Pasando Las Leyes

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- Niña, esto fue lo mejor que pudimos conseguir. Es en el mejor interés del cliente. ¿Cuánto resistiría esa familia sin un ingreso fijo! Este caso es por contingencia y tenemos otros muchos qué atender...

Tomamos toda la tarde para convencer al cliente de aceptar la oferta, ya que al bufete le iba a tocar la tercera parte de la compensación, un cuarto de millón, y antes del atardecer, el cliente aceptó la cantidad estipulada. Ya no estuve segura de admirar tanto a Carlos, pero aún lo amaba mucho, en especial, su mayor atributo. Al salir de la oficina, le comenté:

- Ven, descansemos (queriendo decir: tengamos sexo otra vez).

- Perdona, otra vez será. Es que yo tampoco me siento bien conmigo mismo y quisiera estar solo.

Entendí que yo también necesitaba tiempo para digerir mi rudo encuentro con la vida real y le dejé ir. Pero poco a poco, nuestros encuentros eran más esporádicos, ya que la fascinación mutua por nuestros cuerpos casi perfectos se había desvanecido...

Pasaron pocas semanas de esta componenda, y al reunirnos a discutir nuestros casos, Carlos nos anunció:

- ¡He recibido una mejor oferta de empleo y me voy...!

Yo inquirí preocupada:

- ¿Pero, a dónde?

Cuando me informaron que se trataba del bufete grande que representaba a la corporación aquella, me horroricé, especialmente porque noté que el jefe, aunque molesto, no estaba sorprendido en lo absoluto. Explicó, haciendo mucho esfuerzo para controlar su tono de voz:

- Sandrita, ésta fue la única manera en que podíamos salvar a nuestro cliente; nos doblamos para que no nos quebraran. Además, ellos reconocieron el gran talento y la integridad que tiene Carlos.

Yo murmuré gruñonamente:

- ¿Integridad? Talento lo tiene para venderse como...

Carlos me miró avergonzado y el jefe me hizo reaccionar, diciendo:

- ¡Alexa!

Prefiero ser llamada Sandra y no Alejandra, y menos Alex ni Alexa, porque eso me suena masculino. El prosiguió:

- Por favor...

Les empecé a sermonear:

- ¡Ramón, mi padre nunca se habría rendido así...!

Sería la primera vez que llamé a mi mecenas por su primer nombre, al que consideraba un tío mientras mis padres vivían, porque siempre fue atento conmigo cuando yo era niña y adolescente, y ahora casi me adopta como hija.

- ¡Tu padre ya no está entre nosotros, hija! Enfrenta la realidad. Mira, no lo he querido mencionar antes, porque ha sido mucho lo que has tenido que sufrir, pero si has luchado admirablemente contra todo lo que te pasó anteriormente, ahora es tiempo de dejarse llevar un poco. Además, tu padre sí lo supo hacer sin traicionar sus principios.

Quise ripostar, tal vez, hasta abofetearlos por deshonrar la memoria de mi padre, pero yo sí estoy consciente de que no fue un hombre perfecto. Ahora él me pasaba la antorcha en el proverbial relevo generacional, y me resigné. Después, me enteré de que mi ex-novio se había comprometido con la hija de uno de los grandes de ese bufete, y sentí que moría de celos y envidia. Tuve que recapacitar aprisa, sabiendo que Carlos se encargó de que nuestra relación terminara antes de dejar nuestro bufete. En silencio, me obligué a desearles que sean felices...
Exhibit C:

La vacante de Carlos perturbó un poco el orden de nuestro pequeño bufete, así que hubo que apretar el paso para resolver los casos grandes, y así pasar a trabajo más bien de papeleo, aunque los aplazamientos en los tribunales no nos ayudaron mucho. Yo contaba con que iba a ocupar la oficina que él dejó, pero me sorprendió que Ramón se la dio a Sheila, ¡la secretaria! Por eso me pareció tan extrañamente familiar. Ramón anunció que la ascendió porque su verdadera profesión es abogada, feminista y experta en causas perdidas, como la que nos tocó llevar y la que motivó a Carlos a abandonarnos en busca de prados más verdes. Y es que ella fue desaforada temporeramente por llevar un caso que exasperó a alguien muy importante, y mi jefe se la trajo para que no se quedara desempleada ni tuviera que afrontar las burlas de los demás colegas. Uno de nosotros le comentó a ella irónicamente:

- Menos mal que tú no ejercías durante aquel caso tan terrible, tal vez te hubieran desaforado para siempre.

