Historia de Una Mujer Fácil (03)

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Clara se emputece poco a poco por sus deseos de vida lujosa.
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Parte 3 de la serie de 16 partes

Actualizado 06/22/2024
Creado 05/07/2024
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CELEBRACIÓN FAMILIAR

Ramón y Aurora, tíos de Carlos, y su hermana Sofía serían los anfitriones de la celebración que tendría lugar en la casona de veraneo de la familia. Los padres del prometido de Clara habían muerto cuando él y su hermana eran aún unos chiquillos. El tío Ramón los había acogido en su casa y los había criado como a hijos, además de los dos propios: Andrés y Juan.

Clara ya había sido presentada tiempo atrás a la familia de su prometido. Pero, como estirpe de recio abolengo que se preciara, era costumbre de la casa reunir a todos sus componentes para dar sello de oficialidad a compromisos tan importantes como una futura boda.

La comida se celebraba en un día caluroso de Junio. La casona de los tíos de Carlos había sido preparada con una gran mesa en el cenador del jardín, donde el sol no conseguiría martirizar a los asistentes. Dos camareras servirían el evento, mientras el chef y un cocinero de apoyo serían responsables de la preparación de las delicias a dispensar.

Carlos y Clara llegaron sobre la una de la tarde, justo para el aperitivo que precedería a la comida. Encontraron el portón de acceso a la finca abierto y se colaron dentro con el todoterreno recién estrenado de Carlos. Todos los demás invitados debían de haber llegado ya, a tenor del número de coches estacionados en el aparcamiento interior al aire libre. Incluso el parking cerrado había sido ocupado en sus tres plazas como indicaba la señal de «completo» que algún bromista había situado a la entrada.

«Ya está el cachondo de Berto con sus bromitas», pensó Carlos.

Una vez hubieron aparcado, Clara y su novio cruzaron el edificio principal y salieron al jardín donde el resto de invitados iniciaban un brindis. Clara comprobó que, en efecto, allí no faltaba casi nadie. Los únicos ausentes a primera vista eran el tío Ramón y su sobrina Sofía, hermana de Carlos.

En primer lugar estaba la anfitriona, Aurora. A su derecha, sus hijos Andrés y Juan con sus mujeres, Laura y Rocío, respectivamente. A la izquierda, Berto, el prometido de Sofía. Una camarera sostenía una bandeja con varias copas de champán que ofreció a la pareja como bienvenida.

Los recién llegados hicieron turnos para saludar con los besos de rigor a los ya presentes y, tras finalizar, Carlos preguntó por su tío.

—¿Dónde está el hombretón de la casa? —dijo en tono de broma.

Su prima Rocío se acercó a él y le agarró de un brazo.

—Ramón está en su buhardilla, trabajando en uno de sus libros —les anunció—. Me pidió que os dijera que subierais a saludarle en cuanto llegarais.

—De acuerdo —replicó Carlos y se giró hacia su novia—. Clara, querida, subamos a saludar a tío Ramón.

—De acuerdo, vamos —replicó la joven tomando de una mano a su prometido.

—No, espera —Rocío retuvo a Carlos, apretando el brazo del que le tenía agarrado desde que se saludaran—. Necesito hablar contigo de un tema urgente. Clara, vete subiendo tú, cielo, que yo te mando a tu novio en cinco minutos.

Clara se detuvo extrañada, y miró a su prometido a la espera de una señal de aprobación.

—¿Tan urgente es? —preguntó Carlos—. ¿No puedes esperar a que saludemos a Ramón?

—No... verás... —titubeó Rocío—. Es un tema delicado y que tengo que resolver enseguida. De hecho, mi abogado espera que le llame antes de las dos para darle una respuesta. Clara —dijo mirando a la joven—, mejor no esperes a Carlos, te lo envío en cuanto hable con él.

El hombre asintió mirando a Clara y ésta se alejó camino de la casa. La mirada de Carlos no era limpia. Una sombra ensombrecía sus pupilas.

—Vamos, primo, sentémonos bajo aquella pérgola y te cuento mi problema, a ver qué me aconsejas —dijo Rocío tirando de Carlos.

*

Clara conocía la casona por dentro. Había estado en ella en varias ocasiones. La buhardilla, sin embargo, era una de las estancias a las que nunca había osado subir. En esa planta, tío Ramón disponía de una sala personal y privada hecha a la medida de sus necesidades —y de sus caprichos—. Muy pocos tenían acceso a ella y solo por invitación.

