Deosamo: Mala Jornada

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Esa puta frígida, siempre alardeando de lo bien que hace su puto trabajo, golpeó el volante un par de veces, simétricamente, con los puños cerrados al recordar como la Capitana le dio un sermón toda la tarde por no entregar sus informes con más antelación.

Tan distraída estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de que, más adelante en la calle, la grúa ya había llegado para recoger el vehículo accidentado que bloqueaba el paso.

Entonces, Grifth te sugirió hacer algo rápido porque necesitaba volver pronto a su puesto y tú te enojaste por un segundo. Su coño deseaba tener un trozo carne entre sus piernas mientras ella gemía como una puta en celo. Su pelo corto tenía que ser tomado con fuerza para hacerle sentir más placer. Su perfecto culo necesitaba un par de nalgadas. Pero Grifth se lo negó. Era obvio que ella iba a enojarse. Sin embargo, la necesidad primitiva de su cuerpo suprimió sus "aspiraciones carnales". Por lo que esperaba que una mamada basté para saciarla por un rato. Lo disfrutaste por completo. Era totalmente cierto. Estar de rodillas en una habitación, donde alguien podía verlos si entraban, mientras le chupaba la verga a un hombre que odiaba era algo que le generó tanto placer que mojó sus bragas en un santiamén. Pero se mojó todavía más cuando Grifth la denigraba verbalmente o agarraba su cabeza con fuerza, para que ella no olvide quien mandaba. En tan sólo un corto periodo de tiempo se corrió dos veces. Pero no fue suficiente. Por supuesto que no, Rebecca quería más. A pesar de que la "sangre irlandesa" trató de someterla varias veces, ella quería que él fuera más rudo. Había sido inesperadamente mórbido, nada que ver con el lobo feroz que decía personificar en la cama con las mujeres de sus historias. Quería ser cogida como una perra y tener orgasmos múltiples. Pero aun así esperabas correrte una vez más antes de que Grifth eyaculará en tu boca. Cierto, pero también esperaba tener leche caliente e irlandesa en su boca. Era en lo que pensaba en ese momento: correrse, contener el semen en su boca, mostrárselo a su dueño y tragarlo mientras observaba. Ella deseaba ver la cara del pelirrojo cuando lo hiciera, esperando que esté quede satisfecho por su trabajo.

Y así convencerlo de que me cogiera como yo quería. Le resultaba asombroso cómo su ira, miedo, incertidumbre y confusión se desvanecieron para abrir paso a la excitación ante esa memoria de deleite lujurioso. Ya ni recordaba porque había estado tan molesta.

Fue una grata experiencia. Si que lo fue. Hasta que te interrumpieron. Ahora si recordaba porque había estado tan molesta. Porque alguien la había interrumpido a mitad del "trabajo". Dejándola insatisfecha. Rebecca odiaba cuando eso pasaba, se ponía irritable por días cuando no cogía como era debido. Eso lo sabían sus compañeros, quienes recibían una bala en su orgullo cuando ella señalaba que no habían estado a la altura de sus exigencias.

Pero... ¿quién fue él que nos interrumpió? Si es que era un él. Podía ser también una mujer la culpable, después de todo eran los vestidores femeninos.

Ahora que lo pensaba fríamente, no recordaba quien había sido el responsable de impedir que ella se corriese una tercera vez. Estaba al corriente que Grifth apartó su cabeza de su verga al momento de correrse -no se sorprendió al descubrir que era un eyaculador precoz-, lo que provocó que la mitad de la sustancia cayera al suelo, y la otra sobre su cara. Sobre sus ojos. Eso la dejó tenuemente ciega. Y lo siguiente que escucho fue a alguien gritando: <<¿Qué está pasando aquí?>>. Después de eso, no concertaba bien si ella salió de los vestidores por su voluntad, o si le habían ordenado irse a casa y volver temprano para hablar sobre su "aventura". Ella no dudaba que era un superior, por el tono de autoritarismo que estos promulgaban cuando hablaban con alguien de menor rango, pero en su mente no reconocía de quien se trataba. Sólo sabía que estaba insatisfecha, y en problemas. Por lo que se fue rápidamente de la Estación, dejando a Grifth lidiar con todo el inconveniente.