Al principio, ella puso cara de incomodidad, pero luego lo tomó con buen humor. Me imagino que a ella no la habrían podido subyugar como me lo hicieron a mí. No sentí el menosprecio que otros tendrían hacia un subalterno al que ascienden sorpresivamente, sino la admiración hacia una mujer valiente, un modelo para ayudarme a forjar mi carácter.

La falta de una secretaria no nos afectó tanto, porque los abogados escribimos mucho con nuestras propias manos, ya sea a libretas o a computadora. Pero al ser yo la de menor experiencia, tendieron a tratarme como a una, aunque sutilmente, como pidiendo mi ayuda para redactar cartas de negocios.

Precisamente, yo le tomaba un dictado a mi jefe, mientras él se paseaba por su oficina privada para inspirarse mientras yo tecleaba su carta en su computadora. Pasó cerca de mí, como cotejando que quedara bien escrita, sin errores y con el significado que él quería darle. Por el reflejo de la pantalla, me di cuenta de que trataba de espiar mis pechos firmes, y le dije, en tono de broma:

- Jefecito, ¿cuándo me harás el hostigamiento sexual?

El se quedó mudo y hasta se petrificó, pero al poco tiempo, pasó una mano sobre mi hombro. Yo lo miré disimuladamente y su rostro estaba entre pálido y enrojecido, y su mirada era de hipnotizado. Retiró su mano bruscamente, pero sin que yo lo sintiera y me murmuró una disculpa. Yo suspiré, haciéndole saber que estaba bien y que yo aceptaba su caricia. Su cuerpo suprimía un temblor, por causa de la tentación con la cual él luchaba. Pero yo me incorporé, y abrazándolo seductoramente, le dije:

- Papito, está bien. En confianza...

Quiso decir tantas cosas, pero yo le pregunté provocadoramente:

- ¿Desde cuándo no tienes a una mujer así de cerca?

- Tan bonita como tú, nunca.

O mentía para no ofenderme, o tal vez, las mujeres que pasaron anteriormente por su vida eran feas. Yo me acerqué más, como aguijoneándole con una de mis mamas y yo buscando el calor que salía de su entrepiernas, su proyectil termodirigido. Murmuró temblorosamente:

- No deberíamos...

Apagué la computadora desde lejos con el ratón y le sentencié:

- ¡Tonterías: debemos y vamos a hacerlo!

Despachamos temprano al personal y él cerró la oficina apresuradamente, mientras yo me abalanzaba sobre su espalda para besar su nuca, como si yo fuese el varón y él la muchacha a quien yo me disponía a violar. Luego lo monté en mi deportivo y viajamos a mi apartamento. Allí lo tomé del brazo y lo lancé al lecho, y lo desnudé a toda prisa. Mi ropa desapareció casi por arte de magia, mientras lo besaba para que su erección apareciera pronto y yo se la pudiera forrar. Me senté sobre sus caderas, me alineé contra su pene y me empalé yo misma. Yo no pude hacer esto con Carlos, ya que su pene y mi vagina podrían quedar seriamente lastimados, pero un pene algo menor, como de seis u ocho pulgadas, o entre 15 o 20 cms., se siente divino en la posición superior para la mujer. Mis globos rebotaban ante sus ojos, compeliéndole a agarrarlos y chupar mis pezones, eso exacerbó mi placer. Mis orgasmos fueron múltiples en corto tiempo, y al contraer mi pared vaginal, el placer mutuo fue explosivo. El potente chorro que inundó su condón habría sido capaz de dispararme a través del techo y yo habría muerto felizmente, porque parece que mi jefe no había tenido mujer desde hace mucho, solamente había tenido tiempo para su trabajo.

Comencé a descender de la nube en la cual flotaba para yacer al lado de mi nuevo amor, alguien a quien sentía como un amor imposible en mi niñez. Lo acaricié y besé tiernamente, y él me reciprocaba, como lo hacía antes, pero presa del remordimiento, se quiso levantar para vestirse e irse, y yo lo retuve junto a mí, tranquilizándolo con las siguientes palabras:

- No te preocupes, mi gran Ramón, porque yo siempre te quise. No tenemos de qué arrepentirnos.

