Historia de Una Mujer Fácil (10)

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Clara se emputece poco a poco por sus deseos de vida lujosa.
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Parte 10 de la serie de 16 partes

Actualizado 06/22/2024
Creado 05/07/2024
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VACACIONES FAMILIARES

El dos de agosto Clara y Carlos aterrizaban en Madeira para pasar la primera parte de las vacaciones. Fueron días de sol, playa y fiesta nocturna. El resort era de los caros y no precisaban salir de él para tener cuanto necesitasen. Como colofón, hicieron el amor todas y cada una de las noches.

Por ese lado, Clara se sentía pletórica. Un tiempo a solas con su prometido era lo que necesitaba para afianzar la relación entre ambos, algo deslavada en los últimos tiempos.

Por el lado opuesto, la joven sufría pensando que Carlos pudiera ser el autor del desfalco del que le acusaba Ramiro, y que pudiera acabar en la cárcel. O, en su defecto, ella en la cama del canalla del subdirector para salvar a su novio.

Si no tenía suficiente con las pretensiones sexuales de su tío político, ahora pendía sobre ella la «espada» de Ramiro. Nunca mejor dicho en este caso.

Acabada la estancia en la isla, volvieron a Barcelona y se instalaron en la casona de la familia, al lado del mar. Todos allí iban y venían a voluntad, atendidos por un séquito de sirvientes que les hacían muy cómoda la estancia.

No notaba Clara muy cómodo a Carlos, no obstante, siempre pendiente de sus conversaciones con el patriarca familiar. Tampoco le extrañaba en demasía, ya que ella misma le había pedido que no la dejara a solas con él aduciendo que estaba medio loco. Aún con esta vigilancia, tío Ramón se las ingeniaba para mantener apartes con ella siempre que podía. Durante aquellos apartes, la presionaba con el mismo argumento de siempre: o sexo o ruina.

*

Habían pasado solo tres días desde que habían llegado y el mosqueo de Carlos iba in crescendo. Las charlas a solas entre Ramón y Clara, los secretos al oído y los roces «casuales» de su tío sobre la piel de su novia --un brazo, la mejilla, el pelo tras la oreja-- lo mataban.

En algunos momentos creía estar a punto de estallar, pero algunos detalles lo frenaban. La herencia, por supuesto, era uno de ellos. Pero el más crucial era la culpa que sentía por su relación con Laura. Se excusaba con que les estaba haciendo un favor a ella y a su primo Andrés. Que se trataba solo de dejarla embarazada y que todo terminaría en cuanto el predictor se mostrara positivo.

Pero aun así no se sentía en paz consigo mismo. Y esta intranquilidad le frenaba ante los obvios ataques de su tío a la mujer a la que amaba. A veces se preguntaba si Clara sería capaz de resistirse o si al final caería en la tentación. Le constaba que algunas de las mujeres que ahora tomaban el sol en las hamacas junto a la piscina ya lo habían hecho en algún momento. Y las imágenes de Clara atormentada de placer mientras su tío la embestía le ponían enfermo.

Esa noche Carlos y Clara se retiraron a dormir a una hora prudente. Hicieron el amor con delicadeza y luego se dieron la vuelta cada uno hacia su lado para entregarse al sueño.

Sobre la una de la mañana, Carlos notó movimiento en la cama. Giró la cabeza y observó a su prometida levantarse con un vaso en la mano. Hacía calor e imaginó que Clara se dirigía a la cocina a beber agua. No era la primera noche que lo hacía, así que no le dio mayor importancia.

Pasados quince minutos, comenzó a intranquilizarse. Bajar hasta la cocina, beber agua y volver a subir con el vaso lleno no debería haberle llevado más de cinco.

Se levantó de un salto y se calzó las zapatillas. Luego lo pensó mejor y se las quitó. Las suela de sus chanclas producían chasquidos al andar sobre el mármol del ensolado y no era momento para ello.

Salió de su habitación y se asomó por la barandilla de la escalera que daba a la planta baja. La cocina se hallaba a oscuras. Un ataque de pánico empezó a subirle por las piernas. De forma inconsciente, miró hacia arriba de las escaleras y observó una débil claridad proveniente de la buhardilla.

Decidió subir a pesar del vértigo en su estómago, cuando una voz proveniente de la planta inferior le retuvo. Era la voz de Ramón, identificable aunque hablaba en susurros. Otra voz, femenina esta vez, le daba la réplica a los comentarios del viejo.

