enseñar. Cuando el próximo verano terminara de estudiar, elegiría otras materias y, probablemente volvería a París, donde ya había solicitado su matrícula para Nanterre.

De vuelta al Voile Liberté acordaron encontrarse a la mañana siguiente a las nueve menos diez en el comedor del hostal de Madame Braudel.

ABE llenó un vaso con agua en el grifo del lavabo y después de colocarlo sobre la mesilla se desnudó completamente, abrió la cama y ya acostado apagó la luz.

Sólo unos minutos después la volvió a encender, se levantó para acercarse hasta su bolsa de viaje, y tomó de ella una caja sin desprecintar con doce comprimidos de Monoxidil. A pesar de que nunca le habían servido para dormir, cada noche diluía dos pastillas en agua y se reconocía reo de nocturnidad.

Marta desnuda, sin braga ni sujetador, limpió sus dientes, desdobló el camisón y lo dejó correr sobre su piel hasta que el borde tocara las rodillas. Luego, ya en la cama, repasó el último número de Le Nouvel Observateur y leyendo el artículo que esa semana publicaba Jean Daniel sobre las medidas restrictivas que el gobierno anunciaba para la inmigración en la dulce Francia, durmió.

El doctor Lanusse, creo que se llamaba Lanusse, apreciaba en su últimas entrevistas con ABE que éste lejos de mejorar en su situación la agravaba con los fantasmas que habitaban en su mente, primero de noche, pero ahora de día también.

Ya hacía meses que, en ocasiones, ABE era incapaz de continuar con la clase del día. Olvidaba los asuntos que quería desarrollar y no encontraba respuesta a las pocas preguntas que los estudiantes estaban dispuestos a hacer. Recuperaba momentáneamente la memoria y volvía a darse cuenta de qué hacia en aquel estrado delante de aquellos jóvenes.

Las consultas con Lanusse, comenzaron sólo después de que por dos veces a Borges le llamara Ornella, contestara Ágatha cuando le preguntaron si sentía bien, y dijera en voz alta Marta en el despacho del rector.

ABE había hablado a Lanusse de Ornella y Ágatha, no sin mucho esforzarse, pero nunca mencionó a Marta (ni siquiera cuando hubiera podido hablar del principio, de cuando la conoció en la facultad y aún se llamaba Claire).

La alumna de ABE había entrado en su vida sin llamar a la puerta. Colocó en la mente de ABE sus ideas ordenándolas como si colocara sus cosas cuidadosamente en un nuevo apartamento que estaba decidida a ocupar durante tiempo. De algunos lugares retiró los pensamientos de su profesor para situarlos en distinto sitio de dónde los encontró. Se fue instalando. Sólo muy pocos meses después había hecho tantos cambios y recolocaciones en los pensamientos de ABE que éste ya no reconocía en aquel almacén de sentimientos los armarios, cajones y apartados a los que se había ido acostumbrando hasta conocer a Marta.

Y habitaba en su mismo pensamiento como si fuera un lugar extraño. Marta con gusto y dedicación interrumpida por sus escapadas fulgurantes con Raymond, había decorado una casa nueva dentro de su cabeza.

Cuando ella le encontraba en el despacho o en el apartamento de Rue Nationale, ABE se sentía acompañado y se dejaba ayudar cuando trataba de encontrar sin mucho éxito un recuerdo donde él lo dejó, o una idea ya terminada y que había dado por lista para almacenar.

Pero cuando estaba solo y no dormía, era incapaz de recomponer aquel rompecabezas desecho, con más piezas de las que había aprendido a manejar. Mucho menos desde que Marta le acompañó en su cama una noche de gran tormenta sobre Montpellier, y que por primera y hasta entonces última vez, Marta pasó en el apartamento de ABE.

