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Brianna funda un nuevo club en el campus.
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Brianna estaba de pie en medio del campus. Su cabello cobrizo reflejaba algunos destellos del sol de verano mientras se dejaba mecer levemente por un fresco vientecillo. Su rostro de blanquísima piel tersa resplandecía con una gran sonrisa. Cualquiera la habría confundido con una visión angélica, salvo por el casi imperceptible dejo de maquiavelismo que se disimulaba detrás de sus hoyuelos, de su dentadura impecable, de sus ojos grises.

Los demás estudiantes lo ignoraban aún, pero sus vidas genéricas, casi calcadas de las series de televisión de los noventa, por fin tendrían algo de emoción. Esa mañana, en la oficina de asuntos estudiantiles, Brianna había recibido firmado y sellado el papel que autorizaba la creación de un nuevo club en la universidad.

Tras saborear su triunfo sobre la burocracia académica, que había tardado cinco meses en dar respuesta afirmativa a la solicitud, pese a que el tiempo reglamentario para comunicar la aceptación o el rechazo era de máximo cinco semanas, Brianna, quieta como la estatua de una deidad antigua y poderosa que observa imperturbable el devenir de las eras, se decidió a visitar el espacio asignado para su club de "cuidado de la salud, bienestar y belleza", como decía el rubro marcado en la solicitud que, luego de recibir las firmas y los sellos oficiales, se había convertido finalmente en el acta constitutiva de "una nueva sociedad estudiantil dedicada al fomento y la socialización de intereses comunes".

Para el club de ajedrez o el de horticultura, la ubicación del espacio asignado se habría considerado la peor del campus: era un aula mediana, le cabrían quince o veinte personas, quizá veinticinco si todas permanecieran de pie; había servido de bodega antes, ya que quedaba cerca de las canchas de fútbol, vóley, básquet y el antiguo gimnasio, que pasó a convertirse en la bodega del área de deportes luego de que el nuevo complejo para el acondicionamiento físico se inaugurara, por lo que estaba muy lejos de la biblioteca, de los jardines centrales, de las cafeterías, es decir, de los núcleos de la vida social y cultural del campus. Por si fuera poco, parecía que se habían olvidado del lugar; la mayoría de las solicitudes para fundar nuevos clubes eran rechazadas bajo el argumento de que no había espacios disponibles que se les pudiera asignar. A Brianna intentaron decirle lo mismo, pero conocía la existencia de la vieja bodega y sabía, además, que la rectoría la había traspasado a la dirección de asuntos estudiantiles. No estaba dispuesta a que le impidiesen fundar su club con el aval de la universidad; el personal se dio cuenta de ello y por eso intentaron entorpecer lo más posible el trámite hasta que el propio rector ordenó la resolución: se le concedería el único espacio disponible, el que los demás clubes habrían rechazado sin más. Ahora Brianna estaba frente a la semilla de su nuevo imperio: muros manchados por la humedad, cristales sucios, piso polvoriento y lámparas de halógeno fundidas. Estaba satisfecha.

Ella sola dedicó la siguiente semana a limpiar, pintar y reparar el espacio. Gracias a que su padre, un prominente empresario local, le había regalado una tarjeta de crédito ilimitada, no tuvo problemas para conseguir materiales, accesorios e inmobiliario. Para cuando llegó el fin de semana, la vieja bodega deportiva se había convertido en una gran sala poblada de cojines, gruesas cortinas que impedían la vista desde el exterior, lámparas de luz tenue, música relajante, incienso, aceites...

***

"¿Cómo se llama?", inquirió Mackenzie, una rubia ingenua, bajita, inquieta y parlanchina que de cuando en cuando almorzaba con Brianna.

"¿El qué?", respondió la muchacha de ojos grises sin mirar a su interlocutora.

"Tu club", insistió la rubia.

"Aún no tiene nombre. De hecho, aunque está autorizado, todavía no se abre al público".

"¿Y por qué no se ha abierto? Te he visto trabajar duro...", seguía sin percatarse de que Brianna no quería charlar.

"Porque estoy esperando", fue la respuesta cortante.

"¿Esperando qué?"

"Mackenzie: ¿alguien te ha dicho que haces demasiadas preguntas?", el tono de Brianna delataba su enfado.

Mackenzie guardó silencio. Más que la notoria frustración de su compañera, lo que la dejó muda fue la pregunta misma. ¿Alguien alguna vez habría señalado que hacía demasiadas preguntas? ¿Quién? ¿Cuándo? Su pensamiento se extravió buscando una respuesta que satisficiera tamaña interrogante.

En ese momento llegó Alana, una joven esbelta, alta, de nariz fina, tez morena, y cabello negro y largo que llegaba a tocar sus nalgas.

La recién llegaba saludó con un beso en la mejilla a Brianna.

"¿Quién es la rubia?", preguntó con tono desdeñoso.