Rebecca posó una mano sobre su cara al recordar cómo había estado llenó de esa magnifica materia blanca y viscosa. Ella encontró lágrimas en sus dedos, pero ya no lloraba. De hecho, ella ya no se sentía mal. Sus inseguridades y resentimiento desaparecieron en una breve conversación mental con ella misma. Lástima que no pasaba lo mismo con su calentura.

La reminiscencia de lo que, verdaderamente había pasado, mandaba choques de fogosidad por todo su cuerpo, especialmente su coño, el cual ya se había vuelto a humedecer a estas alturas. Si ella no tuviera tanto autocontrol, ahora mismo se masturbaría en su vehículo, en medio del tráfico. Es más, lo que sintió esa tarde había vuelto con mucha más fuerza.

Se quedó sumida en sus pensamientos lascivos mientras el tráfico empezaba a restablecerse. El vehículo ya había sido retirado por los oficiales de tránsito en un santiamén y un policía de esa sección hacia señas a los conductores para que estos crucen lentamente a Tremont Saint. Rebecca volvió al mundo cuando un bocinazo la sacó de sus pensamientos.

-¡Mierda! -un segundo bocinazo, o tercero (ella no estaba al corriente de cuánto tiempo estuvo en las nubes), la llevó a sacar la cabeza por la ventanilla para acallar al conductor que estaba detrás de ella. -Ey, imbécil -gritó con ira. -El tráfico se mueve, ya lo capté. Así que deja la bocina, o te meteré donde no te llega el sol. ¡Imbécil!

El hombre era un cincuentón, con una corona de pelo gris en la cabeza y el rostro taimado, con un mostacho rubio que no dejaba enviar en nada a Sam Bigotes. Desde su perspectiva reparó en que vestía una camiseta a cuadros, intercalando entre los colores rojo y negro, exponiendo el vello canoso de su pecho, y tenía un cigarrillo a medio acabar en la mano derecha. Y era un cobarde, ella lo supo por la forma en que abrió su boca en un estado de total perplejidad y miedo. Una sonrisa de gusto apareció en los labios de Rebecca, la misma que se formaba cuando apaleaba a alguien, o acababa de cogía como correspondía; el viejo no se esperaba que alguien le respondiera, mucho menos una mujer, y tampoco mostró signos de devolver el agravio. Ella volvió a meter la cabeza en el auto y manejó en dirección a Tremont Saint.

-¡Jo-jodete, perra negra. -Dijo con rabia el viejo mientras metía apresuradamente la cabeza hacia la seguridad de su camioneta, un Fiat Strada modelo 2005, color rojo y en mal estado.

Ella movió el espejo retrovisor para ver mejor el vehículo, sin embargo, esté se alejó por Cambridge Saint hasta que lo perdió de vista. Aun así, pudo distinguir una pegatina de la bandera confederada sobre el empobrecido paragolpes trasero. Mi amigo, el veterano sureño de la guerra civil, encontró donde están sus bolas. Que tierno, la sonrisa en su cara se amplió más ante su ingenio. Y su calentura subió todavía más.

Se detuvo ante un semáforo en rojo, los peatones se apresuraron en cruzar. Ella aprovechó ese intervalo para bajar la ventana a su lado, hacía calor en el auto, o quizás era su cuerpo, y poner el espejo retrovisor en orden otra vez. Las palabras: "perra negra" reaparecieron en su cabeza.

-La próxima vez que vea a ese marica voy a... -Se quedó helada. Incrédula ante que lo que veía reflejado en el asiento de atrás. Sentado en el medio, había un hombre. Un hombre blanco que aparentaba estar al final de la treintena, vestido con un traje azul oscuro, camisa blanca y sin corbata, su pelo era negro y corto (peinado hacia atrás) y estaba sin afeitar. Tenía los brazos estirados sobre el respaldo del asiento y cruzaba una pierna sobre otra. Y sonreía. Como si encontrará divertido estar en el auto de la agente de policía más jodida de Boston.

