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Memorias de ABE.
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Los virreyes del Perú mantenían una tensa relación con la Corona en España. Siempre. No hubo excepciones. La gran distancia provocó recelo entre Lima y Madrid, y vuelta. Pensaban en América que era demasía lo que los galeones transportaban a Cádiz, y creían en la Corte que los mayores piratas no navegaban los mares sino el palacio del virreinato.

Y en esos asuntos me detengo a veces, Marta.

En el edificio donde trabajo existen tres plantas de sótano dedicadas a garaje. Pero todas las plazas no están ocupadas. En el tercer subterráneo, ninguna; y la propiedad da instrucciones en la conserjería para que no se enciendan las luces de ese garaje vacío, ni siquiera en el descansillo donde se detiene el ascensor, que sí funciona.

En el fondo de ese subsuelo, por donde parece que debiera continuar la rampa que lleva a los más cuidadosos hacia el centro de la tierra, a esos lugares en que las rocas aún se mantienen líquidas, hay almacenadas cajas de IBM que seguramente están vacías y que han quedado allí cuando la última mudanza de LAN CHILE.

En alguna ocasión paso de largo ante la plaza de aparcamiento que yo ocupo en la segunda planta y sigo hasta esa tercera que sólo iluminan los faros de mi coche. Estaciono junto a un pilar frente a las cajas vacías, quito la llave de contacto, todo queda absolutamente oscuro y me dejo caer en una sima en una rara sesión de espeleología.

Pedro Ruy de Antequera, con sólo dieciocho años, fue capitán en las tropas de Francisco Pizarro. Y otros muy jóvenes. No era más cruel ni más bárbaro que los demás. Los armadores españoles tripulaban sus naves en travesía hacia el Nuevo Mundo con gentes de tierra adentro: de las Castillas, de Andalucía y de Extremadura. Daban pasaje de ida gratis a cambio de laborar en los navíos durante la travesía, y evitaban el pago de las jornadas a los navegantes profesionales de Galicia, y a los vizcaínos y a los de Barbate y el Puerto de Santa María.

Las navegaciones alargaban así sus singladuras, y las embarcaciones no siempre seguían rumbo sino que derivaban en el centro del Atlántico cuando ya habían dejado bien atrás las Açores. Las más de las veces continuaban su viaje siguiendo a navíos corsarios al servicio de la corona británica, algunos, y de la de Holanda algunos otros. Esos piratas de su rey guiaban a los barcos españoles que no transportaban más que hombres en su viaje de ida, y mercancías de toda clase y especias y tabaco y monedas de oro en su regreso hacia Europa, cuando ya no serían guiados sino al mar de los Sargazos donde de tantas de las veces rendían en el abordaje.

Algunas de las veces, allá abajo en la planta oscura, paso al asiento de atrás en mi coche y te cuento historias en voz alta. No se ve nada en absoluto. No sé si no hay luces de emergencia o si no funcionan.

Dependiendo de la hora se oye cómo viajan los ascensores automáticos por los carriles hacia arriba y se pierde el ruido del rodar de las guías, y luego hacia abajo y se detienen en la planta anterior o en la otra o en alguna aún más arriba.

De noche, tarde, las máquinas parecen dormidas y únicamente se mueven entre planta y planta. Primero la décima, luego la novena, luego... Ha de ser el personal de limpieza que vacía papeleras, ceniceros y espíritus de oficinistas que lo olvidaron sobre su mesa de trabajo.

Cuando vienes queda detrás de ti, durante unos segundos, la luz del ascensor. Luego la puerta se cierra. Otros segundos, y abres la puerta del coche donde te espero y te sientas a mi lado, detrás.

Ruy de Antequera tuvo pendencias con sus hermanos primero y con sus amigos y desconocidos después. Embarcó en el "Virgen del Mar" nada más que pendenciero, y desembarcó en la Española con el primer muerto en su puñal que junto a la gavia mayor degolló a un levantino ladrón. Luego de éste vinieron otros. En Honduras, y en la Costa Rica, y en el Panamá que visitó Balboa. Y más, después.