Pero eso no volvió a ocurrir. Ni hablaron de ello más. Excepto en una ocasión en que Marta creyó entender como un reproche de ABE el que él le preguntara, después de no verla durante días ni en clase ni en ningún lugar de Montpellier, por el motorista. Bien enfadada contestó que ella se veía con quien quería y que hasta se acostaba con quien quería, como él mismo podía recordar. Y claro que lo recordaba: todas las noches de cada día.

Aquella mañana en Sète, pronto, ABE oía desde la cama el paso de algún furgón de reparto, la camioneta de distribución de prensa, alguna radio cercana que daba noticias y el pronóstico del tiempo para el fin de semana en Francia. También le pareció oír el ruido de una motocicleta que se detuvo, y solamente unos minutos después volvió a marchar.

A las ocho de la mañana ABE se levantó. Tomó una ducha y a continuación arregló las manos y los pies con un pequeño cortauñas que llevaba en su neceser. Cuidadosamente, delante del espejo, recortó su bigote, rasuró el resto de la cara y volvió a la ducha.

Buscó en el bolso de viaje unos calcetines limpios, se puso el mismo pantalón con que el día anterior había llegado a Sète, una camisa y un jersey comprado en los saldos de Magasins Tati y los zapatos marrones que repasó con papel que cogió del cuarto de baño.

A las nueve menos veinte, ABE encontró en el comedor de Madame Braudel la mesa convenientemente preparada, junto a la ventana, con dos cubiertos, una pequeña cesta con fruta, una fuente con croissants y otros bollos, un platito con mantequilla, dos más pequeños con mermelada, una jarra de agua, dos vasos, un cenicero, azúcar blanco y obscuro, un clavel puesto en agua, y un sobre en el que con la letra de Marta estaba escrito con rotulador negro su nombre: ABE.

Madame Braudel se acercó a desear un buen día a ABE que tenía entre las manos una tarjeta de cartulina crema que decía: "Me ha venido a buscar y he tenido que irme. Nos veremos el lunes en Montpellier. Te quiero. Marta."

ABE volvía hacia el Voile Liberté, leyendo los titulares de Le Matin recién comprado, y se preguntaba a cuántas personas se puede querer, Claire.

Hotel Crillon

Los trenes muy rápidos no causan gran sensación de velocidad a quienes viajan dentro. Desde luego no la causa el TGV del que en Francia se sienten tan orgullosos. Además ABE pensaba que los viajeros franceses raramente hablan entre ellos si no se conocen, y que en buenas tres horas de viaje probablemente sólo se dirigiría a él el revisor.

En una balda con el mismo aspecto que la que existe en los aviones, sobre los asientos y siguiendo la línea de las ventanillas, tenía su bolsa de piel para viajes y en ella, además, de algo de ropa e instrumentos de limpieza, llevaba dos libros y un cuaderno. También la postal de Marta. ¿Sigues enfadado? Te espero en París el 19 de Noviembre.

El autobús entre Montpellier y Valence toma una hora y veinte o veinticinco minutos. ABE había tomado ese autobús a las diez de la mañana, después de pasar por su despacho en la facultad. Su billete para el tren tenía señalada como hora de partida las doce del mediodía desde Valence, y a las dos y media de la tarde llegaría a París, a la estación de Lyon.

Ni había leído en el autobús ni leyó durante el viaje en tren. Pensaba a ratos en aquella ocasión, la última, en que Marta le abandonó en un hotel de Sète una mañana de sábado también con una nota: nos vemos el lunes en Montpellier. Y no se habían vuelto a encontrar, ni a hablar ni a escribir.

En la cafetería del TVG, entre Lyon y París, tomó un sándwich con lechuga, tomate, pollo y una salsa que parecía mayonesa, agua de Perrier y un té.

El Hotel Crillon tiene una de las dos más hermosas fachadas de Place de la Concorde. La construcción fue encargada por Louis XV, completa la cara norte de la que dicen que es la plaza más célebre del mundo, y desde luego es una muestra perfecta de la arquitectura francesa del siglo XVIII. Probablemente no hay otro más lujoso ni sofisticado en París.

