Salvación Para Dos

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Oficinistas sobreviven a hostigamiento sexual.
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Mi nombre es Raúl. Trabajo en una pequeña oficina de ingenieros. El gerente de mi departamento se llama Alberto. El es un hombre corpulento y extrovertido. Tiene una secretaria joven, llamada Ana; ella es menuda de cabello y ojos oscuros. Normalmente, ella trabaja con buen ánimo, pero últimamente, la he notado triste y nerviosa. Comparto menos con ella que con él, ya que él es muy posesivo hacia ella.

Mi trabajo es mayormente en la oficina, asistido por computadoras, pero me corresponde a mí la encomienda de visitar fábricas y otros lugares donde nos contratan para inspeccionar. Entonces el jefe verifica mis planos y los certifica con su firma, para dar curso a los proyectos.

Un día, llamé a su puerta para mostrarle uno de mis diseños, pero no me abrió. Escuché unos ruiditos, a los cuales no di importancia. No veía a la secretaria en su escritorio, así que me senté allí para esperar por él, porque había que someter este trabajo muy pronto. De pronto, oí gritos. El jefe la regañaba con palabras soeces y yo creí que ella se había equivocado con algún dictado. Aunque yo no le quise dar importancia, me puso nervioso e impaciente. Luego, ella fue quien gritó, y eso me sorprendió. Ya no podía seguir esperando, así que traté de abrir la puerta, pero estaba trancada desde adentro. Luego, los ruidos eran de golpes, cosas cayéndose y pasos apresurados. De algún modo, la puerta se destrancó y yo me apresuré para entrar. La escena era dantesca. Libros, papeles y hasta gavetas yacían en el piso y el escritorio estaba en total desorden. Pero lo peor fue verlos a ellos. Alberto aplastaba a Ana contra un anaquel, ¡para sodomizarla! Ella tenía moretones en un brazo y hasta sangraba por el labio y la nariz, su blusa estaba desgarrada, su sostén estaba desencajado y su falda estaba alrededor de su cintura. Sus pantaletas y zapatos yacían en el suelo. ¡Era obvio que la estaba violando! Ella suplicaba mi ayuda con apenas fuerzas. Yo traté de separarlos, pero él no cedía. Lo golpeé en la espalda sin apenas inmutarse. Al halar por un hombro, él se aflojó un poco y lo logré lanzar contra su escritorio, debido a su orgasmo prematuro y al hecho de que llevaba los pantalones enrollados sobre sus tobillos. Le traté de reprender, pero me lanzó un puño. El primero, lo bloqueé, pero el próximo me lanzó al estante. Traté de patearle el pene, embarrado de semen y las heces de ella, pero él me bloqueó con más fuerza. Me apoyé de las tablillas, tratando de imitar a Jackie Chan para zafar mi tobillo, pero él ya llevaba la ventaja. Me golpeó más, y ella trató de separarlo de mí pero él la alcanzó con un golpe de revés; le grité que aprovechara y huyera, mientras él estuviese distraído golpeándome e insultándome. Yo no albergaba esperanzas para mí mismo pero sentiría consuelo si ella se salvara. Pero algo extraño sucedió. El tipo dio un alarido, vomitó sangre sobre mí y se derrumbó. Su respiración se hizo entrecortada, ya que tenía varias puñaladas en la espalda y se desangraba. Levanté mi vista y la vi frente a nosotros. Llevaba un cuchillo para abrir correspondencia; entonces recordé los ademanes amenazantes y burlones que, a veces, él hacía con ese instrumento. Luego ella me explicó que lo usó para someterla cuando su patrón de hostigamiento sexual pasó al plano físico. Nos dio mucho más miedo, ahora que él agonizaba. Le dije que pidiera por teléfono una ambulancia, y así lo hizo, pero fue tarde: nuestro jefe había expirado. Quise darle los primeros auxilios, pero sentí asco, y además, apenas podía moverlo por su gran peso. Los paramédicos llegaron demasiado tarde y también tuvieron dificultad para levantar el cadáver para llevarlo al hospital. Tuvimos que acudir nosotros también para atender nuestras múltiples lesiones y para extraer evidencia de la violación que aquel salvaje cometió contra la pobre Ana.

Los médicos en la sala de emergencia llamaron a la policía, y ellos procedieron a interrogarnos. Ambos narramos los hechos tal como ocurrieron, esperando que la justicia estuviese de nuestra parte, pero llegaron a formularnos cargos, como si se tratase de una conspiración. Tuvimos que declararnos "no-contest" ante delitos menos graves, y nos pusieron en probatoria, por ser primera ofensa. Apenas tomaron en cuenta la violación contra ella y nuestra legítima defensa, ni siquiera el hecho de que la autopsia demostró que el jefe estaba bajo los efectos de drogas, tal vez cocaína o algún alucinógeno.