La casa se hallaba vacía y silenciosa, a excepción del ruido de cacerolas y alguna voz lejana que provenían de la cocina, situada en la planta baja del edificio. Clara subió los peldaños de la gran escalera que conducía a la primera planta. Giró a su derecha y enfiló el segundo tramo, antes de embocar el tercero y definitivo.

Al llegar a la buhardilla, la puerta de la estancia que la ocupaba se hallaba abierta. Oteó el interior y no vio a nadie, así que se adentró despacio. Lo que en ella encontró era un entorno idílico... para un ermitaño. El espacio era amplio, de no menos de sesenta metros cuadrados, y todos los muebles eran vetustos y lujosos. Lo único que podía decirse en su contra era que habían conocido tiempos mejores. Todos ellos se veían ajados por el paso de los años, y descuidados en relación a su limpieza.

Recorrió con la mirada la estancia y descubrió la mesa de escritorio en un caos de papeles, carpetas, cuadernos y un largo etcétera de instrumentos de escritura. El ordenador portátil apenas se veía bajo una maraña de documentos.

El resto de las paredes se hallaba tapizado de librerías desde el suelo hasta el techo, a excepción de un gran sofá cama en forma de «L» que cubría el esquinazo izquierdo más alejado de la puerta de acceso. En su vida había visto tantos libros en una habitación —más bien una biblioteca— particular. Habría sido de admirar si no hubiera sido porque los libros se apilaban sobre las estanterías sin orden alguno. Más pareciera que hubiera pasado por allí una banda de bárbaros y la hubieran revuelto a conciencia.

En relación al sofá cama, por otro lado, hubo un detalle que la dejó perpleja: la litera se hallaba desplegada y revuelta, como si hubiera sido utilizada en las últimas horas. Probablemente tío Ramón había hecho noche en ella, se dijo Clara.

La joven se encontraba absorta encajando los detalles de tan siniestro lugar, cuando a su espalda oyó un «clic» que era fácilmente atribuible a un pestillo que se cerraba. Se giró asustada y descubrió que era el tío Ramón quien había cerrado el acceso a la sala con el seguro interno de la puerta.

—Bienvenida a mis aposentos, querida —dijo con voz engolada, imitando a algún galán de cine aunque sin mucha convicción.

—Ah, hola, tío Ramón —respondió ella y se quedó inmóvil.

Ramón se acercó hacia ella y no se detuvo hasta que sus caras casi se rozaron. Sin una palabra más, el tío de Carlos rodeó a Clara con un brazo y le aprisionó una de las nalgas, apretándola con avaricia. Clara abrió la boca para emitir una queja, pero Ramón la tomó al asalto y su lengua húmeda se coló en ella antes de empezar a lamerla con un jadeo continuo.

—Joder, como me gustas... —suspiró el hombre.

La mano libre se había apoderado de uno de sus senos, amasándolo con ansiedad, y rozaba la pelvis con su pene, restregándolo contra ella para que Clara notara su dureza.

Tras unos segundos de sorpresa, Clara consiguió liberarse del abrazo y retrocedió dos pasos.

—Pero... tío Ramón... —dijo con los ojos como platos—. ¿Qué es lo que haces?

—¿A ti qué te parece, querida? —replicó chulesco.

—Joder... no sé...

—Pues creo que está claro... —la expresión socarrona de Ramón atemorizaba a Clara—. Lo que pasa es que estoy muy cachondo y, para reducir mi calentura, había pensado en follarte antes de comer...

—¿Qué... dices...? ¿Te has vuelto loco? —se quejó ella con el bolso sobre los senos a modo de defensa—. Tu sobrino va a subir en cinco minutos, nos puede descubrir...

Ramón sonrió con suficiencia.

—Ah, no, cielito... ya se encarga Rocío de entretenerlo media hora... Tenemos tiempo suficiente para echar un polvo rápido...

—¿Ro... Rocío? —Ahora comprendía Clara la insistencia de la mujer al querer retener a su novio. La muy zorra le estaba despejando el terreno a su suegro.

—Venga, guapa, déjate de mojigaterías. No necesito que te desnudes, bájate las bragas y túmbate en la cama. Tengo el rabo a punto de estallar y si no te follo rápido me van a reventar los huevos.

