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Mi nombre es Néstor y soy contador público por cuenta propia. Uno de mis clientes más recientes es una pequeña firma independiente de ventas, la cual suele subcontratar ciertos servicios profesionales como el mío por períodos de tiempo bastante cortos. Ni siquiera se me cita todos los días allí. Me contrataban para tomar los informes de sus vendedores y producir estados financieros para hacer los pedidos a los suplidores y para propósitos fiscales.

Una de las vendedoras se llama Helena, y es muy atractiva, con ojos claros, cabello negro hasta los hombros y una figura bien proporcionada. Al principio, ella era la vendedora estrella, pero un día, se topó con algún cliente difícil y perdió los estribos. Tuvieron que reasignar su cuenta a otro, quien tuvo que ofrecer un descuento sustancial para lograr la venta.

A los pocos días posteriores al incidente, todos fuimos citados a una reunión en la que se haría un anuncio importante. Ninguno tenía la menor idea del tema que se trataría, pero antes de entrar al salón de conferencias, se llegó a murmurar que Helena sería despedida debido a su exabrupto.

Cuando todos nos sentamos ante el jefe, él anunció:

- Señoras y señores, la dedicación de todos los presentes es incuestionable, pero lamentablemente, ésta no se refleja en nuestros números.

Todos nos sentimos incómodos, especialmente Helena, quien ya se consideraba desempleada. Ella trataba de disimular, pero las miradas furtivas de sus colegas la hacían flaquear.

El jefe prosiguió:

- Me complace informarles que nombraré a Helena asistente administrativa, y todos los vendedores tendrán que presentarles sus informes a ella. Néstor, tú trabajarás con ella para desenmarañar los garabatos que mi equipo de ventas hace pasar por informes. Luego adiestrarán al personal para trabajar más organizadamente.

Todos nos sorprendimos, en especial la misma Helena. ¡La han ascendido!

En los días sucesivos, ella y yo trabajábamos en armonía, pero era obvio que a ella le habría agradado más seguir en la calle y en contacto con sus clientes, pero el jefe ya no le tenía confianza en situaciones de presión. Pero su decisión en cuanto a ella fue acertada. Ella es muy cumplidora y organizada, de hecho, era la que mejores informes de ventas redactaba en sus buenos tiempos, por eso fue elegida para tal puesto de responsabilidad. Pero en realidad, no era un verdadero ascenso. Ella ahora devenga un sueldo muy por debajo de lo que ganaba en comisiones, y estaba prácticamente confinada a la oficina, casi como una secretaria.

Los demás empleados cumplieron con la directriz de reportarse ante nosotros, al principio, sin levantar objeciones, pero las desavenencias surgieron después. Yo les tenía que cuestionar muchas de sus anotaciones porque no seguían un método claro de cotización ni facturación, y nos tardábamos mucho transcribiendo sus números, tan irregulares, a las tablas establecidas para la contabilidad. Ella llegaba a regañarlos por su desorden y ellos se resintieron bastante.

Cuando pausábamos para almorzar, ir al sanitario o tomar algún respiro, comenzaron los chismes que yo ya no pude ignorar:

- ¿Supiste lo que le pasó a Helena?

- ¡No! ¡Cuéntame!

- ¿Te acuerdas de su pareja? Creo que se llamaba Noel...

- ¿Aquel apuesto ejecutivo con quien ella siempre salía?

- Hace tiempo que ya no se les ve juntos...

- El sigue frecuentando los mismos lugares, pero se le ha visto muy bien acompañado...

- ¿Mejor que con Helena?

- ¡Pues sí, con chicas hasta más sexys que ella...!

Nos tomó más de cuatro meses a Helena y a mí desarrollar un procedimiento uniforme para los informes de ventas, tras aprender cómo estos vendedores escribían sus jeroglíficos, hasta lograr que llenaran formularios más decentemente. Dio la casualidad que el día de cierre para dichos informes fue un viernes, los cuales terminamos poco después del anochecer. Quince minutos después de que el último vendedor se marchó, le dábamos los toques finales a las hojas de cálculo, y nos tomó cinco minutos más el imprimirlas y copiarlas en los CDs para el archivo. Yo me sentía cansado, ya que mi insumo solía ser mayor, pero al apagar y dejar organizado el escritorio, vi a Helena contemplando inmóvil la pantalla de la computadora, ya apagada. Nada le comenté, sino que seguí llevando materiales a los gabinetes, y luego, la vi mirando por una ventana, luchando por contener un suspiro, que yo le atribuí a la fatiga. Después de todo, no ha sido tarea fácil para ella adaptarse a nuevas formas de hacer su trabajo. Le pregunté:

- ¿Ya estás lista para irte a tu casa?

- Sí, ya mismo...

Pero no se alejaba de la ventana. No me atreví a decirle más, pero no podía marcharme dejándola allí parada. Distraídamente, ella rebuscó su cartera, y de pronto, sacó una cajita de cartón y me la dio. Era de condones. Me dijo:

- ¿Serías tan amable de conseguirme más de éstos? Me da vergüenza tener que comprárselos a mi novio...