Te mueves en el asiento y creo que colocas las manos en tus rodillas, y tiras del pantalón un poco hacia arriba para poder sentarte mejor. Dejas caer la cabeza un poco hacia atrás y te oigo respirar.

Cuando no hay ninguna luz los ojos se sienten extraños y no ven más que el pecho o la boca o el corazón. Peor aún cuando tienes una obsesión, y sueñas cuando duermes lo mismo que piensas cuando estás despierta. Es lo mismo. Da igual.

Los reyes antediluvianos colonizaron el mundo y pusieron nombre a los continentes. A Africa y la Atlántida.

Normas de seguridad hacen que los aviones que atraviesan el Atlántico apaguen en la noche todas las luces de la cabina, y el comandante ve estrellas que brillan enfrente doradas, y rojas y verdes entre sus manos. Y el ruido de los motores y el clic del piloto automático ajustando el rumbo, y el vapor de agua en una cafetera cercana.

Mi viajero andaluz veía estrellas y oía el agua del mar y el aire en las velas y las cuadernas crujir.

En el garaje, en el asiento de atrás, yo acaricio esas estrellas en tu pecho por encima del jersey. Y no hay menos peligros ni aventura aquí abajo que allá arriba.

Barranquilla tenía una iglesia colonial y un fuerte, palacio del Gobernador, cuando Pedro Ruy de Antequera encontró a una mujer colombiana que no hablaba español y que en noches con luna tropical, en la Plaza de Armas, consentía con las manos de Ruy entre sus muslos, que buscaban como la lengua de él en la boca de ella. Él la llamaba Inés.

Entre las piernas de Marta están las costuras duras de un pantalón tejano. Me descalzo y con los pies aparto tus zapatos.

Ella aprendía a decir España, y Antequera, y noche y luna y estrellas y soldado y espada y Rey y Perú y galeón y oro y vulva y Dios. Y él caimán, y Antioquia y aguacate y borra y pinga, y si hubiera esperado más Bogotá y general.

No va a venir nadie hoy. Nunca encontré a nadie aquí. Parece que pronto se instalarán en la planta sexta funcionarios del vecino Senado, y entonces se ocupará el sótano tercero con los coches de los oficiales de primera, y las plazas más grandes con los de los jefes de negociado y los directores de departamento.

Levanta los brazos hasta la tapicería del techo para que suba tu jersey y tire de él hasta tu cuello. Inclinas la cabeza hacia delante, estiro y el jersey sale despeinando tu pelo mientras las mangas ya van dejando atrás tus manos. Dentro del coche vuela el olor del pecho de Marta, y mis dedos se enredan en el cierre del sujetador que dejo sobre el reposacabezas del asiento delantero. Las manos en los codos y mi boca recorriendo tus lunas alrededor y en un pezón y en el otro.

Olvido los calcetines hasta el final para que el pantalón y la braga corran más fácilmente entre tus pies. Completamente a oscuras, en el asiento de un coche blanco, veinte metros por debajo del suelo de la Plaza de España.

En la capilla del Palacio del Gobernador había reclinatorios, un altar de madera de Colombia, una Virgen de Ciudad Real, un Cristo de Mérida, un sacristán que había nacido en Barranquilla de una madre de Santander, y un cura murciano que tenía por nombre Don José.

Ruy de Antequera faenando faenó con afán en todas las faenas. Y trabajó en la construcción de casas y de guarnición. Obedeció y ordenó. Y fue pagado y pagó.

Pedro encontró a todas las mujeres españolas, mestizas e indias que se dejaron abrazar. Hizo algún hijo con alguna y siempre besaba con Inés, que para entonces ya sabía rezar.

Ahora ya no hay costura ni pantalón y enredo los dedos de la mano izquierda en tu vello mientras acaricio con la otra mano el cuello de Marta por debajo del pelo. Acércate más a mí y déjame sentirte desnuda a mi lado.

Quiero pedirte que te sientes en mis rodillas para poder dejar que las manos corran a tu espalda unas veces, a tu pecho otras, y entre tus piernas las más. Te seguiré contando historias de indios que braseaban papas, de virreyes que representaban a la Corona, de guerreros que defendían a Dios, y de curas que defendían al Demonio.