Ramón tiró del elástico de su pantalón de chándal y su miembro apareció enhiesto y orgulloso, duro como una piedra y mirando hacia el techo. Con una mano sostenía el elástico y con la otra comenzó a pajearse para mostrarle a Clara que no bromeaba al hablar de su calentura.

La joven no pudo menos que asombrarse de la fabulosa virilidad de aquel hombre, sobre todo a su edad. Su próximo cumpleaños sería el sesenta y ocho, aunque por el tamaño y dureza de su miembro nadie podría suponerle más de cuarenta. Era una pena, se decía, que su novio no hubiera heredado aquella parte del físico de su pariente, a pesar de que reconocía que Carlos no estaba mal dotado. No obstante, lo hermoso de aquella polla no radicaba en su tamaño, sino en las venas que adornaban el tronco, haciéndola tremendamente atractiva para cualquier mujer con dos ojos en la cara.

Clara miraba aquella verga alucinada, mientras Ramón caminaba hacia ella. La muchacha, a su vez, daba pasos hacia atrás. Solo se detuvo cuando la cama se interpuso en su camino.

—Pero es que yo... no... no...

—¿Cómo que «no, no...»? —bufó el hombre—. ¿Es que no habíamos hecho un trato? No me vayas a decir que te has echado atrás.

—No... no es eso... es que yo no dije que aceptaba el trato... yo solo dije que me lo pensaría.

—¿Qué coños tienes que pensar? —Ramón clamaba, pero no dejaba de tirar de su piel hacia adelante y hacia atrás. Viendo como los ojos de Clara no se apartaban de su rabo, estaba seguro de que la chica cedería. Aunque a este paso no iba a disponer de más de cinco minutos para follarla—. Ya te dije que si no te abres de piernas, Carlos no recibirá ni un euro en mi testamento. No tienes nada que pensar: tu abres las piernas, yo te meto la polla y Carlos recibe una cantidad asquerosa de dinero... ¿Qué te parece? Todos felices, ¿no?

Clara tragó saliva. No sabía cómo iba a salir de aquella encerrona. Quizá terminaría plegándose a las exigencias del medio padre de su prometido, pero ella esperaba que sería en otro momento y en mejores condiciones. No tuvo tiempo para pensarlo, sin embargo. Ramón la dio un empujoncito y la chica cayó hacia atrás, sentándose sobre la cama.

Su mirada era huidiza. Fijaba los ojos en el suelo para no tener que afrontar el fuego de las pupilas de su tío político. Y fue por eso que lo vio. Abrió los ojos alucinada, no se lo podía creer. Aquello que relucía a sus pies, casi debajo del mueble cama, era un condón usado. Y su uso había sido reciente: aún se veía el semen en su interior, líquido y brillante.

*

Lo primero que le vino a la cabeza a Clara fue que no entendía cómo el hombre podía tener aquella inmensa erección si no haría tanto que había llenado aquel preservativo. La segunda, y más importante, era quién habría sido la «afortunada» de probar su virilidad tan poco tiempo antes de su llegada a la buhardilla.

No tuvo que esperar mucho por la respuesta. La puerta del baño particular de la estancia se abrió y tras ella apareció Sofía —hermana de su prometido— con una toalla envolviendo su cuerpo y otra su melena. Iba cantando bajito y su canción se cortó en cuanto comprobó que en la habitación había una intrusa.

—Ho... hola... Clara —saludó ruborizada hasta la médula.

—Hola... Sofía... —replicó Clara, y aprovechó el impasse que su aparición había provocado para levantarse de la cama y alejarse de Ramón.

Éste se colocó el pantalón para cubrir su intimidad y se giró sonriente.

—¿Tú... tú también vas a ducharte...? —alcanzó a decir su cuñada—. Yo he tenido que ducharme en este baño porque en el mío de la segunda planta no funciona el grifo de la bañera...

La historia olía a excusa por los cuatro costados. Clara asintió muy seria. Imaginaba lo que había sucedido en aquella buhardilla antes de que ella llegara, pero no quería avergonzar a Sofía. Además, se consumía de ganas de que ella saliera de allí lo más rápido posible, antes de que llegara su novio.

—Sí, sí, claro... te entiendo... —dijo, casi tan cortada como su futura cuñada—. Pero no, yo no venía a ducharme, solo quería saludar a tío Ramón.

