Mónica

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Mi secretaria se llama Isabel.
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Mónica:

Mi secretaria se llama Isabel. Trabajamos juntos desde hace aproximadamente dos años. Ella debe tener treinta y cinco ó treinta y seis. Cuando yo llegué a la empresa Isabel ya estaba empleada en la emisora. Al cabo de dos semanas le propuse trabajar a mi lado como secretaria, y aceptó el encargo.

Desde entonces hemos tenido una relación laboral que ha ido mejorando con la práctica y el conocimiento profesional de los dos.

Isabel tiene un carácter serio en el trabajo, e imagino que probablemente también en su vida. Su marido trabaja en la misma instalación, en la administración de la radio. Tienen un hijo de unos doce años, al que he visto alguna vez venir a buscar a su madre. También vive con ellos una perrita de la que no recuerdo en este momento el nombre, pero de la que he oído a menudo hablar, a Isabel.

Creo que emplea habitualmente lentillas para ver correctamente, pero no estoy seguro. A veces, en el trabajo, se pone gafas. No sé coincidiendo con qué. Yo he pensado que las lentillas, como a muchas personas, pueden irritarle los ojos y que, para descansar, ocasionalmente prefiera las gafas.

Viste de una manera un poco anticuada. No es eso exactamente. Quiero decir que, en mi opinión, podría sacar aún mucho partido a maneras de vestir más jóvenes. Probablemente esa es la cuestión. Isabel se prepara de una manera que corresponde, me parece a mí, a mujeres bastante mayores que ella.

A pesar de que las cosas son como te cuento, algunos días y en algunas posturas que adopta, no hay que fijarse demasiado para saber que Isabel tiene unas piernas largas y bonitas que deben terminar en un culo más bien grande, fuerte y con unas formas muy sugerentes. Cuando se inclina sobre los archivadores bajos, la goma de su braga, que rodea las piernas, se marca en esos pantalones de punto que tantas veces trae al trabajo.

Tiene dos tetas preciosas. Y lo sabe. Y le halaga que depende quién observe con atención. E imagino que le gustará que depende quién se las acaricie y bese.

Isabel tiene cara de inteligente; una frente bien despejada y rasgos marcados. Su pelo es largo hasta tapar la parte de atrás del cuello, y casi siempre un lazo se lo sujeta en la nuca.

Cuando habla, parece que sus manos van marcando acompasadamente el ritmo de su voz, y hable de lo que hable si miras a sus ojos tienes la sensación de que nunca dice todo lo que piensa. Tal vez el efecto tenga que ver con las lentillas que te dije que creo que emplea.

Los dos somos un poco distantes el uno con el otro. Es muy rara la ocasión en que me trata de tú, y desde luego nunca delante de otras personas. Me gustaría que imaginases nuestra clase de relación. Nos respetamos, tenemos -creo- muy buena opinión profesional respectiva, y es probable que cada uno por su parte, en alguna situación reservada, hagamos comentarios favorables a las maneras de ser que creemos que tenemos, ella de mí, y yo de ella. Nunca nos hemos visto a solas fuera de la radio.

Te dije el día que nos hablamosescribimos en CompuServe que no estaba solo en el despacho. No estaba en el mío que andaba en plena reforma. Me encontraba en el contiguo, compartiéndolo durante unos días con Isabel. La mañana en Madrid, la madrugada anterior en México, y tú desvelada buscando información sobre las elecciones españolas recién celebradas. Empezamos como empezamos y el encuentro fue para mí extraordinario. ¡Qué excitante!

Hice lo que sé por que tuvieras un buen momento, y en alguna ocasión me preguntaste si estaba solo. Ya te dije que no. Tecleaba frenético para que no perdieras tu ritmo, e Isabel debía estar preguntándose qué mosca me picó. Ella siempre es muy discreta o, al menos, yo no me doy cuenta de otra cosa.

Mientras yo jalaba tu precioso pelo, se levantó, cerró la puerta del despacho por dentro, caminó para colocarse detrás de mí y leía lo que tú y yo escribíamos al mismo tiempo, separados por catorce horas de avión.