El suspiró maravillado:

- ¡De niña, jamás me hubiese imaginado que te tendría así, como toda una mujer! ¡Hasta los tienes grandes!

- Ahora son tuyos, soy toda tuya. No es mera gratitud, ¡es que te amo!

- ¡Y yo, a ti!

Me dio un gran beso de novelas, con más labios que lengua, y se quedó dormido. Si viniese de cualquier otro muchacho, eso me habría molestado, pero a él lo contemplé con ternura, le di algunas caricias y me dormí también, a su lado.

Con Ramón, yo pude compartir actividades culturales, como ir a museos o funciones de teatro y óperas. Un día, él se tomó el atrevimiento de alojarse en mi propia casa por algún tiempo, y hasta guardó algunas de sus pertenencias en un cobertizo de mi mansión, para hacer remodelar la suya, que es vieja y él no tuvo tiempo antes de hacerle mejoras; y yo, encantada de tener su pene para mí, viejito pero bueno, y además, de poder conversar acerca de temas filosóficos apasionantes o intercambiar anécdotas de la familia. Habríamos logrado aminorar el trajín en el bufete, si no hubiese sido por Sheila, quien quiso montarse nuevamente en su corcel de defensora quijotesca, y yo me visualicé como su Sancho Panza. Fue bueno durante algún tiempo, ya que nos dio prestigio ante la comunidad y yo aprendí mucho de ella. Así me di cuenta que los mejores argumentos que se esgrimieron en aquel sonado caso los escribió ella en secreto, para que los demás los pronunciáramos ante el juzgado como nuestros, y entonces reconocí en ella la misma fortaleza callada que mostró mi propia madre al enfrentar su final. Pero no era como para enamorarme de ella porque no soy lesbiana, aunque ella sí lo es. Además, yo ya tenía compañero.

Pero una noche, por más que nos acariciábamos y besábamos, él no lograba una erección. Me viré y le mamé el pene, pero nada. Aún así, chupar un pene flácido es agradable. Casi le arrancaba una eyaculación, pero pronto me cansé de tratar, y él se acomodó ante mi vulva y me dio el alivio que yo ansiaba. No le recriminé, sino que lo abracé y lo consolé un poco, susurrándole al oído:

- No te preocupes, mi Ramoncito. Yo te sigo amando.

Le besé la mejilla sonoramente y nos lavamos para dormir, porque mañana sería día de trabajo, así que atribuí su disfunción eréctil a la presión a la que nos sometía la rutina diaria.

Luego hubo días en que el jefe se ausentó, o llegaba tarde al trabajo, pero no faltaba al llegar a la casa. Pero su impotencia no mejoró, aunque sí logró orgasmos orales, pero escasos y sus besos a mis tetas, mi vagina y hasta a mi ano me mantuvieron a mí satisfecha. Un día, le sugerí:

- ¿Por qué no tratamos con la Viagra?

- Porque no puedo.

- ¿Pero por qué? ¿Has consultado a un médico?

- Tengo una condición cardíaca, para la cual ya tomo medicamentos. Tanto la Viagra como el Cialis, o cualquier otra cosa, me provocarían un infarto o derrame cerebral. Lo lamento mucho.

Entonces, até cabos y deduje que de eso murió mi padre. Le respondí:

- Yo también. Pero no te preocupes, podemos seguir así, y si no hay sexo, no importa. Lo importante es que estemos juntos.

- Ya no más. Estoy cansado.

- Entonces, descansa, mi amor...

- No es eso. ¿No entiendes? Ya lo nuestro se acabó. No puedo estar más a tu lado. Tu necesitas a un hombre de verdad...

- ¡Pero si ya lo tengo...!

- No, niña. A la larga, te hará falta un pene duro de verdad, y yo podría ceder ante la tentación y comprar una de esas pildoritas por contrabando, y eso sería mi fin...

Yo protesté como niña caprichosa:

- ¡No!