Volteó su torso con la intención de gritarle y, con suerte, golpearlo en la cabeza con la petaca de acero que agarró instintivamente con su mano izquierda, pero desapareció tan rápido como apareció.

-¿Qué mierda fue...? -Otro bocinazo la sacó de su fluctuación. El semáforo se había puesto en verde y los demás vehículos en los carriles adyacentes a ella se estaban moviendo. El Honda Civic bordo retomó la marcha. Ahora manejaba más lentamente, a unos 29 por hora, sin romper el límite de velocidad de la ciudad. Estaba pasando frente al parque Boston Common, ya estaba cerca de su apartamento. De vez en cuando fijaba sus ojos en el espejo retrovisor por si había alguien detrás de ella. En el asiento trasero. Sentado en el medio. Sonriendo.

Un escalofrió atravesó su cuerpo. No le había gustado nada esa expresión. Era una sonrisa presuntuosa, llena de supremacía y malevolencia. Y sus ojos. No lo notó en el momento, pero sus ojos eran infames y arrogantes, como si ocultara un gran secreto dentro de ellos. Algo capaz de hacerle daño en un santiamén. Eso era lo que verdaderamente la había perturbado. Vio por novena vez el espejo y no encontró nada. El asiento estaba vacío, tampoco es como si tuviera un lugar para ocultarse.

Cálmate, Rebecca. Cálmate. Trató de hacerlo, pero no pudo. Estaba nerviosa. Ella sólo se limitó a manejar, convenciéndose de que no había sido más que una alucinación causada por el agotamiento. Y la insatisfacción sexual. El miedo no había calmado su apetito primitivo.

Ella giro hacia su izquierda, por Boyston Saint, luego a su derecha y, por último, a su derecha otra vez para aparcar el Honda en el Estacionamiento contiguo de su apartamento.

Apagó el vehículo, sacó las llaves y giró su cabeza. No había nadie sentado en el asiento trasero. Seguía insegura. Y no tenía ganas de bajarse hasta averiguar bien lo que ocurría. Se quito el cinturón, con la intención de trasladarse a la parte de atrás para revisar con esmero.

No lo hagas. No estaba convencida del todo. No lo hagas. Ella se detuvo. Su inseguridad fue remplazada por la seguridad. La voz tenía esa influencia sobre ella. No fue nada y lo sabes.

Si, lo sé, reflexionó. Era extraordinario como su mente le ayudaba a razonar las cosas, como todo lo que señalaba tenía sentido.

Tienes hambre. Entonces su estómago gruño. Ella no había comido nada desde el desayuno, no recordaba bien que había sido. Se había saltado el almuerzo para ponerse al día con los informes atrasados y cerrarle el hocico a Sanders. Necesitas una ducha. La necesitaba. Sabía que su cuerpo estaba sucio por el trabajo, pero mayormente por la excitación y sudor que emergió de ella cuando Grifth usó su boca. Su coño seguía mojado y caliente. Te mereces una ducha. Claro que se lo merecía. Era una Oficial de Policía después de todo, no existía nadie más que merezca una ducha más que Rebecca. Quieres ponerte bella.

¿Lo quiero? Estaba demasiado cansada para ponerse guapa. Sin embargo, imágenes de ella vestida con el sensual vestido negro que usaba en sus citas, sin mangas, escote en forma de corazón y resguardaba humildemente sus muslos, o con el mini short deportivo rojo y el top azul ajustado que usaba cuando iba a correr al parque, con la segunda intención de seducir a un muchacho, dispuesto a complacerla en todo gracias a su figura, afloraron en su cabeza.

Si lo quieres.

Si, lo quiero. Ya lo decidió. Se pondría el mini short y el top, mucho más cómodos para andar por el hogar.

Ella sonrió ante su resolución y abrió la puerta para bajar del auto.

