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Educación del sumiso.
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Capítulo I

Aunque lucho con todas mis fuerzas no consigo liberarme. Descubro las muñecas y tobillos inmovilizados a los extremos de una cruz de San Andrés. Estoy desnudo, salvo una máscara que huele a goma de neumático. No me impide la visión, pero no imagino qué representa. Delante de mí hay un tío enorme, también desnudo, a cuatro patas y orientado de tal modo que solo le veo el lomo y sus gigantescas nalgas. Ama Kenza, una mulata joven, delgada y alta como un watusi se pasea entre nosotros con el andar cimbreante de un tigre. Luce una falda muy corta de cuero negro y su mínimo chaleco del mismo material exhibe, más que cubre, unos pechos juveniles de bella factura. Sus pezones aún no están erectos.

Se dirige a la pared donde expone sus instrumentos: toda clase de látigos, palmetas, un amplio surtido de Satisfyer y ciertos objetos indescifrables: horribles aparatos metálicos con muelles, sierras y cuchillas afiladas que me aterran, aunque no sea capaz de (o no me atreva a) imaginar su finalidad. Escoge el látigo de nueve colas, una cuerda no muy larga y la pistola de descargas eléctricas. Me tranquilizo al verla caminar en dirección al otro tío, pero es una finta: se gira veloz y me sorprende con una inesperada descarga en el brazo. ¡Quema! Me contraigo y gimo. Un tremendo bofetón y la orden gestual de silencio me acallan al instante. Amaga un inesperado y rápido rodillazo hacia mis testículos, y ríe burlona frente a mi reacción: en vano o estúpido acto reflejo he intentado cerrar las piernas sin recordar que están atadas a la cruz con firmeza.

Se pone de rodillas ante mí, deja látigo y pistola encima de la alfombra, y enrolla la cuerda elástica alrededor de la base del pene y la parte superior de los testículos. Con el manoseo y la proximidad de su rostro, la verga se anima y comienza a endurecerse; la interrumpe en el acto otro chasquido de la pistola. Esta vez me contraigo en silencio: he aprendido la lección. Se levanta, regresa a la pared y coge una tira que lleva adherida una pequeña pelota, me la introduce en la boca y sujeta la cinta detrás de la nuca con el velcro. Ahora sí tengo miedo: perder la palabra me aterroriza más que estar inmovilizado. ¡Ahora sí me siento indefenso!

Me abandona y se inclina sobre el gigante para dispararle varias descargas en la espalda; él las soporta sin quejarse, no parece la primera vez. Lo patea a placer en el culo con su bellísimo pie desnudo y veo enrojecer la piel de las nalgas. Con susurrante voz de serpiente le dice:

—¿Por qué has vuelto tan pronto? Te ordené que esperases un mes para regresar y no has dejado pasar ni una semana. Tampoco ingresaste los mil euros, así que ahora te ganarás tu sesión: te daré doce latigazos con tu temido gato de nueve colas y, después, se la vas a chupar a este imbécil de la cruz hasta que no le quede ni una gota.

Acojonado, el enmudecido «imbécil» no puede defenderse. Disfruto con el rol de sumiso, pero me siento heterosexual. No quiero que ese tío me toque. Es suficiente imaginarlo para angustiarme tanto como para que me falte el aire; de todos modos, tampoco lo puedo evitar. No solo porque no pueda hablar, sino porque el contrato con Kenza no contempla el recurso a la palabra de seguridad. Para obtener el privilegio de entrar en su santuario ―esta mazmorra subterránea― debes aceptar, mediante la firma de un juramento escrito, que te comprometes a obedecerla sin restricciones de ninguna clase.

Ama Kenza se coloca a mi lado y le inflige un violento latigazo que le marca varias rayas rojas que se oscurecen de inmediato. En esta ocasión gime, sin embargo, nuestra ama se muestra complacida: a él no se lo recrimina. El segundo azote se lo propina en la otra nalga y deja una ristra de gotas de sangre. El grito, imposible de contener, parece satisfacerla, ya que ronronea y responde con un «¡Bien!». El tercero es aún más fuerte y rasga imparcial ambas nalgas con crueldad. El salvaje alarido resuena a pesar de las paredes acolchadas, se nota que le pone: veo como se elevan y endurecen sus pezones. Me corroe la envidia. ¡Cómo me gustaría ser yo la causa de su excitación!