—Ah... vale...

Sofía dio unos saltitos descalza hacia el sofá cama.

—Un segundo que recojo mis zapatillas y mis pinturas y ya os dejo... —musitó Sofía.

Tomó una bolsa de aseo que se hallaba sobre una mesita aledaña al sofá y luego buscó las zapatillas con los pies. Se detuvo un instante mientras se calzaba y, con un movimiento ágil, se agachó y volvió a levantarse. El preservativo había desaparecido.

Lo que su cuñada no había observado era el móvil de Clara saliendo a hurtadillas de su bolso y volviendo a él en una fracción de segundo.

Sofía salió a la carrera de la buhardilla. Ramón siguió sus pasos y cerró el seguro de la puerta por segunda vez.

—Bueno... —dijo avanzando de nuevo hacia Clara—. Volvamos a lo nuestro... Nos quedan quince minutos, el polvo va a tener que ser super rápido.

Tomó a la joven del brazo y la arrastró hacia la cama. Si Clara no opuso resistencia fue porque aún no había conseguido salir de su asombro.

—¿Te acabas de... follar a tu propia... sobrina? —masculló—. Serás... serás...

Ramón no dijo nada, pero sus ojos sonreían burlones. Tiró de Clara una vez más y la sentó sobre la litera.

—¿Vas a quitarte las bragas o te las tengo que quitar yo?

Clara se puso el bolso sobre el regazo a modo de coraza.

—Espera... —dijo sobresaltada al ver que los pantalones del hombre caían a sus tobillos y acercaba la verga a su boca.

—¿A qué tengo que esperar...? —bufó Ramón—. Tu novio está a punto de subir. No tenemos todo el día.

Clara elevó sus ojos y le miró vacilante. Quería ver si su tío político se ablandaba con la expresión de su rostro.

—Es que... no estoy muy segura... —se excusó—. Necesito que me des más tiempo...

El hombre se impacientó.

—¡Qué coños! No hay más tiempo que valga... —exclamó—. ¡Abre la puta boca si quieres que Carlos herede...! ¡Y no te hagas la estrecha, hostia...!

Ramón se inclinó hacia adelante y su verga rozó los labios de Clara.

La polla de su tío político olía a semen reciente y a orines rancios. Era un olor que en otro momento le hubiera parecido vomitivo. No entendía, sin embargo, cómo aquel aroma la estaba excitando hasta el punto de humedecerle las bragas. Su razón le decía que tenía que echar la cabeza hacia atrás, pero su cuerpo no la obedecía.

—Abre la boca, preciosa... —repitió excitado el hombre—. Y saca la puta lengua...

Una gota de preseminal brotó de la punta del monstruo de carne que le rozaba la nariz. Y Clara cerró los ojos. Suspiró ardiendo por dentro y abrió los labios. Su lengua se asomó entre ellos. Ramón le acercó el glande y ella lo recibió con una lengüetada que eliminó la gota brillante que lo cubría e hizo estremecer al casi anciano.

*

Carlos caminaba a grandes zancadas hacia la casa. Miró su reloj. Joder, su puñetera prima le había robado veinte minutos. Y todo para nada, puesto que lo que le había estado comentando no eran más que ideas sueltas y absurdas sobre unas posibles inversiones de las que él no entendía un pimiento.

Se había librado de ella como había podido, porque si no veía que le iba a robar otra media hora por lo menos. Si la había hecho algo de caso era porque Rocío era para él como una hermana, no en vano estaba casada con su primo Juan, con quien había convivido desde niño y era su mejor amigo.

Según cruzaba el salón principal y empezaba a subir las escaleras, el corazón le bombeaba a doscientas pulsaciones. No había sido una buena idea dejar a Clara a solas con su tío. No tenía nada en contra suya, pero al pensar en él sentía escalofríos. Los había sentido desde que se mudara a su casa siendo aún un niño. Tal vez las leyendas que le rodeaban no eran ciertas, pero prefería no tener que comprobarlo.

Al atacar el último tramo de escaleras, comenzó a silbar. Quería avisar de su presencia a los ocupantes de la sala de la buhardilla. No quería dudar de lo que se encontraría allí, pero prefería no tener que enfrentarse a ello. Ojos que no ven...

