La Chica de la Guardería (01)

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Carlos se enamora de la chica de la guardería de su sobrina.
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Parte 1 de la serie de 11 partes

Actualizado 04/05/2024
Creado 03/05/2024
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«A quien dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos», reza el refrán. Una sobrina, en mi caso, concretamente.

Mi hermana y mi cuñado se habían metido en bastantes líos a la vez: la casa, el bebé, el coche... Y, claro, su economía se había visto más que perjudicada. Imposible contratar a una nani que se hiciera cargo de su hija durante el horario de trabajo de la pareja.

El recurso habitual, los abuelos, vivían a quinientos kilómetros de los felices papás --los maternos y los paternos-- por lo que estos no eran la solución. Así que, no por casualidad, yo había adquirido el honorable título de «delegado de los abuelos para asuntos de apoyo paternal».

El hecho de que me hallara estudiando en la misma ciudad, mientras mis padres pagaban mi mantenimiento y mis estudios, habían logrado el milagro de hacerme aceptar mi destino de ejercer de tío-canguro cada vez que se me necesitaba.

«Carlos, la niña tiene fiebre, hay que llevarla al médico y nosotros estamos hasta arriba de trabajo. Carlos, la niña ha mordido a un bebé en la guardería, hay que ir a pedir perdón a los papás del pequeñajo. Carlos, el niño se ha hecho caca, hay que llevar pañales a la guardería y cambiarle. Y, de paso, compra por favor leche en polvo y apiretal, que andamos escasos.»

Debo reconocer que al principio esto era un fastidio, sobre todo porque algo así ocurría al menos dos veces por semana. Pero no podía negarme, ni de coña. Sobre todo teniendo en cuenta de que yo vivía en la habitación de invitados de su casa. Además, vivía a la sopa boba mientras me esforzaba en sacar las oposiciones a Técnico de Administración del Estado.

*

He dicho «en principio», y debo explicar esto. Quiero decir que no podía quejarme de la situación, ya que, sin estas obligaciones para con la niña, jamás habría conocido a Lara.

El pibón de Lara, para ser exactos.

Para que la conozcáis, debo deciros que esta mujer era una diosa que trabajaba en el departamento de administración de la guardería de mi sobrina. Pero dejadme que os la describa en detalle, antes de continuar hablando de ella.

Lara --una treintañera recién entrada en esa década según mis cálculos-- era un pibón de libro, como ya os he adelantado. Alta, de melena castaña con reflejos rubios de peluquería, de piernas largas y torneadas que solía mostrar bajo unas faldas tan cortas que apenas dejaban lugar a la imaginación, era el sueño erótico de cualquier veinteañero como yo. Por otro lado, su culo, apretado bajo unos pantalones vaqueros de infarto --aunque menos frecuentados que las faldas--, era una tentación para los sentidos. Y las tetas, ni grandes ni pequeñas, pero suficientes como para amamantar a un adulto eran fantasía recurrente de mis noches de insomnio.

Entre todo, sin embargo, lo que más sobresalía en ella eran sus ojos pícaros, de un azul tan intenso que parecían pintados a mano. Y su boca. Aquella boca carnosa, de labios rosados y de dientes pequeños e iguales, eran la guinda de un pastel de infarto.

Ufff, vale, vale, ya sé que me he puesto un poco moña. Os pido disculpas, pero es que pensar en ella me pone romántico.

Pero dejadme que os explique que todo este recorrido por el cuerpo divino de Lara me lo sé de memoria porque era con el que fantaseaba cada vez que me pajeaba pensando en ella, a una media de cinco pajas a la semana.

El resto de días no es que no me tocara la minga --por aquella época salía a paja diaria, como mínimo--, sino que los guardaba para fantasear con una compañera de academia a la que me follaba una vez al mes y que me hacía desearla el resto del tiempo hasta que me volvía a tocar el turno. La muy zorra repartía su tiempo con toda la promoción masculina de 2019 y nos teníamos que conformar con hacer cola para restregarle la polla por las tetas cuando ella decidía que te tocaba.