Pero él tenía razón; la "química" se acabó. Durante el fin de semana, le entregaron su casa, ya arreglada, e hizo traer un camión de mudanza para llevarse todo lo suyo y quedarse definitivamente allí, y así comenzar una vida de celibato. Volvió a ser sólo mi jefe, un poco mi padre adoptivo y tal vez mi amigo, pero nada más.
Exhibit D:

De nuevo a mi vida cotidiana. Mi vida sexual cesó por completo, porque yo no iba a salir con cualquier hombre por ahí, corriéndome el riesgo de contraer SIDA o que me resulte un pervertido o abusador. Además, los prospectos que quedaban en mi oficina no lucían bien: el otro joven, a quien Carlos opacó con su apostura, y la ex-secretaria, una lesbiana. ¡Qué horror! Además, está pasadita de libras. Traté con consoladores, pero me cansaba el empujarlos dentro de mí por mucho tiempo, y preferí pequeños vibradores que podía llevar bajo mis pantaletas, pero caí en la autocompasión por el mero hecho de que no hubiese un cuerpo vivo dándome esos orgasmos. Así que me sumergí en mi trabajo, y hasta hacía horas extras o llevaba mucho trabajo a mis residencias, porque realmente, ahora somos menos en el bufete. Hasta noté la diferencia en rendimiento y me llené de satisfacción al no desperdiciar mi tiempo en aventuras frívolas en las que no haya amor verdadero. Aún así, la insatisfacción física y emocional persistía, y el exceso de trabajo la hizo peor. Pero al sentirme como una trabajadora asalariada, me sensibilicé con toda la gente que depende de un mísero empleo para vivir, y eso me dio más sentimientos encontrados, esperanzada por conseguir otro caso glorioso a través del cual redimirme como persona.

El jefe ya mostraba señales de agotamiento físico, como todos nosotros, pero a su edad, su problema era peor. Le recomendamos que se retirara a su hogar, y desde allí, nos serviría como asesor, y al principio, debido a su orgullo y sentido del deber, insistió en seguir presentándose a la oficina, aunque con un horario reducido, pero luego fue muy claro que necesitaba un descanso prolongado. Al retirarse definitivamente, nos hizo el honor de rebautizar al bufete, primero con mi apellido, en homenaje a mi padre, luego el de nuestra bravía colega y finalmente, con el del jovencito. El jefe no quiso dejar su nombre en la firma, para no tener que mirar atrás y así poder descansar en paz. Al final de la ceremonia, yo recorrí, con mis dedos, las letras de mi propio apellido en la tarja de la puerta principal y exclamé:

- ¡Edwin, mira: el bufete también tiene tu nombre!

Y me eché a llorar. No quedó un ojo seco en esta reunión, ya que todos sabían que yo me refería a mi sufrido hermano. ¡Fue tan hermoso! Triste pero íntimo.

Con menos personal, mayor fue la carga. No entraba tanto dinero al bufete, así que no podíamos contratar a alguien más. Era un círculo vicioso. La otrora oficinista asumió pronto el mando, pero me tomó bajo su ala, como para dotarme de liderato, aunque tenía que prestar alguna atención al abogado "patito feo" para ser justa. El no es desagradable, de hecho, tiene un poco de encanto infantil. Pero nosotras somos fogosas, y él es dócil, aunque sé que es capaz de luchar si es cuestión de hacer bien el trabajo. El también es muy caballeroso hacia nosotros, y Sheila resiente eso un poco. Tal vez, en ella influyó su sentimiento lésbico para favorecerme, y yo, al tratarla como mi segunda madre, caí en su "trampa".

Llegó lo que yo tanto ansiaba y temía: un caso de mucho mérito. Una discriminación velada contra unos estudiantes impedidos, y blindados con testimonios valientes, informes médicos y hasta estadísticas que halló mi colega, por cierto, su nombre es Milton, entramos a un juzgado cínico como el anterior, a litigar ante otro bufete intimidador.