Con paso vacilante volvió a acercarse a la barandilla. Una arcada intentaba subir desde su estómago hacia la garganta. Sostuvo la respiración y asomó la cabeza despacio para espiar la escena que se producía bajo sus pies.

Tío Ramón cuchicheaba con Sofía, su hermana. El suspiro de alivio podría haberse oído en toda la casa si no lo hubiera sujetado. Aguzó el oído para captar la conversación de la extraña pareja a la una y media de la mañana.

--No insistas, Sofía, tengo que irme...

--Pero tito, ¿por qué? --respondía ella como una niña buena--. Te prometo que si te quedas te haré eso que tanto te gusta...

El pasmo de Carlos no le cabía en el rostro. ¿Sofía era una de las chicas de la casa que se acostaban con Ramón? ¿Su hermana del alma, a la que él veía virginal a pesar de que su actual novio era ya el tercero de su vida? No se lo podía creer. Pero si hasta Sofía había caído, ¿qué podía esperar de Clara? El pánico volvió a imponerse sobre el estupor.

--¿Y cuando vas a volver? --se interesaba ella ante las negativas de Ramón.

--No lo sé, pero no antes de dos semanas, cielo. Tengo ciertos asuntos de negocios que no pueden esperar. Pero te prometo que cuando vuelva dejaré que me mimes.

--Ay, tío, gracias... --respondía Sofía entregada y a Carlos el estómago volvía a retorcérsele--. ¿Tú sabes cuánto te quiero, verdad? Nadie te quiere más que yo...

«Sí, le quieres mucho --pensó Carlos--, pero mucho más a su dinero, jodida puta». Su hermana acababa de caerse del altar en el que la tenía y eso le dolía por dentro. Tanto o más que si se hubiera tratado de... ¡Joder, se había olvidado de Clara!

Si su novia no estaba en la cocina, ¿dónde puñetas estaba? ¿Acaso iba a irse con el cerdo de Ramón? Su tío acababa de comentar que se iría al menos dos semanas. Eso le aliviaba. Porque su estancia en la casona con Clara acabaría antes de ese plazo y eso significaba que podría relajarse al saberle lejos del alcance de su novia. Pero si ella se iba con el puñetero viejo, su vida se derrumbaría.

Imposible, se decía. Una huida semejante sería una barbaridad. Clara no se prestaría a ello. Se escurrió hacia atrás para apartarse de la barandilla y se tropezó con alguien a su espalda.

--Ay, Carlos, cuidado... me has pisado...

Clara se hallaba detrás de él con un vaso de agua a medias. Carlos suspiró como si acabasen de salvarle la vida.

--Perdona, cielo... --se excusó sujetándola del brazo para que no trastabillara y luego la abrazó--. ¿Pero dónde estabas, amor? He estado buscándote y no te encontraba. Pensé que te había pasado algo.

--Por dios, no... --susurró Clara con el mismo siseo que había utilizado él--. Es que no podía dormir y he pensado subir a la buhardilla.

Carlos elevó la vista y observó la claridad que provenía del santuario de su tío.

--¿La luz de arriba la has encendido tú?

--Sí, he pensado en leer un rato, ¿te importa?

--¿Quieres que te acompañe?

--Oh, no, no... --respondió Clara acelerada--. No hace falta. Además, se te ve adormilado. Acuéstate y duerme, cielo, yo vuelvo en un rato.

*

Tras convencer a su novio de que era mejor que se metiera en la cama, Clara subió a paso lento y silencioso hacia la planta superior. Entre sus manos llevaba el móvil que acababa de coger de su habitación mientras Carlos espiaba alguna conversación en la planta baja. No había visto quienes eran los que hablaban, pero debía de tratarse de una charla interesante porque su prometido parecía obnubilado al escucharla. Se prometió preguntarle por la mañana.

Empujó la puerta de la buhardilla y observó la escena que acababa de dejar minutos atrás. Apenas había habido variación en ella desde que se ausentara para coger el móvil y grabarla.

Poco antes, cuando subía desde la cocina hacia su habitación, había continuado la escalada hasta la buhardilla al observar claridad en ella. Imaginaba que tío Ramón se encontraría allí, enfrascado en alguna lectura o navegando por Internet. A pesar de no parecerlo, el patriarca era muy aficionado a las redes sociales y a chatear con desconocidas. Él mismo se lo había comentado en alguna ocasión mientras tonteaba con ella al borde de la piscina.