Las pajas pensando en Lara, sin embargo, eran mucho más placenteras que el mismísimo polvo mensual con Luisa, que así se llamaba el zorrón de la academia. Y lo eran porque nadie podía limitarme al imaginar las miles de diabluras que le haría a aquella diosa si tuviera la ocasión.

Debo admitir que sabía de sobra que Lara jugaba en una liga diez veces por encima de la mía. Y que no me la iba a poder follar ni poniendo velas negras al patrón de los desesperados.

Os aclararé que Lara era una mujer casada --felizmente, en apariencia-- y que tenía un niño de aproximadamente un año al que llevaba a la misma guardería donde trabajaba. Y ese detalle era sagrado para mí y la hacía aún más intocable.

O lo fue hasta que ella se dio cuenta de mi fijación por su persona y se le ocurrió dedicarse a calentarme la polla cada vez que aparecía por la guardería para cualquier asunto relativo a mi sobrina.

*

Desde que la había conocido, Lara vestía aquellas faldas de las que os he hablado. Pero a partir de que me viera mirándole las piernas por debajo de la mesa, las faldas se habían ido acortando, y la lencería --que me mostraba sin tapujos-- había empezado a volverse cada vez más atrevida y sensual.

¡Cómo me calentaba la muy guarra, siempre a propósito, mostrándome lo poco que llevaba por debajo! ¡Y cómo me pajeaba yo después de haberla visto tontear conmigo como una colegiala perversa!

Si todo había empezado como un juego inocente, pronto se convirtió en una especie de ritual de apareamiento que multiplicó el número de pajas diario por dos y hasta por tres. Y, claro, mis visitas a la guardería para cualquier tontería comenzaron a multiplicarse de igual manera.

Era aparecer por la puerta de la oficina donde trabajaba para que Lara, con gesto «ingenuo», se tirara de la falda hacia arriba y se cruzara de piernas para mostrarme su belleza de una forma tan despiadada que mi polla comenzaba a doler bajo los pantalones.

Sabía la muy zorra que la miraba alucinado, sin poder apartar mis ojos de la parte baja de su anatomía. Y, sabiéndose admirada, sonreía pícaramente de perfil y se colocaba el pelo detrás de la oreja al tiempo que se mordía la uña de un meñique y descruzaba y cruzaba las piernas. Este gesto lo repetía de forma regular y sin descanso, consiguiendo que mi sangre bullera por encima de los cien grados.

Como os he comentado, en cuanto salía de allí corría a casa a pajearme pensando en las bragas negras --o rojas, o beige-- que acababa de ver al final de unos muslos de infarto. Pero debo confesar que más de una vez era incapaz de llegar a casa y que me metía en algún bar a tocarme la minga con la excusa de tomar un café con churros.

De igual manera, solía jugar con la blusa, que perdía dos o más botones de forma misteriosa cuando por alguna razón vestía pantalones y su anatomía inferior se hallaba protegida de la vista. Esa pérdida, unida a la caída de un lápiz al suelo que la obligaba a agacharse a la «pobre» chica, solía ponerme a la vista unas tetas que estaban pidiendo ser mordidas sin compasión.

*

De esta manera, con una Lara provocadora y conmigo --un Carlos alucinado--, pasaban los días, las semanas, los meses. Yo con la polla destrozada y ella riéndose de mí, con toda seguridad, en cuanto traspasaba la puerta camino de la calle con los huevos cargados de leche y pidiendo ser aliviados con urgencia.

Cachondo perdido por culpa de aquella hembra, podría haber intentado alejarme de ella para detener mi tortura. Pero, muy al contrario, me dedicaba a inventar excusas para visitar la guardería cada vez más a menudo. No esperaba mucho más de aquellas visitas que la simple paja de después, pero al menos era algo.

Hasta que, el día que menos esperaba, las cosas cambiaron.

Continuará...

(Este relato será publicado completamente en LITEROTICA, a razón de un capítulo por semana. También podréis leerlo completo en Amazon los que no querías esperar. Feliz lectura!!!)

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