Cuando nos presentamos a trabajar tras la sentencia, Damián, el socio de mi jefe, nos reunió. Inició diciendo:

- De ahora en adelante, me voy a hacer cargo durante este período de prueba. No los despediré, aunque una condición de su probatoria es que no se puedan ver el uno a la otra, pero que este contrato vale mucho y no lo pienso perder. Raúl, le asigno más trabajo de campo, y si tuviese que venir a la oficina, haremos arreglos para que Ana no esté presente aquí. Cuando el proyecto acabe, irá a un seminario que lo acreditaría para certificar las obras que Alberto firmaba, hasta con gastos pagados.

También teníamos que ir a sesiones de consejería, como para podernos reponer del daño psicológico, pero también servían para que los funcionarios del tribunal nos supervisaran.

Un día, Don Damián llamó a Ana para dictarle una carta en el despacho, pero parece que ella tenía muy fresco en su mente el recuerdo del incidente, y se negaba a entrar. El jefe se enojó mucho, pero trataba de no exteriorizarlo, porque podía compadecerse de su trauma. Pero se impacientó y me llamó por teléfono:

- ¡Raúl, esta muchacha se me ha puesto en "shock"! ¡Venga pronto, Ya no sé qué hacer!

- ¿Y la probatoria?

- ¡Que se joda! ¡Sólo ayúdeme! (Menos mal que ella no entraba a la oficina, porque la mención de tal obscenidad la habría sumido en una crisis post-traumática aún mayor.)

Yo acudí y la vi. Ella hacía un esfuerzo supremo por no desmoronarse, tratando de mantener un semblante sereno. Le suplicó al jefe que le dictara desde afuera, pero él se negó rotundamente, diciendo:

- Señorita, tiene que aprender a sobreponerse, porque si no, nunca podrá trabajar en una oficina.

Yo intervine y les dije:

- Señor Damián, entre a la oficina, pero deje la puerta abierta.

El entró y se sentó en su escritorio.

Me volví hacia ella, ya sin miedo de ser descubierto por las autoridades, y le dije:

- Ana, nada tienes que temer. Aquel hombre malo ya no está.

Ella permaneció inmóvil y me miró con una expresión vacía. Entonces, se me ocurrió decirle algo inesperado:

- Tú eres mi héroe. ¡Sí! Tú misma me salvaste, cuando ese sucio me estaba moliendo a puñetazos. Si no fuese por ti, Alberto nos habría matado a los dos. ¡Tú sí eres muy valiente!

Las lágrimas corrieron por sus mejillas, pero de algún modo, se apoyó en ellas para sacar fuerzas. Me ofrecí a entrar con ella y entonces accedió. El jefe me permitió que permaneciera mientras dictaba sus primeras líneas, pero pronto tuve que marcharme. Ella me buscó con la mirada, y yo me volví y le dije:

- Estoy aquí, amiga.

Ella respiró hondo y me respondió:

- Ya estoy bien. Gracias.

Cerré la puerta, y aunque esperaba que ella saliera o solamente la abriera para no sentirse claustrofóbica, nada sucedió. Sólo se oía la voz del ingeniero en jefe dictando su carta, así que regresé al "campo". Tuve cierta dificultad para concentrarme en el trabajo esa tarde, y al llegar a mi casa, yo fui quien sucumbió ante el llanto.

Pasó el tiempo y el jefe decidió jubilarse definitivamente. Nos llamó juntos otra vez y nos anunció que ya la probatoria había finalizado porque los informes sociopenales habían sido muy favorables, así que se dejó sin efecto la orden de alejamiento entre ella y yo. En realidad, nuestro ex-jefe no murió por las puñaladas, ya que eran superficiales; sino por un efecto de las drogas y su propia adrenalina, aunque la pérdida de sangre tuvo algo que ver. Yo ya había aprobado mi licencia profesional y él me dio carta blanca para hacerme cargo de la oficina según mi mejor entendimiento. Hasta pudimos contratar otros empleados, y así, Ana pasó a ser gerente de oficina, porque ya hubo otros ingenieros menores y secretarias. Hasta tenemos delineantes, técnicos, "webmaster" y un asesor legal; la prosperidad de la firma lo ameritaba.

Todo marchó bien en lo sucesivo, pero una tarde, cuando ya cerrábamos por ese día, se dirigió a mí en cierto estado de ánimo que yo no comprendí al principio, y me dijo:

- Raúl, por favor, ven conmigo a mi casa. Necesito desahogarme, y solamente tú serías capaz de comprenderme.

Me dio su dirección, la cual todavía no conocía, y la seguí en mi carro. Al llegar, se puso una bata tipo kimono, cocinó una cena ligera, y al terminar de comer y limpiar, me condujo a su sofá, respiró hondo y comenzó a decirme:

- Necesito hablarte de algo que no tengo con quién compartir. ¿Sabes por qué? Aunque yo aparento sentirme bien, aún no me he repuesto de mi experiencia.