Necesitaba verle a solas para pedirle más tiempo. Ramón le había insistido en que no había tiempo, que era ahora o nunca. Que «o se bajaba las bragas y se dejaba follar --las palabras eran literales-- o la herencia de Carlos se evaporaría». Clara se comía las uñas dándole vueltas al asunto hora tras hora. A punto estaba de claudicar, pero necesitaba pensarlo unos días más. Tal vez para buscar una mejor ocasión y que Carlos no pudiera darse cuenta de lo que pasaba. Aquella casona era muy indiscreta y al final todo lo que ocurría en ella se terminaba por saber.

Y al empujar la puerta entornada de la buhardilla, el término «casona indiscreta» le pareció más que evidente. Porque quienes se hallaban allí a aquella hora de la madrugada no eran tío Ramón y sus chats. Se trataba de Rocío, esposa de Juan, y Berto, novio de Sofía.

«¡Joder! --había exclamado para sí--. ¿Qué coños hacen estos dos aquí tonteando a estas horas como adolescentes?».

La escena era exactamente eso: un coqueteo impúdico entre dos adultos, ambos con pareja. Las miradas libidinosas, aunque tímidas, los delataban. Pero mucho más la conversación subida de tono que se traían.

Lo que no sabía Clara era que la conversación había comenzado de la manera más ingenua. Habían empezado hablando de música. De ahí pasaron a cine, series, libros y temas de más o menos actualidad. Solo a medida que iban apurando vasos de alcohol, que Berto rellenaba generosamente, se fueron atreviendo a hablar de picardías. Y las picardías habían subido de nivel a un ritmo exponencial.

Los primos políticos se hallaban sentados en dos de los sillones del rincón al fondo de la buhardilla. La litera que había visto Clara en la primera visita al lugar no se hallaba desplegada. El hombre y la mujer no se encontraban uno al lado del otro, sino que se ubicaban frente a frente, ocupando cada cual uno de los brazos de la «L» del sillón. La claridad que la había atraído provenía de la lámpara en una mesita adyacente al brazo donde se acomodaba Rocío.

Clara se descalzó y entró a hurtadillas en la gran sala. La oscuridad del lado más cercano a la ventana y opuesto al rincón del sofá la protegía. Llegó hasta la mesa de escritorio de tío Ramón y se arrodilló tras ella. Disponía de una buena vista del escenario. Se imaginó en un teatro asistiendo a una obra picante y la piel se le erizó. Sacó el móvil del bolsillo del pijama y comenzó a grabar.

*

--Entonces de follar, ni hablamos... --dijo Berto. Hablaban a media voz, pero no en susurros.

Parecían no tener miedo de que alguien los sorprendiese. En cualquier caso la escena, de momento, aparte de las palabras, no podía ser de lo más púdica.

--Joder que perra te ha entrado con lo de follar --replicó ella con la sonrisa pintada en su rostro--. ¿Qué pasa? ¿Sofía no te tiene bien atendido?

--¿Por qué hablas de Sofía? Yo no la veo por aquí.

Rocío rió bajito.

--Además, tú y yo somos primos o algo así. Un polvo entre nosotros sería algún tipo de incesto, ¿no crees?

--Jajaja... Menuda novedad. Y me dices eso en una casa en la que todos follan con todas.

--¿Ah, sí? --replicó ella--. ¿Y tú con quien follas?

--De momento con nadie... --Berto no se arredró--. Pero si tú me dejaras te iba a comer viva.

--Vamos, venga, Bertito, que nos conocemos hace años... Eso tú se lo dices a todas.

Berto rió y Rocío se cruzó de piernas.

A Clara la frase de Rocío no le pareció muy exacta. «¿Eso se lo dices a todas?». Anda ya... El novio de Sofía era lo menos parecido a un seductor. Alto, sí, pero desgarbado. Tirando a feo, también, y con patentes síntomas de alopecia galopante. Lo único que destacaba en él era su sonrisa y sus ojos pícaros, cargados de deseo, pero que a Clara le parecían deseos incumplidos. Más ganas que otra cosa.

--Bueno, vale, pues no me dejes follarte, ¿pero ni siquiera una mamada?