Al empujar la puerta se la encontró atrancada por dentro. Un gusanillo le recorrió el estómago. Golpeó la puerta con los nudillos y esperó. No pasaron ni diez segundos hasta que una Clara sonriente le abrió y le cedió el paso.

Carlos se quedó parado. Su tío fumaba sentado sobre la cama del sofá, que se hallaba deshecha y revuelta. No pudo evitar tragar saliva. Quería preguntar el porqué de la puerta cerrada y al mismo tiempo prefería no hacerlo. Presentía que no saber era mejor que saber demasiado.

Consiguió armarse de valor y transformó su cara con una sonrisa jovial. A continuación, se acercó a su tío para saludarle y se fundieron en un abrazo. Tras ponerse al corriente de las novedades desde la última vez que se habían visto, Ramón se excusó y se dirigió al baño para una ducha rápida antes de la comida, dejando sola a la pareja.

Carlos tomó a Clara de la mano y la arrastró escaleras abajo. Se mordía la lengua para no hacer la pregunta. Finalmente, no pudo evitarla.

—¿Se puede saber por qué estaba la puerta cerrada por dentro? —le susurró.

Clara no respondió y siguió bajando escaleras. Carlos se detuvo y tiró de ella hacia un rincón de la primera planta.

—¿Por qué no me contestas?

La joven suspiró y entonces habló.

—Mira, Carlos, no me vuelvas a dejar a solas con él... —dijo tomándole de las manos—. Tu tío es muy raro y yo creo que está medio loco.

Carlos comenzaba a sudar, a pesar de que el aire acondicionado de la casa la mantenía a menos de veinte grados.

—¿Te ha... hecho algo? —preguntó con voz ahogada.

—No... —replicó Clara—. ¿Qué iba a hacerme?

—Entonces... ¿qué ha pasado...?

—Es que... no sé si decírtelo.

—Por dios, Clara... dímelo o te juro que...

La joven se acercó a su oído y le susurró.

—Es que afirma que se siente vigilado... Ha cerrado la puerta porque dice que hay gente que no le quiere y que pretenden robarle... o matarle... o algo así... Es por lo de la herencia... Yo creo que la cabeza no le rige... Está de siquiátrico, tal vez deberíais pensar en internarlo.

Carlos suspiró aliviado.

—Joder... —dijo—. Ya sabía que estaba un poco atontado, pero se ve que con los años...

—Ya te digo. Así que te pido por favor que no me vuelvas a dejar a solas con él ni un minuto. ¿Me lo prometes, cariñín?

—Claro que te lo prometo, pichoncito.

Se dieron unos amorosos piquitos y, bajando las escaleras, se encaminaron hacia el cenador del jardín.

Mientras Carlos se acercaba para coger una cerveza de la nevera al aire libre, un ronroneo se hizo notar en el bolso de Clara. Se detuvo, sacó el móvil y leyó el mensaje de su tío político.

RAMON: Seguiremos hablando. Te llamo. Besitos.

Clara borró el mensaje lo más rápido que pudo y se acercó a su prometido. Le tomó del brazo y se apretó contra él. Todo su cuerpo le temblaba.

*

Comieron y charlaron durante más de dos horas. El ambiente era festivo y distendido. Se contaron chistes, anécdotas y se habló de libros, de cine y de los viajes recién realizados o próximos de cada una de las parejas presentes. Alguien intentó hablar de trabajo y el resto de los asistentes lo hicieron callar entre silbidos.

Al comenzar la sobremesa con los licores repartiéndose generosamente en las copas, Ramón golpeó su vaso con una cucharilla y pidió silencio a sus familiares. Cuando estuvo seguro de que había ganado su atención, comenzó a hablar, solemne:

—En primer lugar, quiero dar las gracias a Clara y a Carlos por haberse prestado a esta antigua tradición de anunciar su próxima boda para recibir el «pláceme» por parte del cabeza de familia.

Su familia lo abucheó y Rocío se atrevió a lanzarle una servilleta a la cabeza. Ramón rió y todos le secundaron.

—Ya... ya sé que es una costumbre anticuada y patriarcal —prosiguió sin dejar de reír—. Pero es de las pocas tradiciones que quedan en esta casa y cuando se llega a mi edad gusta recordarlas aunque solo sea por el hecho de sentarnos a la mesa con todos nuestros hijos y poder daros un abrazo. Porque no me negaréis que últimamente ya casi no nos vemos todos a una.

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