"Es Mackenzie, ignórala", respondió la líder de cabello cobrizo, "¿Qué nuevas me tienes?".

"Conseguí los aceites esenciales que querías, jefa", reportó Alana mientras extraía de su bolso un pequeño frasco y lo colocaba en la mesa, "El pedido completo está en mi camioneta, me estacionaré cerca de las canchas antes de comenzar".

"Excelente. ¿Y el ingrediente secreto?", inquirió la jefa.

"Todo está en mi camioneta. No lo tengo conmigo porque..."

"Eres prudente. Has hecho bien", interrumpió Brianna, "Por eso te confío esas cosas. ¿Sabes algo de Tori?".

"Dice que tendrá todo listo y funcional. Ya la conoces, jefa, deja todo para el final, pero no falla".

"¡Creo que sí! ¡Mis amigas de kínder!", gritó Mackenzie de la nada con una sonrisa enorme en el rostro.

"¿De qué hablas, loca?", refunfuñó Alana, "Casi me matas de un susto".

"Perdón. Soy Mackenzie, ¿y tú...?"

"Las grandes estamos hablando", terció Brianna mientras palmeaba en la cabeza a la rubia, "Si nos dejas arreglar nuestros asuntos, te prometo que te dejaré entrar en mi club, ¿vale? Ahora vete".

El rostro de Mackenzie se iluminó aún más, se puso de pie de un salto y lanzó una exclamación de júbilo para luego desaparecer corriendo.

"No dejarás entrar a esa loca, ¿verdad?", interrogó Alana notoriamente preocupada.

"¿Por qué no?", respondió calmada la jefa, "Puede darnos mucha diversión".

***

El sol se había metido, pero la vida del campus no se detenía. Esa noche había un juego de vóleibol, en los jardines habría algunas bandas tocando y ciertos clubes aprovecharían para reunirse. Brianna finalmente inauguraría el suyo.

Frente a la antigua bodega, se congregaron poco más de diez estudiantes. Mackenzie, que formaba parte de la concurrencia, apenas podía contener su emoción. Por fin, cuando a lo lejos se escuchaba el barullo por la llegada de otra banda al escenario de los jardines centrales, la puerta se abrió revelando un espacio de telas colgantes; tenues luces azules, rosadas y violetas; aromas delicados; grandes y mullidos cojines en el piso. Las chicas entraron emocionadas conteniendo la respiración; Mackenzie, de ordinario ruidosa como un niño inquieto, sintió la necesidad de guardar silencio y moverse con cautela. En el centro de aquel salón acogedor e íntimo estaba Brianna, flanqueada por dos figuras esbeltas, Alana y Tori.

"¡Bienvenidas sean!", exclamó la jefa, "Durante meses he planeado traer a sus vidas este magnífico espacio y por fin lo he logrado. Aquí no solamente nos congregaremos para pasar el rato y conversar de frivolidades. Este no es cualquier club, es un santuario. Aquí vendremos a refugiarnos del mundanal ruido, a ponernos en contacto con lo más profundo de nuestro ser y a regodearnos en nuestras pasiones más intensas. ¡Bienvenidas al Pediclub!".

Incapaces de comprender las palabras de Brianna, las asistentes no sabían si estallar en aplausos y vítores o mantener el místico silencio que las había poseído desde que entraron. Tori, pelirroja, alta, blanquísima y de ojos verdes, oculta en las sombras, puso música con su ipod para aliviar la extraña sensación, mezcla de embeleso y desconcierto, que imperaba en ese momento.

"¡Chicas, vamos a relajarnos y divirtámonos!", exclamó Alana mientras comenzaba a bailar sensualmente al ritmo de la música.

"¡Estamos de fiesta!", se unió Tori, con el ipod todavía en la mano, al tiempo que imitaba a Alana en el sugerente baile.

Poco a poco, las demás muchachas se sumaron. Brianna aprovechó para apartar a Mackenzie a un rincón.

"Me da mucho gusto que vinieras", expresó la jefa.

"No me lo perdería por nada del mundo, Brianna", exclamó la parlanchina rubia con notoria excitación.

"Lo sé. Tenías mucha curiosidad, ¿no es así? ¿No es así, Mackenzie?", dijo Brianna con tono empalagoso mientras hacía cosquillas a la otra en la barriga como si se tratara de un cachorro, "¿Y sabes qué es lo mejor? ¿Sabes? ¿Quieres saber?".

Mackenzie entre risas infantiles asintió.

"Lo mejor es que tú me vas a ayudar a que la noche sea un éxito", continuó la líder riendo, como un ángel caído de ojos grises.