Como siempre en noviembre llovía, hacía frío y el viento arrancaba las hojas de los árboles, y las hacía correr por las calles de la ciudad. ABE se dirigió directamente al metro, y desde Gare de Lyon fue a Bastille, cambió de tren, y en poco minutos ya estaba subiendo las escaleras de Concorde. Estaba en París. Acudía a la cita con Marta.

Se apresuró a atravesar la plaza, sin paraguas, bajo la lluvia, y murmuró un saludo hacia el portero mientras empujaba la puerta giratoria central del hotel. Había reservado una habitación para dos personas e insistido en su llamada en la importancia de que esa habitación diera sobre Place de la Concorde y que estuviese en la cuarta planta. Se registró entregando su tarjeta de residencia, que recogería más tarde, y un mozo de equipaje al que no entregó su bolsa acompañó a ABE hasta la 417, para mostrarle el cuarto asignado y el funcionamiento de la llave magnética y el cuadro de luces de la habitación.

Despidió sin propina al botones, dejó su bolsa de viaje sobre un banquetón junto a la inmensa cama, se acercó hasta una de las dos ventanas y entre las cortinas y la lluvia vio por un momento la Cámara de los Diputados, el palacio Chaillot, y la torre Eiffel al fondo.

Como si alguien le moviera, volvió sobre su pequeño equipaje y sacó ABE de la bolsa un cuaderno en el que estaba anotada con lápiz una lista en la que aparecía: esmalte Dior, tijera de uñas, rouge de labios Givenchy escarlata, pequeño peine para atusar el bigote, cinta de regalos, pañuelo de Hermès (quizá) con caballos, estribos, fustas,...

También estaba escrito un vestido negro cremallera cintura, braga y sujetador blancos, medias blancas, zapatos altos negros.

A las cuatro de la tarde salía del hotel y caminaba hacia alguna de las pequeñas tiendas bajo los arcos en Rue Rivoli, con la hoja de papel que había arrancado del cuaderno y que ahora llevaba en el bolsillo derecho de su pantalón.

Menos de una hora fue tiempo suficiente para encontrar y comprar todos los objetos de sus anotaciones. En Danan pidió a una dependienta que se probara el vestido que él eligió y que ella eligiera por él las medias, braga y sujetador blancos que buscaba en una talla similar a la que probablemente empleaba la mujer que le atendía, y ella lo hizo con gusto y acierto tal y como ABE esperaba.

Continuaba lloviendo cuando estaba de vuelta en el hotel. Aproximadamente a las cinco y cuarto telefoneó a un número de Boulogne, 49.10.20.30. Marta, estoy en París. Te llamo desde una habitación del Hotel Crillon, en la Place de la Concorde. Anota el número. 417. Si quisieras no tardarías más de treinta minutos en metro. Te espero hasta que llegues.

Marta tenía la sensación de que él no escuchaba mientras le decía que debiera haber avisado antes, que hasta las seis y media no terminaría su jornada, y que su cita era mañana, día 19. Iré cuanto antes. ¿Ya no estás enfadado?

Sentado en la cama y con los ojos cerrados, en el pensamiento de ABE sonaba el teléfono que anunciaba desde recepción una visita. Sólo dos minutos después Marta llamaba a la puerta. Sin hablar él tomaba su mano y conducía a la joven hasta el vestidor para mostrarle la caja de Danan, una pequeña bolsa en la que estaban la braga, el sujetador y las medias, y al lado los zapatos negros.

También imaginó que de nuevo se acercaba hasta la ventana y que contemplaba París atardecido y lluvioso mientras las luces de los automóviles erraban como estrellas en el suelo de la plaza.

El pelo de Marta estaba recogido detrás, en la nuca, y a él le llamó la atención su collar que imitaba perlas blancas en el cuello y el pecho de Marta, sin llegar a tocar el borde del escote del vestido.