El caso iba bien, pero la otra parte logró objeciones en momentos claves que nos quitaron ritmo al probar nuestra causa. La defensa suele venir muy bien preparada, ya que cuenta con más empleados y recursos técnicos. Pero yo no contaba con que nos dieran una componenda, por jugosa que fuere, y recurrí a las armas con las cuales una mujer profesional siempre debe contar: su buena presencia, esto es, su poder de seducción. Me llevé a mis compañeros a comprar los mejores trajes y vestidos y tratamientos de belleza, con mi propio dinero, para pavonearnos ante el estrado, aunque sea para impresionar al jurado y hacernos notar por el juez, a la hora de hacer objeciones y alegatos de cierre. Mantuvimos al bufete contrario a raya, con objeciones, tales como "irrelevante," "especulativo", "el letrado pone palabras en la boca del testigo", y algo por el estilo, lo que es igual no es ventaja. Pero se nos ocurrió una idea magistral: pusimos a Milton a dictar el alegato de cierre. El se puso nervioso y tartamudeó, pero dijo las palabras correctas y su actitud vulnerable movió al jurado a la compasión, ¡y ganamos! Hasta nuestro ex-jefe estuvo entre el público en nuestro momento de triunfo. Mostró mucha satisfacción y orgullo, porque al fin aprendí el fino arte de hacer concesiones sin renunciar a mis principios, como lo hizo mi padre. No sólo nos convertimos en una máquina bien aceitada de litigar casos y ganar dinero, sino que nos probamos a nosotros mismos que podíamos trabajar en armonía, como una familia unida.

Fuimos a celebrar al mejor restaurante, allí comimos lo más exquisito, aunque a Milton, aquello le pareció demasiado exótico, y a Sheila, demasiado extravagante. Ella protestó irónicamente:

- Esto ya es demasiado, tanto como llevar esta ropa y haber pasado por tantos emplastes y aeróbicos. ¡Casi me siento como dama de compañía cara!

- Esta ropa es lo más atractivo que hay, sin perder la elegancia ni el buen gusto.

Terció Milton:

- Hablando de gusto, ¿cómo se llama esto? Sabe raro.

Nos echamos a reír, presas de la euforia, y aunque él se sintió un poco fuera de lugar, se animó a compartir alegremente. Hasta le empezó a gustar lo que nos sirvieron, especialmente los postres.

A la hora del brindis, fuimos muy comedidos. Ni Milton ni yo bebimos licor y Ramón se tomó un poquito de vino, porque en su condición, se recomienda. Sheila bebió más vino, pero con moderación. Tras pagar yo misma la cuenta, mi último acto extravagante en mucho tiempo, yo misma los llevé en un enorme vehículo todo terreno, porque el sacar la limosina sería exagerar la nota, y yo me vería ridícula como su conductora. Dejé a Ramón y a Milton en sus casas primero, porque no estaban de humor para continuar de juerga. Eso me dejó a Sheila para última.

La llevé a su apartamento y ella me invitó a pasar, y hasta me ofreció algo para tomar. Le recordé:

- No puedo, aún me falta regresar a mi casa y este monstruo es algo difícil de manejar.

- Anda, por favor. Hoy me siento feliz.

Me mantuve firme. Ella ya no quiso beberse su vino y se sentó a mi lado. Rodeándome con su brazo, aún rollizo, me alabó:

- Estoy muy orgullosa de ti. ¡Vencimos al sistema!

Tratando de desviar su atención de mí con un poco de tacto, le contesté:

- Milton estuvo magnífico también.

- El es un diamante sin pulir, muy bueno. Tal vez, con los años, sea tan bueno como Ramón o como Andrés, tu padre. Pero tú eres especial. En tan poco tiempo, eres toda una profesional. Y muy sagaz. Esta virtud no la tomas prestada a persona alguna, porque brillas con luz propia.

Me estaba aleccionando, con una ternura impresionante, acerca de cómo dejar atrás el pasado y vivir el momento para poder mirar hacia el futuro con claridad. Dejé caer mis defensas y le pasé mi brazo sobre su hombro. Ella me abrazó fuerte, pensaba yo que inocentemente, y le correspondí. Comenzó a besar mis mejillas, y yo, tal vez añorando el cariño de mi madre, me dejé besar. Pero empecé a sentir un poco de ardor en mi entrepiernas, y me vi en peligro, especialmente tras un largo período sin un hombre.

- Eres tan bella, Alejandra. Mmmmm...

Una corriente peculiar recorrió mi cuerpo, y me fui confundiendo con ella, acariciando su cuerpo sin que yo lo pudiese evitar. Me sentí compelida a quitarle su ropa para tocar esa piel mullida por los años, pero suave y febril, ¡y lo hice! Ella también me desnudó, musitando:

- ¡Te vestiste así para mí, sabiendo el efecto que tu cuerpo me causa!

Nos besamos, no como amigas, sino como amantes. Suspiramos al unísono, al buscar aire tras ese beso: