El Duque de Rhül

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No cabe duda de que yo y progreso somos sinónimos. ¿Cuándo se hubieran visto en esta parte del Languedoc semejantes monumentos sin mí? El ferrocarril no sólo va de aquí a Tolosa y a París, también conecta la ciudad con Barcelona y Girona. En pocos días mi primo estará aquí para inaugurar la línea. Aunque debiera inaugurarla yo solamente; pero él es conde de Barcelona…

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El obispo está muy enfermo. Hace mucho que dejé de rezar; pero ahora que mi amigo está tan delicado he hecho a un lado mis rencores. ¡Por favor Dios, devuélvele la salud!

—La voluntad de Dios Nuestro Señor será la que prevalezca, amigo mío –dice el padre Murat.

No sé interpretar aquellas palabras. Desde la muerte de mi sobrina juro que le tengo aversión a la voluntad de Dios.

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El padre Murat es un visitante frecuente, muy frecuente. Desde que la Rosalía se volvió católica el cura viene prácticamente diario. Me duele tener que dejarla sola, las tiendas han crecido demasiado, además muchas de las minas en Tolosa ya son mías y con el ferrocarril… me es verdaderamente difícil estar en casa. Sin embargo me alegra que el buen padre le haga compañía por unas horas a mi amada.

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La Rosalía y el padre Murat… la Rosalía y el padre Murat. ¡Pardiez! ¿Esto también es voluntad de Dios? ¡Ese mequetrefe del coadjutor está revolcándose con Rosalía! ¡Con mi Rosalía! ¡Malhaya su sotana! Pero ya me lo había advertido Adolf… «Es sencillamente puta», me dijo. ¡Una puta que corrompe hasta al perro faldero del prelado! ¡Malhaya!

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Estoy en la sala, todavía no comprendo qué pasó. El padre Murat, la Rosalía y el obispo yacen inconscientes… muertos.

Algo recuerdo. Quise gritarle, quise gritarle al padre mientras cenábamos; sin embargo no pude. La grave mirada de mi convaleciente amigo me impidió armar un escándalo. Pero cuando, una vez en la sala, vi que la Rosalía estaba estudiando sonriente al coadjutor, nacieron en mí desesperación e ira. Estaba tranquilo, no deleitado con senda visita; pero tranquilo. Cuando la vi mirándolo, estudiándolo, desnudándolo en mi sala.

¡Perdóname, Dios!

Me levanté iracundo, me abalancé sobre el padre Murat y así su cabeza entre mis manos, la azoté contra el suelo hasta que miré el rojo de su sangre. De la impresión el obispo sufrió un paro cardiaco. La Rosalía estaba gritando frenética. Le dije que se calmara, le ordené que parara sus gritos y no me hizo caso… No me acuerdo cómo pude quitarle la vida. Creo que la estrangulé.

Perplejo, he levantado a mi Rosalía y la he depositado en la cama, sin sábanas, como le agradaba.

20

Desperté jadeando, empapado en sudor. Estoy solo.

Como si un golpe me hubiera sido atizado en el cogote, no logro recordar qué aconteció el resto del día; mi única memoria es la mujer sobre mi cama, con las piernas estiradas y la lengua fuera de su boca.

Hoy es día de san Jorge, me han encerrado en un lugar que desconozco. Hiede a excrementos y podredumbre. En cierta forma hiede al perfume de la Rosalía.

Escucho pasos, comienzo a gritar, quiero saber dónde estoy, quiero saber qué harán conmigo. Un gendarme abre la puerta de hierro, se asoma y me mira, me lanza un sobre lacrado y se retira con el estrépito del metal al chocar con el dintel y correr las cerraduras.

Recojo el sobre, es una carta que viene de Tolosa, es para mí. La carta reza que he perdido todas mis propiedades y concesiones en Francia… y que perderé algo más.

Ya sé qué es este lugar.

Fui duque de la Casa Rhül, primo de Güell, señor de Balenyà, hidalgo de Barcelona, benemérito de Montpellier y estoy condenado a morir hoy por la tarde.

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