--¿Una mamada? --rió Rocío--. Una mamada equivale a medio polvo, ¿no? Eso sigue siendo mucho, Bertito...

--Joder, Rocío, que dura te pones...

--¿Me pongo... o te la pongo?

El juego de palabras de la mujer estaba poniendo caliente no solo a Berto, sino también a Clara, quien se apretaba la vulva sobre el pijama sin dejar de grabar.

--También, también... Me la pones como una piedra, jodía... y lo sabes...

--Bueno --replicó ella--. ¿Y por qué tenemos que ser siempre las mujeres las que nos pongamos de rodillas? ¿Por qué no me lo comes tú a mí?

Y se echó a reír de nuevo.

--No me tientes, no me tientes...

--A ver... --provocó ella--. ¿Por qué no me enseñas el material...?

--¿Qué...? --se atragantó Berto. Parecía que la cosa, aunque poco a poco, avanzaba.

Se bajó el pantalón del chándal con el que se movía por la casa y su verga asomó orgullosa y mirando al techo. Lo bajó un poco más y los huevos quedaron al descubierto.

--Aquí está... ¿Qué te parece?

--No está nada mal... --rió la mujer.

--¿Cómo la ves? ¿A ti te parece pequeña?

--Uy, no, para nada, a mí me parece estupenda. Incluso grande...

--Pues Sofía se empeña en decir que le parece normalita, tirando a pequeña.

Rocío sonrió para sí. No le extrañaba que Sofía pensara eso de la polla de su novio. Acostumbrada a la polla de Ramón, gruesa y larga como la de un caballo, cualquier polla le parecería de juguete.

--Venga, es tu turno. Enséñame tu chochete...

--Vale... tachán, tachán...

Rocío se descruzó de piernas, se subió la falda y separó los muslos. Berto se quedó perplejo, pero desilusionado.

--Joder, eso es trampa --se quejó--. Con bragas no vale. Y además son bragas de abuela...

Rocío no respondió. Metió los pulgares bajo el elástico y de un tirón se deshizo de las bragas con un femenino arqueo de caderas.

--¿Y ahora? --picó al hombre--. ¿Te gusta más así?

--Joder, me encanta... --respondió Berto babeando--. Y lo tienes depilado, con lo que a mí me gustan los coñitos tipo Barbie.

Rocío rió y volvió a cerrar las piernas.

--Joder, no me dejes así... --protestó el hombre--. ¿Me dejas verlo más de cerca? Desde aquí son todo sombras.

Rocío levantó el dedo índice y le hizo un gesto con él para que se acercara. Berto no se hizo esperar. Dio un salto y se sentó junto a ella.

Rocío volvió a abrir las piernas. Berto volvió a babear.

--¿Puedo... tocarte...?

--Puedes... --respondió la mujer con mirada lobuna.

Berto posó su mano en la cara interior del muslo más cercano y empezó a acariciarlo, subiéndola hasta llegar a la ingle.

--Joder, chica, que muslos tan suaves... ¿Cómo los consigues?

--Trucos de mujer... --respondió ella con un guiño.

Un dedo de la mano sobre el muslo se alejó del resto y se posó tímido sobre la hendidura de Rocío. Berto esperaba algún tipo de interrupción por parte de su prima, pero un suspiro quedo de la mujer le convenció de que no sería así. El dedo se envalentonó y empezó a recorrer la hendidura en ambas direcciones. Cuando llegaba a la zona superior, removía el clítoris trazando círculos sobre él.

--Pero, Rocío, tú no te quedes quieta... --le dijo Berto--. Puedes tocar mi colita si quieres...

Ella le hizo caso y agarró la polla de Berto con suavidad. Tiró de la piel hacia abajo y acarició el glande con el dedo pulgar. Luego empezó a mover la mano y pajeó al hombre lentamente.

--Ay, hijo, despacio... --se quejó ella cuando el atrevimiento de Berto subió de nivel--. Todavía no, no ves que no estoy lubricada, si me metes el dedo me vas a hacer daño.

--Uy, perdona... --replicó el hombre y acercó su cara a la de ella--. ¿Puedo... puedo besarte...?

--Debes, Berto, debes...

El hombre sacó su lengua y lamió lentamente los labios de Rocío. Luego se los abrió y entró en su boca con mimo, sin querer ofender. Ella la abrió con un jadeo y le dejó entrar.