Él bolso. Volteó su cabeza a donde sabía que estaría el bolso deportivo negro que siempre llevaba al trabajo: en el asiento del acompañante. Ella no recordaba haberlo recogido de los vestidores. Si lo recuerdas. Claro que lo hacía. Pero no estaba al corriente de ello porque salió enojada con la persona que interrumpió su momento de pasión con Grifth.

-Mañana habrá problemas -dijo bajamente. En realidad, no le importaba. Ella tomó el bolso, bajó del auto y se encaminó a su apartamento.

Lo había encontrado en oferta, cuando buscaba donde quedarse después de mudarse de la casa de sus padres en Somerville, el infierno en la tierra para Rebecca, mientras estudiaba para ser policía. Era bastante amplio, tenía todo un piso para ella sola, quedaba cerca de la Academia, lo que le ahorraba tiempo de viaje, los vecinos eran indiferentes, la clase de gente que no metía sus narices donde no le llamaban, y el alquiler era barato. Si bien después supo porque el precio era tan bajo.

El vendedor se lo dijo un año y medio después, cuando venía a informarle que la agencia de bienes raíces donde trabajaba iba a aumentar la renta. Habían matado a cuatro personas ahí, toda una familia, ajustes de cuentas según los rumores que escuchó en la Estación después de que se enterara. Por supuesto, que eso a ella no le importó; sin embargo, si le importo que subieran su alquiler e hizo una reclamación al agente inmobiliario por mentir sobre ello, era una práctica ilegal que una agencia inmobiliaria hiciera eso. Y lo consiguió, después de haberle dicho que era policía y tenía relación con Sarah Bilman, la cual conoció cuando cancelo su multa, sin saber quién era ella. Se habían vuelto amigas cuando la encontró nuevamente en una discoteca del centró mientras patrullaba. En ese entonces era abogada particular, celebre entre la comunidad de Downtown, coincidentemente el distrito donde se asentaba el apartamento, por poner freno a tres inmobiliarias por incumplir con lo que estipulaba la reglamentación vigente. En dicha reglamentación, estaba escrito que todos los detalles de la residencia debían ser conocidos por el inquilino a través del contrató de la empresa.

Y soló bastó una llamada para que ese afeminado estuviera cerca de mojar sus pantalones, pensó orgullosa de ella y su amiga. A veces, Sarah es mucho más perra que yo. Eso lo había visto de primera mano, cuando arruinaron la vida de ese hombre por querer pasarse de listo con Los Higgins.

Abrió la puerta de entrada e ingresó al ascensor. Apretó el botón que la llevaba al cuarto piso, el último del edificio, y subió.

Calor.

¿Calor? Hacia dos días que la primavera acabó. El clima no había estado frio, pero tampoco excesivamente caliente. No como en verano, en donde la ola de calor que asoló la ciudad, la estación pasada, había sido abrazadora. Pero reconocía que hacia un poco de calor en el ascensor.

Tienes calor. Estaba mal antes. Si, hacía calor. Mucho calor. Corrección: mucho calor. Tanto que sudaba cuando las puertas de metal laminado del ascensor se abrieron. Mucho calor. Lo hacía.

-¿Qué diablos? -Salió al pasillo con mareos, deseosa por llegar a la puerta de su residencia. El calor se volvía tan insoportable que no podía caminar un paso más. Apoyó su brazo en una pared y se sentó de espalda contra la misma -¿Cómo es posible que haga tanto calor? -No tenía lógica.

La tiene. ¿Lo hacía? Si. Tu ropa es la responsable.

-¿Mi ropa? -Repitió con voz vencida, como un estudiante de bachillerato cuando un profesor le muestra que su respuesta al examen de matemática era equivoca mientras la suya era la correcta.

Si. Tu uniforme es tan abrigado que necesitas quitártelo para aliviar el calor.

Soy una idiota. Es tan obvio. El sudor resbalaba por su frente, mientras ella comenzaba a desabotonar su camisola, por segunda vez en más de una hora. Sus pechos se liberaron de la cárcel de tela, ella notó que sus pezones estaban erguidos. ¿Que mierda? Estoy por sufrir un desmayo por un golpe de calor extremo, ¿pero sigo excitada? No tenía tiempo para esclarecer su extraña e imprevista libidinosidad. Rebecca se quitó del todo la camisola y se sintió ligeramente aliviada, pero no por completo.

Su pantalón fue su siguiente objetivo. Al principio, no encontraba la hebilla del cinturón y eso la desesperó todavía más, algo que cambio cuando lo hizo. Ella bajó sus pantalones, exponiendo sus piernas al fresco del pasillo. Retiró del todo su uniforme, quedándose vestida con una tanga y calcetines, no vio la necesidad de quitárselos ya que el calor disminuyó bruscamente cuando retiró su última bota. Lo que sentía ahora era absoluto deleite, como si hubiera recibido el mayor orgasmo de todos sin correrse. O matado a alguien. Ambas sensaciones eran de lo mejor que la vida podía ofrecerle.

Se quedó unos minutos con la vista fija en la pared que tenía delante de ella, sin pensar en nada más que en lo bien que se sentía en esa posición. La expresión de gozo que tenía en su rostro revelaba eso. Estaba en un estado de serenidad complaciente. Sentada. En el medio del pasillo. Semidesnuda. Con los senos al aire. Y sus pezones erectos.

La realidad la golpeó en la cara con la fuerza de un ladrillo. Se miró así misma, llevó sus manos a la cabeza y gritó.

-¿¡En que diablos estoy pensando!?

-¿¡Quien está ahí!? -Oyó gritar desde la vivienda del vecino, el viejo Frankie. Un octogenario con signos de ceguera que vivía solo y se movía en sillas de rueda eléctrico. Lo único que Rebecca sabia de él es que era un exmilitar, seguramente de alto rango, se lo dijo cuando en una ocasión lo encontró apuntándole al repartidor de pizza con una Beretta 92, creyendo que era un ladrón, después de que esté confundiera su dirección con la de ella. Ella lo denunció por eso, pero no sabía si aún tenía el arma.

-Mierda... - dijo en voz baja.

Si se la encontraba así, recostada y semidesnuda en el pasillo, con la ropa desparramada sobre el piso y los senos al aire, estaba segura de que iba a llamar a la policía. No lo culparía si pensaba que era la víctima de una violación, porque eso es lo que aparentaba ahora.

-Eso, o una yonqui drogándose con LSD -murmuro, mientras tomaba su uniforme del suelo y su bolso. Esperaba que él hubiera estado dormido a esa hora, como todo buen anciano, eso lo retrasaría más.

Caminó con prisa hasta su puerta, pero tan enfocada estaba por entrar que olvido que tenía llave.

¡Carajo!, pensó. No recordaba en que bolsillo estaban sus llaves, si en los de su camisola o pantalón. En la vivienda frente a la suya, podía oír al viejo gruñendo y moviéndose, ya estaba en marcha. Metió sus manos en los bolsillos de sus pantalones, los inspeccionó por completo y rápidamente, mientras su contenido caía al piso. No están, mierda.

El viejo había gritado algo en el tiempo que ella buscaba y ahora lo oía más cerca. Dejó los pantalones en el suelo y se puso a revisar los bolsillos de la camisola. Rebecca tenía suerte de que las otras dos residencias contiguas estuvieran vacías, en ese piso soló vivían ella y el viejo. Y tuvo incluso más suerte, porque encontró sus llaves en el bolsillo izquierdo.

-Si... -La expresión de su rostro era de triunfo. Levanto sus cosas del suelo y se propuso a poner las llaves en la cerradura.

-Estoy armado. -La expresión de triunfo se transformó en una de pavor, ella sabía que estaba detrás de la puerta, retirando los pestillos de la misma para salir con ansias a hacer uso de la Segunda Enmienda de la Constitución Americana.

Tal parece que la ciudad de Boston no le incautó la pistola a Frankie, el veterano de guerra octogenario. Puso sus llaves en la cerradura y la abrió. Ella acalló un SI de sus labios, pero cuando estaba por entrar lo escuchó. Una puerta abriéndose con fuerza. Ella trago y volteó la cabeza para atrás.