Ella oía chocar las gotas de lluvia contra la tela estampada de su paraguas, y caminaba hacia la estación de metro a sólo dos manzanas del apartamento que compartía con Nadine, y en el que tantas noches Raymond dormía con ClaireMarta, cuando se hacía muy tarde y sólo su moto pasaba por las calles de Boulogne.

Sin hablar aún hacía que Marta se sentara en uno de los sillones de la habitación del Crillon, y acercaba dos escabeles: uno para que ella apoyara sus pies y en el otro, mirando de frente a la mujer, se sentó él.

Sobre la mesa baja estaban los utensilios que ABE había comprado esa misma tarde en una perfumería de Rivoli, junto a Danan, donde también pidió que pusieran en la bolsa dos metros, aproximadamente, de la cinta de tela roja satinada que empleaban para empaquetar cuando se trataba de regalos.

Primero pintó los labios entreabiertos de Marta y repasaba meticulosamente cada punto en el que el rojo no resultaba tan intenso. Ella dejaba hacer al peruano y ponía sus labios de esa manera en que las mujeres preparan la boca para besar a los niños pequeños.

Ya tenía en las manos el pequeño frasquito con barniz de uñas, y antes de desenroscar la tapa, puso suavemente un pañuelo de papel en los labios de ella que dejaron su contorno en el pañuelo, y volvió a dejarlo sobre la mesa.

Muchos de los trenes del metro de París son viejos e incómodos, y a esa hora y con lluvia los vagones van atestados de viajeros. Marta viaja en pie, sujeta a una barra metálica, y tratando de no mojar con su paraguas a las personas que están en torno a ella. Sólo quiere verle para comprobar si el aspecto de ABE y su recuerdo aún se parecen.

La tapa del frasco de barniz lleva incorporado un pincel para aplicarlo sobre las uñas. Toma la mano derecha de Marta y la lleva sobre la rodilla de ella, que la deja inmóvil con los dedos extendidos, y siente cómo el barniz va cubriendo la uña de cada uno de ellos, y produciendo una ligera sensación de frío al evaporarse el volátil y endurecerse como laca.

Primero la mano derecha, después la izquierda sobre la otra rodilla.

Los pies calzados de Marta están sobre el escabel, el vestido un poco subido hasta casi la mitad de sus muslos, y ABE se da cuenta de que ha olvidado comprar un liguero que mantenga tensas las medias en las piernas de ella.

Hace que Marta separe las rodillas y ella sube su vestido hasta la altura de la ingle para poder separarlas como quiere él.

Las medias terminan no lejos de donde la braga blanca forma un triángulo sobre el pubis y el vello negro y rizado escapa por debajo del elástico. Pensando en ello compró este peinecito con el que ahora alisa por un momento sus rizos salientes, que corta con la misma tijera que empleará después para arreglar las uñas de los pies de Marta.

Y ella tampoco habla. Observa cómo ABE le quita sus zapatos que acaba de estrenar y que no son del tamaño correcto. También siente las manos de ABE en las piernas sobre las medias que él arrastra hasta las rodillas, los tobillos, y deja en el suelo después.

Sólo un pequeño intermezzo para vendar los ojos a Marta con el pañuelo que finalmente no tiene marca pero sí caballos y estribos y fustas.

Los pies están ahora en las rodillas de él, que besa cada dedo y hurga con la lengua entre ellos, antes de alcanzar, sin volverse, el frasco de barniz rojo y destaparlo sin mirar mientras sigue recorriendo con los labios y la lengua los dedos de los pies de Marta.

El tren está detenido en Étoile. Tantos viajeros tratan de bajar en esa estación que ella se deja empujar al andén, y pone todo el empeño en no perder el paraguas que aún chorrea. Vuelve a montar y el metro arranca. Está acercándose a una cita precipitada que provocó enviando una postal a alguien a quien no quiere ver más y en quien sólo piensa a veces. Cada día menos.