Tú no tienes por qué hablar. Ni te interesan mis cuentos ni quieres contarme los tuyos. Haces altos repentinos en tu vida. Te acuerdas de mí y bajas a un garaje oscuro en el que sabes que te voy a desnudar como cada vez que vienes para dejarte amar. Angel, si es eso, hazme el amor pero no me jodas la cabeza.

Inés ya no era suya. Era de Pedro Ruy de Antequera que encargaba vestidos españoles a las modistas y costureras de la mayordomía, para que la india fuese siendo andaluza en Colombia. Cantaba canciones para ella, bebía vino ácido de uvas verdes y, dormido después, soñaba que Inés se acostaba a su lado para acariciarle la piel.

El vino de mejor sabor está cerca del vientre entre tus piernas, y si te echas sobre el asiento lo voy a agotar con los labios y la lengua. Ponme las manos sobre la cabeza como si no me quisieras dejar marchar. Entonces me colocaré encima para besarte en la boca y que sientas cómo me dejo morir donde antes te besé.

Cerca de dos años estuvo en Barranquilla Ruy de Antequera, y antes de que hubiera terminado el primero había tenido tiempo para decidir que quería marchar hasta el Perú del oro y las montañas, e Inés tiempo tuvo de aprender las palabras del español para comprender que él nunca le pidió, antes de marchar, que ella también marchara con él.

Aún me voy a quedar aquí, a oscuras. Falta poco para que, como hace unas horas, te oiga caminar en el garaje, vea la luz que llega cuando se abre la puerta del ascensor, y escuche el sonido de la máquina que te eleva hasta la planta de la puerta de la calle.

Montpellier

Los alejamientos sobre los virreyes del Perú y la Nueva España se habían acrecentado en Madrid ante la negativa de aquellos para reclutar tropa para las hazañas bélicas del Rey Felipe en Europa, y mostrar su solo acuerdo en contribuir con plata al mantenimiento de los hombres que Felipe, cuarto de los de su nombre, destinara en las campañas que esperaron en el Báltico por un control de España sobre el comercio entre los puertos de Polonia y los de Lisboa y Cádiz.

Gaspar de Guzmán, en aún más afán y celo por su rey, añadió a su apellido el de Felípez. Y aunque nadie lo recordara después, en adelante se llamó Gaspar Felípez de Guzmán. Y después lo propio haría su primo Diego de Mexía, que lo hizo a la fatal sazón de la muerte de María, hija del de Olivares, que en un alumbramiento prematuro en Julio de 1.626 dio a luz a su primer hijo, una niña que nació muerta. Se buscó con prisa a una criatura recién nacida, que se presentó a la madre como si fuera suya. El engaño surtió efecto, pero María de Guzmán había quedado muy débil y el 30 de Julio moría. En razón de acercamiento con su primo primero y con su rey también, Diego derivó sus apellidos en Felípez de Guzmán, y se convirtió en un documento castellano válido en toda la Unión de Armas, en hijo de su primo que fue Gaspar de Guzmán.

En 1.976, un hijo de Pedro Ruy de Antequera, descendiente de otro Pedro Ruy que llegó a Lima después de haber desertado de la guarnición de Barranquilla unos cuantos de años antes, también cambió su nombre recién graduado en Literatura y Ciencias Políticas en aquella universidad. El algo nieto de Pedro Ruy eligió el nombre de ABE.

Quince años después de aquello marchó a Montpellier, en Francia, como lector de español en la facultad de letras.

Como él cuenta, llegó a Montpellier en tren desde París en la única noche en que había nevado en aquella zona del sur de Francia desde hacía cien años. Pero es muy buen narrador y no somos quiénes para hurtarle su historia que si quiere ABE haremos aparecer después.

Hasta es posible que en algunos momentos de nuestro cuento tengamos que mencionar a Ornella (que ABE no quiere ni anotar), y a la maravillosa dama de quien los suspiros y exclamaciones gozosas llegaban puntualmente a las once de la noche, cada noche, desde su apartamento en la tercera planta del edificio que aún hay frente al bistrot de Bernard, hasta los oídos de los celosos parroquianos que también puntuales acudían en busca de cualquier pastis con tal de escuchar antes de dormir aquel canto angelical.