Sentí desilusión, al darme cuenta que los comentarios eran falsos, aunque algo en su lenguaje corporal no concordaba con lo que decía acerca de tener novio. Aún así, le hice el favor. Me tomó sólo cinco minutos, ya que hay una farmacia en la planta baja del edificio, y para un varón, es más motivo de orgullo el comprar condones. Al regresar a la oficina, ella no aparecía y me sentí muy estúpido, ya que creí que ella ya se había marchado al encuentro de su amante. La llamé:

- ¡Helena, traje lo que me pediste!

La busqué por los cubículos, y mi bochorno iba en aumento. Cuando ya me iba, oí el sonido de agua fluyendo en uno de los baños, y la vi salir. Su rostro ya no tenía aquel maquillaje tan encantador, al contrario, estaba enrojecido. Me di cuenta entonces que estuvo llorando en el baño, y el mandado fue la excusa perfecta para que la dejara sola. Entonces llegué a la conclusión de que el motivo para su llanto fue el encontrar esa cajita de condones vacía, como símbolo de su fracaso amoroso.

Cuando la tuve frente a frente, su cara cambió de expresión a cada segundo, desde sentido de culpa, pasando por vergüenza, hasta llegar a una palidez inexplicable. Le di los condones, diciéndole exasperadamente:

- Toma, yo ya me iba...

Entonces, forzó una sonrisa y se fue acercando, mientras me decía en tono seductor:

- No te vayas, la noche apenas empieza...

Sacó un sobrecito de la caja, lo ondeó ante mi rostro atónito, y me tomó por el brazo, hasta inclinarme para besarme. Recorrió mis labios con los suyos durante un minuto, hasta hallar el ángulo exacto para penetrar mi boca con su lengua, e hizo pasar la mía a su boca. La súbita sensación de placer me obligó a cerrar los ojos y dejarme llevar. Cualquier duda acerca de que ella tuviese otro enamorado salió por la ventana en ese momento. Se desabotonó la blusa y me invitó a chuparle las tetas, de copa mediana, perfectas para su figura. No llevaba sostén, así que supuse que se quitó la ropa interior mientras esperaba a que yo regresara. Ahora, tomé yo la iniciativa, amasándoselas con mis manos mientras las lamí y succioné con lujuria. Ahora le tocó a ella cerrar los ojos y sobrecogerse de placer, hasta que se dio cuenta de que no era suficiente para llegar al orgasmo.

Entonces, me hizo acostarme en el piso, y me desabrochó la camisa y los pantalones, y también, me bajó los calzoncillos para ponerme el condón. El contacto de sus manos con mi pene tan sensible me preocupó, temiendo eyacular de inmediato. Tan pronto ella terminó, se movió hasta quedar sentada directamente sobre mis caderas, y poco a poco, se fue metiendo ella misma mi miembro en su vagina hambrienta. Otro escalofrío recorrió ambos cuerpos mientras ella subía y bajaba, buscando el placer mutuo. Al principio, ella se movía lentamente, hasta que sus músculos vaginales se empezaron a contraer involuntariamente, al aproximarse a su clímax. Entonces, aceleró sus movimientos, hasta que comenzó a convulsar. Yo no pude aguantar más y eyaculé tanto que creí que la dispararía a través del techo con todo y condón. Tras una última sacudida, ella se derrumbó sobre mi pecho, exhausta. Trató de abrazarme una vez más, pero no le alcanzaban las fuerzas. La dejé reposar sobre mí por cinco o diez minutos, pero finalmente, le tuve que decir:

- Despierta, ya es tarde...

Ella murmuró:

- ¡Un-jú...!

Mientras yo la volteé para desencajarla de mi pene, ya flácido. Me fui quitando el condón con cautela, porque se enredó en mi vello púbico, y con él en una mano y mis pantalones en la otra, caminé a tientas por el pasillo oscuro entre la oficina y el baño, para asearme. Cuando por fin me saqué la sensación pegajosa y me arreglé la ropa, ella entró al mismo baño, y se apoyó sobre mi espalda cariñosamente. Me dijo:

- Pasa la noche conmigo...

Sin pensarlo dos veces, giré para tenerla de frente y asentí con una sonrisa. Ella me abrazó alegremente, pero ya sin la pasión con la que lo hizo anteriormente. Luego la dejé lavarse para poderla contemplar mejor, y ya refrescados, terminamos de recoger sus cosas y nos dirigimos a su apartamento. Una vez allí, tomamos un verdadero baño y un último bocadillo, pero al acostarnos desnudos, no nos quedaba ánimo para otra penetración, así que nos conformamos con darnos caricias y besos, y nos quedamos en la posición de las cucharas, pero con ella detrás de mí. Antes de quedarnos dormidos, murmuró algo acerca de cuán buen amigo soy para ella...

Es obvio que nos queda un largo camino que recorrer.

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