La Lujuria de Etelvina

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Un amorío ilícito en la Cartagena colonial.
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-- ¡Justiniano! ¡Justiniano, querido mío ¿dónde estás?! -- con insistencia Etelvina buscaba a su amado esposo por todos los pasillos de la casa. Un mensajero traía una inesperada invitación que venía de un lejano pariente, pero íntimo amigo: don Anastasio Cejudo y Núñez de Aldana. La misiva indicaba expresamente que por órdenes del virrey Pedro Mendinueta, don Anastasio debía tomar el cargo de gobernador de Cartagena y en agradecimiento por su servicio en el cuerpo de milicia de Valledupar, don Justiniano Pérez de Guzmán y Gonzaga y su esposa Etelvina Toranzo y Guriezo de Aldana estaban cordialmente invitados a la fiesta de posesión a celebrar dentro de los próximos días. Las galas nocturnas no eran de mucho agrado para Etelvina, en especial si estaban colmadas de gente y alcohol; la muchedumbre causa una especie de extraña claustrofobia que le provoca desmayos. Así que era natural que Etelvina no estuviese tan emocionada por la gala de posesión del nuevo gobernador, aun cuando compartiera cierto parentesco con este.

Etelvina recorrió todos los pasillos de la casa buscando en vano a su esposo Justiniano, para hacerle saber de las buenas nuevas. Si bien, ella no hallaba interés en aquella velada, seguramente lo haría Justiniano, compañero en armas de don Anastasio. Así que buscó y buscó hasta perderse en su propia residencia y encontrarse en un raro corredor que jamás había visitado. Caminó con suspicacia tras escuchar un extraño cántico en una lengua bizarra saliendo detrás de las paredes de los pasillos. Recordando aquel rumor que su vecina doña Dolores había comentado hacia un par de días, Etelvina aferró el crucifijo que colgaba de su cuello: aquella mañana de domingo mientras se dirigían en coche a la catedral de Santa Catalina de Alejandría, doña Dolores explicaba que la noche anterior observó desde el patio de su casa una horrible figura de piel oscura, ojos rojos brillantes y pelo largo y negro como el azabache, danzando sobre el techo de la casa de al lado, justamente la casa de doña Etelvina y don Justiniano.

-- ¡Era el mismísimo Diablo! -- con voz grave y ominosa insistió la mujer septuagenaria al ver tan horripilante figura. Etelvina aferró el crucifijo en su pecho tras escuchar esa terrible historia de terror. De tan sólo pensar que el Diablo rondaba y bailaba sobre el techo de su casa en las noches, sentía un horrible pavor.

-- ¡No, era el Mohán! ¡Yo lo vi era el Mohán! -- corrigió un criado indio, nativo de la Sierra.

-- ¡Silencio, muchacho! No sabes de lo que hablas -- molesta doña Dolores lo reprendió -- ¡Ese era el Diablo!

-- ¡El Mohán! ¡Ese era el Mohán! -- susurraba el criado indio de la Sierra al hombro.

El Diablo, el Mohán o fuese lo que fuese aquella ominosa figura, Etelvina se hallaba sumamente aterrada. Resolvió seguir los consejos de doña Dolores y encomendarse todas las noches a San José, santo guardián de las familias y las viviendas, pero al parecer sus oraciones nocturnas no habían surtido efecto: algún espíritu maligno había invadido su casa lanzando cánticos extraños que le causaban escalofríos. Frente a ella había una puerta entreabierta que crujía ante la ligera brisa vespertina. Aferrando fuertemente el crucifijo que colgaba en su pecho, Etelvina musitó entre cuchicheos el Padre Nuestro, dispuesta a enfrentar lo que hubiese detrás de aquel muro. Toda su anatomía temblaba sin parar al tiempo que lentamente ella se asomaba por la crepitante puerta de madera. Retrocedió aterrorizada tras ver una oscura silueta detrás de la puerta, pero volvió a echar un breve vistazo para ver qué era esa figura negra que había visto allí adentro: aliviada, Etelvina suspiró al ver que sólo era Gaspar, el criado, tomándose un baño vespertino y cantando en alguna especie de lengua africana. Con disgusto Etelvina apartó la mirada rápidamente tras vislumbrar brevemente el cuerpo desnudo de su sirviente, quejándose consigo misma por haberse dejado llevar por sus superstición y terminar en tan indignante situación.