Morrearon durante un par de minutos. En ese momento, Berto se decidió a explorar de nuevo. El dedo índice entró en la vagina de la mujer y esta abrió más las piernas para recibirlo.

--Lo ves... --dijo ella--. Ahora está mojadito, ahora sí puedes meterlo. Mete otro si quieres y muévelos. Quiero sentirlos dentro.

Berto no se hizo esperar y la escena se convirtió en un sinfín de jadeos, gemidos y ronroneos.

Clara, desde su posición, no podía evitar que las braguitas se le empaparan. No obstante, se mantuvo fiel a sus intereses y priorizó la grabación a su deseo.

Tras unos instantes de magreo mutuo, el hombre se echó hacia atrás. De la forma más lenta que pudo, tomó a Rocío por el pelo e intentó bajarle la cabeza hacia su polla. La mujer supo lo que pretendía y se zafó de él.

--No, querido, de mamar nada...

--Pero, Rocío, ¿por qué no? Tú me la mamas un poquito y luego te como el chochete yo también. Y así los dos en la gloria.

--Que no, Berto, que te he dicho que no... Que a saber cuándo te la has lavado por última vez y a qué sabrá esa polla guarra. ¡Menudo asco!

--¿Lavarme? Pero si estoy hecho un pincel. Me he duchado antes de comer y luego he pasado toda la tarde en la piscina. La tengo brillante, cariño, te lo juro... Anda, chupa un poquito, aunque solo sea la puntita, mujer...

--Mira Berto, creo que te has pasado...

Rocío se separó de su primo y se puso en pie. El hombre la miraba desolado.

--Tengo que irme, es muy tarde --dijo ella.

Berto se levantó a su vez, desesperado por la huida de la mujer que le había puesto a más de cien.

--Por dios, no me dejes así... --le espetó tomándola de las manos.

--Lo siento, Berto, pero si no vuelvo pronto, Juan se puede mosquear.

--Espera, mira... --le rogó Berto--. Echamos un polvo rápido y luego te vas. Te prometo que no son más de cinco minutos.

Rocío pareció pensarlo.

--Perdona, pero no puede ser... --dijo antes de ponerse las bragas, ajustarse la falda y la blusa por donde le asomaban los erectos pezones, y de dirigirse hacia la puerta.

--Hasta mañana... --sentenció al salir.

Tras desaparecer Rocío, Berto se sentó en el sofá y se llevó las manos a la cara, no sin antes darle varios puñetazos a uno de los cojines. Luego, se bajó el elástico del pantalón y los bóxer y, sacando la verga dura como una piedra, empezó a pajearla.

*

Clara le miraba atónita desde su posición tras la mesa sin mover un músculo. Había dejado de grabar, pero no se atrevía a moverse. No sabría dónde meterse si Berto la descubría y se daba cuenta de que les había estado espiando. Sentía las piernas entumecidas por estar agachada, así que cambió de postura y permaneció inmóvil. Debía reconocer que la paja de Berto la estaba calentando aún más, pero salir del escondite y agarrar aquella polla no hubiera sido políticamente correcto.

No habían pasado ni tres minutos cuando la puerta de la buhardilla volvió a abrirse. Rocío se movió como un ciclón y se plantó ante Berto. Éste se levantó sin esconder su erección y abrazó a Rocío.

--Mi marido ronca como un bendito, tenemos tiempo para lo que quieras...

Sonreía excitada.

--¿Follamos? --preguntó él.

--Vale... --replicó ella--. Si quieres follarme, fóllame... pero...

--¿Pero... qué? --se estremeció Berto. Esperaba nuevos impedimentos.

--Necesitamos un condón, ¿tienes tú?

--¿Yo...? --elevó sus manos vacías--. No, yo no he traído... ¿Cómo iba a imaginar que acabaríamos follando esta noche?

--Pues vaya faena... --se lamentó Rocío mordisqueándose la uña de un pulgar--. Estoy en un descanso de la píldora, así que no sé...

--¿Tendrá tu tío? --se preguntó Berto pensando en voz alta--. Se supone que es aquí donde se folla a sus amantes, ¿no?

--Sí, es posible --respondió Rocío con ansiedad contenida--. Voy a mirar.

La mujer se dirigió hacia el escritorio. Clara, con el móvil de nuevo a pleno rendimiento, se escurrió bajo la abertura central de la mesa, muy profunda y cubierta por el extremo exterior.