Después de la primera tríada, lo obliga a girarse a patadas, y entonces veo su rostro, bueno, veo la máscara que lo cubre. ¿Llevaré una igual? ¿Estará también él frente a la máscara de un cerdo y se preguntará lo mismo que yo? La abertura correspondiente a la boca es amplia. Sus ojos, llenos de lágrimas, enseguida dejan de mirarme a la cara y se mantienen fijos, hipnotizados, en mi pene. Ama Kenza lo empuja con el pie hasta que sus labios quedan junto a mi polla y en voz baja pero perentoria, ordena: «¡Chupa!».

Enmudecido me agito, la asfixia me hace jadear y profiero sonidos inarticulados con los que intento manifestar mi negativa. Lo único que obtengo es una risa burlona de parte de ella y que sus pezones aumenten la erección. Ahora preferiría no ser la causa de ello.

El hombre titubea y recibe otro violento latigazo que lo aproxima aún más a mí. Busca obediente con la boca mi flácido pene y lo atrapa. Siento el calor y las caricias de su lengua, en torpe y desesperado intento por lograr que se excite. A pesar de que su cabeza inicia un movimiento suave y rítmico, no consigue animarlo. Los latigazos se suceden implacables. He perdido la cuenta. Gime y llora, pero todo es inútil. Con rugido despectivo, madame Kenza lo aparta, me aprieta la polla con la mano mientras junta su pecho al mío y me permite respirar su aliento de diosa. Aunque lucho por impedirlo con toda mi voluntad, el pene comienza a reaccionar a su cercanía y se pone duro. Logrado esto, lo introduce en la boca del cerdo y le agita la cabeza como si fuera un muñeco. Pocas sacudidas después, eyaculo copiosamente en la boca de ese desgraciado. Ella lo percibe y mantiene la presión para que la polla se mantenga clavada hasta el fondo de la garganta durante un minuto, luego ordena: «¡Traga!».

A pesar de la emoción desagradable de que el tío engulla mi esperma, el orgasmo ha sido brutal y provoca una grieta en mi personalidad que no se cerrará jamás. ¿Cómo será chupar una polla y lograr que eyacule? ¿Qué se sentirá al oír sus gemidos de placer, al llegar los espasmos y recibir en la boca la leche caliente? ¿Hay un poder oculto detrás de tanta humillación? Estoy perplejo; detesto todo esto. Sin embargo, el sentimiento de fervor hacia mi dueña y señora no ha hecho más que aumentar. Declamo en silencio: «¡Ama Kenza! ¡Acéptame! ¡Acógeme! Deseo ser tu esclavo para siempre, tu perro fiel. ¡La sombra de tu perro!».

Luego, mientras mi señora lo conduce ―siempre a patadas― hacia la salida del santuario le grita que es un inútil, que no quiere que regrese por aquí hasta dentro de un mes, y que si no le ingresa de inmediato dos mil euros no vale la pena que vuelva, ya que ni le abrirá la puerta.

Luego de despedirlo, regresa como una gatita satisfecha que se ha zampado su ración cotidiana de ratones. Vuelve hacia mí sinuosa, se arrodilla y desata la cuerda de los genitales. Recién ahora me doy cuenta de lo mucho que me torturaba. Se pone de pie, me quita la correa que sujetaba la bola de la boca y siento sus pezones, todavía duros, rozar mi pecho. El pene se esfuerza por levantar cabeza, sin embargo, no le presta la más mínima atención. Respira relajada, y con sus gruesos labios a un centímetro escaso de los míos pregunta:

—¿Por qué has venido a mí?

—Porque me vuelven loco tus labios carnosos, tus pequeños senos de niña, tu estrecha cintura, tus breves nalgas redondas como ciruelas, el color oscuro de tu piel lampiña...¡¡¡Crac!!!

Esta vez la descarga en los labios ha sido larga y dolorosa, no los pinchazos ardientes de las anteriores.

—¿Por qué has venido a mí? —repite impasible.

—¿Para disfrutar? —respondo con voz temblorosa.

—¿Para qué estás aquí?

—¿Para disfrutar...? —repito dubitativo.

Durante el siguiente lapso de silencio que sigue a continuación me siento feliz de que ella me deje respirar el aire divino que exhala.

—No pasas de nivel—sentencia.

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