Por un instante Etelvina se sintió profundamente invadida por una repentina curiosidad y guardando cierta reserva, ella miró de nuevo por la puerta entreabierta: esta vez no apartó la mirada, sus ojos quedaron fijamente prendados sobre el cuerpo de Gaspar: su hercúleo físico rivalizaba con las bustos de los dioses griegos, su lustrosa piel brillaba como fina obsidiana bajo la luz cerulea del atardecer. De asombro, Etelvina suspiro ruborizada al ver la virilidad de Gaspar, en todo su despliegue: sus dimensiones rivalizaban con la de los alazanes cocheros de La Amurallada. Estupefacta, Etelvina rápidamente desvió la mirada una vez más, sintiendo indignación por acoger en su mente tan impuros y licenciosos pensamientos hacia un simple sirviente.

-- ¡Etelvina! ¡Etelvina! -- Etelvina saltó de un repentino susto al escuchar la voz de su esposo don Justiniano llamándola desde la sala de la casa. Con prisa ella corrió para recibir a su marido.

-- ¡Justiniano! ¡Querido mío! Te estaba llamando, pero no me contestabas -- jadeando llegó Etelvina a la sala, donde su esposo se hallaba. Este la miró extrañada ante el repentino bochorno que cubría su cara.

-- ¡¿Qué te ha ocurrido, mujer? ¿Por qué te ves tan cansada y abochornada?!

-- ¡Ay, querido! Es que te he estado buscando hasta los recónditos rincones de esta casa y no te he hallado -- con la voz entrecortada y jadeante Etelvina se excusó de su estado, culposa de pronunciar verdades a medias hacia su amado esposo.

-- Mis disculpas, querida. Estaba al lado conversando con don Santiago, sobre la noticia de Anastasio y su posesión como gobernador -- don Justiniano se disculpó explicando su ausencia repentina de la casa.

-- ¡Ah, ¿sí?! Entonces ya estás al tanto. ¿verdad? ¿Qué te parece?

-- Me parece muy bien que el virrey lo haya tenido en cuenta dado su buen servicio a la corona -- don Justiniano se hallaba sereno ante las buenas nuevas que bendecía a don Anastasio y se mostró prestó a atender la gala de posesión a celebrar dentro de los próximos tres

-- Así es, es una gran..., recompensa. -- Etelvina mencionó brevemente con voz algo entrecortada. A su mente había llegado la imagen de la descomunal virilidad de Gaspar y se había ruborizado con una pícara sonrisa.

-- Y una gran responsabilidad -- agregó don Justiniano, conociendo bien el perfil del cargo que va a asumir su compañero en armas. -- Me alegra mucho que estes muy feliz por Anastasio, al final es tu primo. -- ajeno a los pensamientos libidinosos que tenía su mujer, Justinano comentó.

-- ¡Buenas tardes, don Justiniano! -- Recién aseado, Gaspar saludó a su señor, saliendo repentinamente del pasillo hacia el patio trasero. Sin disimulo ni reparos de que su esposa estuviese frente a ella Etelvina fijó fuertemente la mirada en la entrepierna del joven criado.

-- ¡Etelvina! ¡Etelvina! -- con insistencia la llamó don Justiniano, ignorante de lo que los ojos de su esposa miraban con tanto deseo -- ¡Mujer, ¿pero a qué mundo te marchaste que me dejaste hablando sólo?!

-- ¡Discúlpame, querido por no prestar atención! -- con la voz entrecortada ella se excusó por ignorar a su marido. Agobiada de culpa, la mujer se persignó, buscando alejar aquellos malos pensamientos que la asaltaban.

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