Con el tiempo ABE olvidó a Ornella, aunque para borrar aquel recuerdo hubo que llegar primero, y muchas veces, hasta la farmacia y después a una lobotomización martirológica. Pero Claire, con alguna desaparición bien breve, siguió en su vida.

De todos los aburridos alumnos de ABE sólo Claire se interesaba en sus explicaciones e interpretaciones de lo que él a lo visto ya había leído, y de lo que ellos debieran en adelante leer. Segurísimamente Claire estaba más interesada en ABE que en Góngora y su Polifemo, porque bien cierto es que en nada le importaba el poeta español.

Como Gaspar de Guzmán y como Diego Mexía, Claire también cambió su nombre por amor y celo a su señor. Marta era un precioso nombre con pronunciación castellana, y especialísimo con su sonido Martá cada vez que lo pronunciaban sus compañeros franceses.

Para consultar sobre apuntes no anotados, y por Zorrilla impronunciable con dos erres, Marta visitaba el despacho de ABE que en principio se sintió asustado por aquella Doña Inés, pero que bien pronto y a hurtadillas viajó con ella a Marsella y Aix-en-Provence.

ABE explicaba cuidadosamente a Marta cómo de cruzados estaban los caminos de la literatura entre América y España. Aburría a la mujer estableciendo recorridos de ida y vuelta que él mezclaba entre el Siglo de Oro, el Inca Garcilaso, Espronceda y el insoportable Rubén Darío, Lorca, Borges, Muñoz Molina y Bryce Echenique.

En ocasiones al principio y casi siempre después, Marta visitaba el apartamento de ABE donde éste peroraba proponiendo pisco a Marta, que hasta se inclinaba por un whisky no sin antes recordarle a él que era profesor invitado en país de vinos y licores. Pero ni el alcohol ni la absenta ni el opio, tan francés, arrebata a los peruanos y las francesas como las palabras de las francesas y los peruanos cuando se comienzan a entrelazar en la danza de la seducción.

Y ella guiaba los pies de él y le enseñaba a bailar sobre aquel parquet.

Marta, que ya no era Claire cuando estaba con ABE ni cuando pensaba en él, preguntaba si Macondo existía o si las piuranas eran tan bellas como en las contadas del otro peruano. Y ABE, didáctico, aburrido y sin concentrar explicaba del mundo donde vivían Aureliano y el Coronel, y de lo estiladas que los piuranos decían ser las piuranas más bellitas.

De aquellas Marta desaparecía sin dejar rastro, y ABE no sabía si Marta había vuelto para siempre a París o sólo expiaba penitente los pecados que ella creía cometer con las conversaciones y encuentros con ABE que tanto encelaban a Raymond. Luego, unas veces días y otras semanas, reaparecía enfundada en sus jeans gastados desde que los compró.

En las clases en la facultad ni ABE se atrevía a mirar entonces, después de regresada, a Marta ni podía por eso saber si ella le miraba a él. Pero Marta quería saber más. Y no tardaba en volver a consultar con su profesor sobre si el amor en la literatura tiene que ver con algún amor en la vida, o si los contadores sólo narran una parte: la que recuerdan, la que quieren recordar.

Y vuelta a recomenzar. ABE se enredaba en los planos simultáneos temporales, y los criticaba en los escritores que empleándolos contaban en un solo cuento dos historias que querían ser paralelas, y que de tan paralelas nunca se cruzaban y debieran haber sido motivo de dos cuentos diferentes. Pero seguramente no tenían sustancia para tanto.

Mientras ABE hablaba Marta se levantaba del sofá, hacía los tres o cuatro pasos que la habitación permitía, parecía buscar un libro concreto en las estanterías, no lo encontraba y de seguido jugaba con algunos bibelots que había sobre una mesilla con habilidad y cara de reflexión de ajedrecista. Entonces ABE interrumpía sus explicaciones, recomponía la situación anterior de las figuritas, y con tono de profesor preguntaba a Marta si en el algo le importaban sus disquisiciones.

En algo sí. Pero a ella le parecía que no siempre las contestaciones tenían que ver con lo que había preguntado.

