La Habitación Número 20

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Siendo mucama me ví implicada en un acto grupal extremo.
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Arrastré el carrito de limpieza hasta situarlo justo frente a la habitación número 20. Estaba ansiosa por terminar el rutinario aseo de las 25 habitaciones que me correspondía hacer en ese piso del hotel. "Aun me faltan cinco", pensé, "debo apurarme".

Media hora antes había visto salir a tres hombres de esta habitación 20, alguno de los cuales o tal vez dos, serían inquilinos, por lo que no consideré necesario llamar a la puerta. Con seguridad no habría nadie por lo que podría limpiarla rápidamente y continuar con las restantes. Seleccioné la llave 20 del manojo que llevaba conmigo y entré empujando la puerta mientras tiraba del carrito. Al girarme, quedé paralizada: de espaldas sobre la cama yacía una mujer completamente desnuda y atada en cruz de muñecas y tobillos con gruesas cuerdas. Parecía dormida, aunque no podría asegurarlo. Los grandes senos de la chica, cubiertos de enormes areolas, colgaban a ambos lados del pecho y carecía de vello alguno en su pubis. Gruesos y rojos verdugones surcaban sus pechos y muslos lo que evidenciaba que había sido duramente castigada con un látigo o algún objeto semejante. Saltaba a la vista que alguien se había dado un gran festín durante toda la noche con esta chica inmovilizada de esa forma.

Sin saber qué hacer, inicié la retirada pero de improviso me pasó por la mente la idea de que la mujer podría estar muerta, como solía ocurrir en las películas americanas. Llenándome de valor me acerqué lentamente a la cama. La chica efectivamente se encontraba fuertemente atada a cada una de las cuatro esquinas. Me pude fijar en las enormes areolas que tenia esta mujer en sus tetas, areolas monstruosas, tan extensas que le cubrían prácticamente la totalidad de los pechos.

"Señorita, señorita, ¿esta UD bien?" pregunté, tocándole nerviosamente en uno de los brazos atados.

La mujer amarrada abrió de repente los ojos y sorprendida al verme exclamó: "¿Que hace UD aquí?", mientras se contorneaba trabajosamente todo lo que le permitían sus ataduras, que no era mucho.

"Soy la mucama, perdone, pensé..."

"No pasa nada, ¡salga de aquí inmediatamente!, ¡váyase!" ordenó enérgicamente.

"Perdone, perdone" balbucee y tomando precipitadamente mi carrito salí de la habitación, no sin antes echar un ultimo vistazo al formidable cuerpo de la mujer que yacía indefensa sobre la cama.

Pero al salir, me encontré con los hombres que regresaban "¿La has visto?", preguntó uno de ellos, quizás el inquilino. "Sí, señor", respondí con cara de culpabilidad, no sé por qué, "pero no es asunto mío señor". "Pero tal vez pueda serlo, pasa", respondió el hombre, "¿quieres ver lo que le hacemos ahora?", preguntó, invitándome mientras entraba en el cuarto y dejaba la puerta abierta.

Yo quedé por unos minutos en el umbral y entonces recordé que, en mi estampida, me había dejado dentro la escoba, de forma que me decidí a entrar nuevamente en la habitación.

"¡Cierra la puerta!" apenas le escuché decir al hombre que me había hablado antes, pues la escena que se estaba desarrollando allí dentro no me permitía atender a nada más. El hombre le había introducido el mango de mi propia escoba en la vagina de la mujer amarrada, mientras la sostenía por el cepillo y la masturbaba desde esa distancia de más de un metro. Los otros dos hombres se pajeaban junto a la cama. La visión de la brutal masturbación de la chica resultaba muy fuerte y no pude evitar intervenir: "¡Le vas a perforar el útero!", grité. "Entonces, mastúrbala tú", dijo el hombre y me cedió la escoba. Y así fue como me vi de repente metiéndole y sacándole el mango de la escoba de la vagina a la chica en cueros que no hacía más que gemir y llorar, con todo su cuerpo desnudo cubierto de sudor y retorciéndose todo lo que le permitían sus ataduras. El hombre se había colocado entre los muslos de la chica y controlaba el palo, evitando que se introdujese demasiado en el interior de la mujer y la rompiese por dentro. Los otros dos, con sus penes en las manos, uno de ellos bastante chico por cierto, continuaban pajeándose mirando la barbaridad que le estábamos haciendo a la mujer.

La escena era dantesca y duró hasta que la chica masturbada tan cruelmente propinó un grito prolongado y se vació totalmente en la cama, orinándose como una perra en un parque. Nunca sabré si tuvo algún orgasmo o fue solo orina aquello que brotó de su vagina como un pozo de petróleo recién abierto. En ese instante, sin previo aviso, el hombre del pene corto se abalanzó entre los muslos de la chica meada y comenzó a chuparle y morderle frenéticamente la mojada vulva rebosante de líquidos. Hasta el inquilino quedó sorprendido por la violencia de la los mordiscos y succiones que su amigo le estaba practicando a la chica en cueros, que daba descomunales gritos de dolor "¡No, no, que me duele, sácamelo de aquí!". Literalmente el tipo le estaba comiendo el coño a la chica. El inquilino, ante tal salvajismo, se vio obligado a intervenir y retirar al otro de entre las piernas de la chica, cuya vulva había quedado sangrante. El violento mamador, enjugándose la sangre de los labios con el reverso del brazo, pidió disculpas: "Perdonen pero esta chica está buenísima, me enloquece ese microcoño que tiene" dijo y se retiró a una esquina de la habitación. Efectivamente, la joven, en contraste con el impresionante cuerpo que tenía, presentaba una vulva increíblemente pequeña, cuyo orificio no superaba el de una nuez. Era algo verdaderamente sorprendente.

Yo me apresuré a tomar mis utensilios de limpieza y abandoné esa habitación número 20. Bajé a la gerencia del hotel y pedí mi cuenta de despido. Nadie podía entender por qué yo hacía semejante cosa.

Una vez que ya había dejado de ser una empleada, subí de nuevo al segundo piso y llamé a la puerta del número 20. No podía dejar sola a aquella mujer entre esos salvajes.

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