Yo le respondí:

- Tampoco ha sido fácil para mí. Y te diré lo que ha sido lo peor: el mero hecho de salir acusados. Yo confiaba en que nos comprenderían y nos harían justicia. Y lo que más me duele, todavía ahora, no es tanta burocracia. Es que tú tuvieras que pasar por todo aquello.

Ella concordó conmigo, diciendo:

- Nos trataron como a criminales.

- ¡Precisamente! Especialmente a ti. Tú por poco quedas como una asesina. ¡Tú! Mi dulce Ana...

Tuve el impulso de acariciar su mejilla, y mi propia conciencia me gritó:

- ¿Estás loco? ¡Ella acaba de sufrir una violación!

Me obligué a callar. Ni me atrevía a mirarla, inseguro de mis sentimientos.

Ella suspiró y me dijo:

- Yo nunca tuve la oportunidad de agradecerte por haberme salvado de ese monstruo. Todo este tiempo ha sido horrible. Y esos psicólogos... no sirvieron para nada. Solamente lograron lastimarme más con sus prejuicios. ¡Pero tú sí puedes ayudarme!

- ¿Cómo?

- Ven conmigo.

Me condujo a su habitación. Allí se abrazó a mí. La sentí temblar, y se separó de mí. Buscó mi mirada para armarse de valor, y entonces, se quitó el kimono, quedando desnuda ante mí. Me asombré, y ella también se sonrojó, pero nos sonreímos mutuamente. Ella se acercó nuevamente, me besó y me ayudó a desnudarme. Al ver mi pene, me sentó al borde de su cama y se arrodilló para besarlo y metérselo en su boca. Ella todavía no estaba acostumbrada a la sensación, así que pronto lo soltó y me miró, pero seguía determinada a entregarse a mí. Yo la levanté por sus brazos y le dije:

- Si quieres, lo dejamos.

Ana comenzó a decirme, llena de emociones en conflicto:

-Está bien. Yo quiero hacer esto. Mira, aquel bastardo dejó una mancha en mi cuerpo y solamente tú puedes lavármela: con tu semen.

Mi rostro se alegró y le dije:

- Con una condición.

Ella me devolvió la sonrisa y preguntó:

- ¿Cuál es?

- ¿Me permites chuparte las tetas?

Entre risas, dijo:

- ¡Por supuesto!

Ella pasó a reclinarse en su cama y yo posé mis labios sobre sus pezones erizados. Los besé, los chupe y hasta abrí la boca para abarcar sus prominentes areolas. Ella gimió de placer, y me dijo:

- Ahora, mámame la vulva.

Le di un último chupete a cada pezón, tracé una ruta por todo su vientre hasta parar en su clítoris, y lo lamí un poco. Extendí mi lengua para sobar sus labios vulvares, los cuales salieron al encuentro de tan exquisita caricia; luego regresé a su clítoris para acercarla a un orgasmo. Ana agarró mi cabeza y la empujó hacia su sexo ardiente, y tras estremecerse un poco, alzó mi rostro, buscando mi mirada, y me pidió que la penetrara. Hasta me puso un condón. Mientras yo entraba en ella, suspiró:

- Esto era algo que yo siempre quise hacer, desde hace tanto tiempo...

Me sentí muy complacido y empujé mi pene más profundamente en su vagina, y comencé con ritmo lento, como saboreándome el momento. Ella tomó aire sonoramente, y me abrazó fuertemente, deleitándose por la sensación. Entonces, me pidió:

- ¡Quítate el condón!

Yo la miré perplejo, pero ella enfrentó mi mirada y me insistió:

- Mi amor, métemelo por el ano. Lávamelo con tu semen, que es el único que debe estar en mí.

Le saqué mi pene renuentemente, y compartimos un suspiro por el vacío de mi retracción. Me arranqué el condón, y ella me lo embadurnó con una de sus cremas embellecedoras. Se tomó ella misma por sus muslos hasta pegar sus rodillas a los redondos pechos y relajó su esfínter para recibirme en su recto. Acaricié su vulva para acrecentar su placer, mientras moví mi glande por todo su perineo, y al alinearme con su ano, sepulté mi pene hasta mis testículos y ella suspiró, y cuando reanudé mi bombeo, ella comenzó a tener contracciones, producto de un orgasmo intenso. Sus jugos vaginales se derramaron alrededor de su ano, dejándome llegarle más profundamente, y ya no pude contenerme, así que me escuché gritar como yo lo hacía cuando era niño, y finalmente, me tensé para descargarle tal chorro de semen cálido que me hizo sentir que me desangraba hasta morir dentro de sus entrañas. Ella levantó su rostro para besarme en agradecimiento por sanarle definitivamente de su sufrimiento. Todo eso se sintió muy correcto, la mejor terapia que pudimos tener, y así comprendimos que todo lo malo que nos había pasado fue por una razón poderosa: para unirnos en amor eterno, en las buenas y en las malas.

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