Pensaba que en la literatura sí, pero no creía que en la vida se pudiera querer a dos personas a la vez. Y si sí, ¿a cuántas? ¿A tres? ¿A diecisiete?

ABE contestaba entonces que el sólo era profesor de literatura, y que en la vida también, como ella, estaba aprendiendo porque todo lo que sabía lo había olvidado. Y ahí ponía un punto. Miraba su reloj, decía que se había hecho tarde y que aún debiera trabajar antes de acostarse. Era su forma de decir a Marta que la lección particular del día había terminado.

Con el cuello de su abrigo levantado y la bufanda sobre él, Marta caminaba por las pedregosas callejuelas de la ciudad, sacando una mano del bolsillo de cuando en cuando para ajustar la cinta del bolso que se descolocaba en su hombro, desequilibrada, con el balanceo que producía subir esos escalones que aún quedan hoy en algunas calles de Montpellier.

Después de atravesar la plaza del ayuntamiento, torcía por Rue de Tarantin hasta alcanzar la entrada de la residencia junto a la facultad.

Aún se ponía un camisón con botones hasta debajo del pecho, lavaba su cara, limpiaba sus dientes, y se acostaba sabiendo que tardaría un rato en dormir.

Mientras vaciaba dos ceniceros, ordenaba notas sueltas y cuadernos en la cartera sobre la mesa de trabajo en el piso de alquiler, ABE acompañaba en su pensamiento, unos pasos atrás, a Marta por las calles solitarias a esa hora de la noche, y se preguntaba a cuántas personas se puede querer. ¿A una? ¿A dos? ¿A tres? ¿A diecisiete?

Tampoco sabía contestarse a sí mismo con mucha claridad. Y ya en su cama, a la que nunca llegaba el sueño, se respondía que sí; que el problema a resolver no era más que si debiéramos establecer algún orden en el tiempo, si los amores intensos podrían ser simultáneos, y si en el caso de que algún orden hubiera que establecer quién lo podría señalar.

Un sábado de marzo Marta propuso a ABE viajar hasta la playa de Sète en el viejo y poco confiable Peugeot que a su llegada había adquirido. No fue ese día, pero antes de que llegara abril se acercaron hasta el mar.

La primavera en el Mediterráneo francés recordaba con sus temperaturas suaves a los inviernos del norte del Perú, sobre el Pacífico.

Pero el paisaje de Francia y sus ciudades y pueblos con las casas tan ordenadas, nada tenían que ver con el Perú. Ni Marta con Ágatha de quien entonces ABE se acordó.

Marta hablaba de todo con ABE, y sobre todo pedía a él que hablara de todo con ella. Pero en esas conversaciones no existían los amigos de Martá, con quién se veía, dónde estaba cuando no estaba ni en la facultad, ni en la residencia ni en el apartamento de ABE. Pero con frecuencia ABE imaginaba las citas de Martá con aquel motero de cazadora negra que aparecía en el aparcamiento de la facultad Paul Valéry en la Universidad III de Montpellier, con una placa de matriculación 75, de París, al que Martá se abrazaba por un momento y otro después volaba en dirección al ayuntamiento agarrada a la cazadora del motorista, sentada sobre la japonesa, con el pelo al viento y la cara apoyada en la espalda de Raymond.

Cuando entonces en dos o tres días Marta no visitaba más a ABE y ni siquiera asistía a clase en la facultad.

Quizá fue en una de esas ocasiones cuando Martá conoció a Madame Braudel y su pequeño hostal, a la orilla del mar, donde ahora pedían dos habitaciones distintas para pasar las noches del viernes y del sábado Marta y ABE, que observaba intrigado los afectuosos saludos que intercambiaban las dos mujeres. A continuación Madame Braudel se dirigió a ABE llamándole profesor, y comunicándole la alegría por tenerle en su casa donde siempre era un placer recibir a Martá y quien le acompañara.

En la cabeza de ABE se mezclaron la imagen del motorista y la de Ágatha, apoyada en el quicio de la puerta de una de las cabañitas del hotel Las Pocitas de Máncora, donde pasaron un fin de semana observando él las palmeras, los jardines y las flores, y ella decidiendo descasarse del aburrido español con el que se había atado siete años antes, cuando aún no conocía a ABE.