Sopla en la uñas de Marta para que el barniz seque más rápidamente, la toma por las manos para que se incorpore y junto a la ventana, y con las cortinas abiertas, la abraza y busca en la espalda la cremallera del vestido que baja hasta el final, justo un poco más allá de la cintura. Tira de la tela negra, en los hombros, hacia delante y deja caer el vestido, para ocuparse en la misma postura de soltar el cierre del sujetador, y Marta extiende los brazos hacia delante para que él se lo quite, y queda su pecho desnudo. Otra vez la boca, y los pezones de ella.

Pasa las manos por debajo de la braga y con las dos acaricia las nalgas, y un instante después trata de poner un dedo dentro del culo, mientras con la otra mano empuja la espalda de la chica contra él.

ABE está agachado frente a Marta que continúa en pie, casi completamente desnuda, con la braga que tapa el coño y el culo, y el pañuelo que tapa los ojos. En el cuello el collar con pequeñas bolas blancas que simulan perlas. Baja la braga hasta los tobillos, y Marta la deja caer con algo que parece un paso de baile.

Está besando los labios del coño, y pone la lengua dentro de ella que sigue sin hablar, y también sin ver desde hace unos minutos, sin saber muy bien en qué lugar de la habitación están, ni si los diputados de la Asamblea han abandonado el edificio para mirar desde la otra orilla del Sena cómo un profesor peruano que enseña en la Universidad de Montpellier chupa el coño de una francesa que un día cambió el nombre de Claire para llamarse Marta para él.

Continúa desnuda en pie junto a la ventana, y ABE está cortando con la tijera la cinta roja de envolver regalos no sabe muy bien para qué. Quiere atar a Marta pero ni ha pensado a dónde ni cómo hacerlo, y se da cuenta de que seguramente no tiene suficiente cinta para pasarla por el cuello de la mujer y, por la espalda, llegar hasta los tobillos. Deja caer la cinta sobre la mesa.

Vuelve a su lado y tira de las manos hacia abajo para que se arrodille, las ponga en el suelo y se mueva caminando con las manos y las rodillas sobre la moqueta dorada de la habitación. Y marta comienza a moverse a tientas, tratando de no chocar contra ningún mueble, mientras ABE observa el movimiento de las nalgas y el vello entre las piernas que asoma bien cerca del culo que, en cuanto él termine de desnudarse, va a chupar.

Ayuda a que Marta suba sobre la cama y siga agachada con los pies asomando en el borde del colchón. ABE está desnudo arrodillado en el suelo detrás de Marta, y la mujer siente cómo la lengua va dejando saliva y corre desde la vagina por el perineo y entra un poco en su culo.

Son las siete de la tarde. Es de noche en París y aún llueve. Marta sube por las escaleras que salen del subterráneo hasta Place de la Concorde, y ve enfrente la fachada del hotel, pero atraviesa el paso de peatones hacia el puente, espera en el semáforo rojo, y luego se encamina hacia Champs Élysées. No está segura pero cree que no va a ver a ABE. No habrá explicaciones. Una nota en recepción tal vez.

ABE, con los pies en el suelo, se sienta en la cama y Marta se arrodilla frente a él, que coloca las manos sobre su cabeza y la empuja hacia su pene. Sólo unos segundos porque Marta se incorpora, y frente a ABE, se sienta sobre él. La abraza y trata de entrar en ella que tiene las piernas rodeando las caderas de ABE, que ya le está haciendo el amor mientras lleva los labios de los pezones a la boca y vuelta, y sin palabras y con los suspiros de los dos siente la vagina llenarse de semen, y nada más que un momento después Marta no puede contener la orina y, con el pene aún dentro, mea abrazada a ABE que nota cómo por el pubis baja hasta el culo un líquido caliente que moja la ropa de la cama.