La música y el baile siguieron por un buen rato hasta que, de súbito, hubo silencio nuevamente. Las luces se apagaron, excepto por las del centro, que ahora creaban un hipnótico estanque de resplandor índigo. Sentada sobre una poltrona alta, vestida solo de sujetador y minúsculas bragas, Brianna parecía una divinidad maligna en medio del limbo. Extendió las torneadas piernas y bajo la luz sus pies delicados, de dedos largos y uñas perfectamente recortadas, lucieron nítidos, como recién esculpidos por una mano angélica.

"Pediclub es placer", susurró la jefa mientras las asistentes la contemplaban abstraídas, "Pediclub es intimidad. Pediclub es pasión".

Apenas terminó de enunciar la última palabra cuando Mackenzie, desnuda del todo, se aproximó a la luz gateando. Tomó entre sus manos el pie de Brianna que tenía más próximo y comenzó a acariciarlo devotamente, como si estuviese limpiando una piedra preciosa. Sobre las gruesas cortinas se proyectó entonces la escena para que no se perdiese ni un detalle del cuidadoso masaje. Alana, sin entrar en el estanque de luz, filmaba con su teléfono cada segundo del acto; Tori, amparada por la oscuridad, en un extremo del salón, controlaba con quirúrgica precisión los proyectores, las luces y la música desde su tableta.

Mackenzie acercó el pie delgado a su rostro. En la proyección, era notorio que las aletas de su delgada nariz se expandían levemente. La fragancia del pie de Brianna penetraba en la rubia embriagándola e inflando sus pulmones.

Por un rato, Mackenzie se quedó suspensa, llenándose del aroma dulce, a coco, que despedía el suave pie blanco de Brianna. De repente, los labios delgados sin pintar de la rubia imprimieron un prolongado beso en la suave planta. La operación se repitió varias veces, cada beso más prolongado, como si Mackenzie estuviera perdidamente enamorada de aquel pie hermoso y fino. Besó el talón, el empeine, las uñas, los dedos, hasta que finalmente volvió a la planta y entonces la tímida lengua rosada de la chica se asomó entre sus labios.

La punta húmeda de la lengua de Mackenzie repasó parsimoniosa la planta delicada, lisa, como de mármol. Las asistentes miraban hipnotizadas, alguna incluso salivaba con la deliciosa visión de la lengüita que recorría sin prisa ese pie cósmico, angelical, celeste.

"Esta es nuestra rutina oficial", enunció Brianna mientras Mackenzie, extasiada, seguía lamiendo su pie, "No tengan miedo, adelante, sean libres de experimentarla".

Tori apagó los proyectores y encendió las luces que, tenues, no terminaban de iluminar la sala. La música relajante servía de fondo a una grabación de Brianna que decía: "Comienza con un masaje delicado. Siente la piel perfecta de los pies femeninos. Disfruta de su tacto, funde tu piel con la suya".

Una a una, las asistentes se tendieron sobre los mullidos cojines del suelo y comenzaron a descalzarse. Alana caminaba entre las jóvenes cargando una canasta; repartía pequeños frascos de aceites esenciales mientras se aseguraba de que todas tuvieran los pies descubiertos.

"No temas a la naturaleza. Los pies tienen delicadas feromonas. Entrégate al placer de aspirar su fragancia. Huélelos, llénate de su esencia".

Mientras las jóvenes comenzaban a imitar el acto de Mackenzie, Brianna retiró su pie de las manos de esta y ofreció el otro. La rubia, incapaz de comprender lo que pasaba, solo buscaba el tacto de la piel de la jefa. Ante el nuevo pie, repitió las caricias, el olisqueo, los besos y los prolongados lengüetazos.

"Besar un pie es besar lo más sagrado que existe en una mujer. Goza con su delicadeza. Respétalo. Adóralo".

Alana se apartó hasta donde Tori se encontraba.

"¿No dijo que iba a usar a la nerda del club de ajedrez?", interrogó entre dientes la pelirroja sin desatender la tableta desde la que controlaba la parafernalia tecnológica.

"Al final prefirió a la loca esa", respondió la morena en un susurro, "Hay que reconocer que la supo domar".

"Con la droga correcta, puedes domar a quien sea, incluso a ella...", musitó Tori sin desviar la atención de la pantalla desde donde manipulaba el ambiente del recién inaugurado club.

Alana resopló con indignación.

"Calma", continuó Tori con antipatía, esta vez miraba a Alana a los ojos, "Jamás me atrevería a retar a la jefa", y concluyó mascullando: "Y si lo hiciera, no te lo diría".

"Usa tu lengua. Disfruta de los pies. Lámelos. Chúpalos. Adóralos".

Las asistentes, poseídas por el éxtasis de adorarse los pies unas a otras, lamían, mordían, chupaban.

Brianna, satisfecha, dio una patada a Mackenzie que la tumbó boca arriba. La rubia, tirada entre los cojines, continuaba chupando un pie imaginario. La jefa sonrió; sentada en medio de la orgía podólatra, parecía la estatua de un demonio antiguo.

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