Había venido vestida con una blusa crema, todos los botones abrochados, que en la espalda dejaba transparentarse el tirante horizontal de su sujetador. Llevaba falda. Escocesa con un tartán que no sé identificar. ¡Todos se parecen tanto! Predominaba el color verde, y abajo de la falda, en el lado derecho, un gran imperdible forrado en piel, cerraba la pieza de tela.

Los zapatos negros, de medio tacón. Y las medias también negras y muy finas.

Mientras elle me miraba escribir y leía lo que escribías tú y llegaba a mi pantalla, me sentía como si los tres estuviéramos en la misma habitación, yo haciendo el amor contigo, que me llevabas al cielo, e Isabel viéndonos.

Para ti se hacía muy tarde. Alrededor de las cuatro y media de la madrugada. En Madrid, en mi oficina, en el despacho de Isabel compartido ese día, las once y media de la mañana.

Has sido muy simpática conmigo. Antes de despedirte para dormir... ¿me dirás algo de las elecciones, Angel? Sí, buscaré y te haré llegar un mail con direcciones. ¡Que descanses, Mónica!

Empujo con la espalda hacia atrás mi asiento, que retrocede unos treinta centímetros sobre sus pequeñas ruedas. Isabel aparta mi teclado, se sienta sobre el tablero de mi mesa y coloca sus pies entre mis rodillas, sobre el sillón en el que estoy sentado.

Sus zapatos cierran como los de las niñas en los colegios de monjas. Una pequeña tira cruza sobre el empeine y se abotona en el lado derecho del pié derecho. Ya lo solté. El izquierdo es más fácil. Está apoyado en mi rodilla derecha y no me cuesta nada desabotonarlo.

Ahora el imperdible de la falda. Es de metal dorado y forrado con piel marrón. La aguja cierra en una "u" dorada. Lo suelto, lo saco, lo cierro, lo dejo a un lado, bien apartado.

Hace cinco minutos que estás acostada en tu cama. Ya te tranquilizaste y por fin vas a dormir esta noche de México. Sabes que tu marido y tu hijo llegaron bien a Oaxaca. El viaje como previsto. El teléfono tan tarde. Llegamos. Estamos bien.

Abro la falda de Isabel. Las medias negras, la braga blanca. Acaricio las piernas sobre las medias, y la postilla de una pequeña herida en un dedo de la mano derecha se engancha en algún punto de la media. Isabel se da cuenta. En el gesto para bajarse las medias hasta las rodillas adelanta el pubis hacia mí y atrasa los hombros. El pelo le ha venido hacia delante y algunos mechones cuelgan sobre sus gafas.

Ha recuperado la postura. Sentada en la mesa, los pies descalzos en mis rodillas, la falda abierta dejando ver su braga de la que escapa, por debajo de las gomas, entre sus piernas, algo de vello negro brillante.

Arrastro las medias hasta sus talones, enrolladas, y tiro desde el extremo, desde la punta de los dedos, para quitárselas del todo. Caen sobre mi pierna izquierda y las empujo al suelo.

Isabel me mira como siempre mira ella; sin decir todo lo que piensa sobre lo que está pasandopensando.

Mis manos están en sus caderas, por debajo de la falda, y adelanto los labios para besar el interior de los muslos, y acerco la nariz al pubis para olerlo por encima de la braga, que tiene un pequeño refuerzo en la entrepierna. Huele a mujer.

Arriba, junto a la cintura, la falda tiene en el lado derecho, una pequeña correita de piel marrón, a juego con la que forra el imperdible que sujetaba abajo, cogida en una hebilla dorada que suelto, y un corchete negro, oculto en la parte interior, que deja ya caer la falda a los lados de los muslos de Isabel, sobre mi mesa de trabajo, como un tapete verde, con rayas negras y otra más finas, rojas. No reconozco el tartán.

A la altura de la cintura, donde hasta hace sólo un momento, estaba rodeada por la falda, la blusa de Isabel aparece un poquito arrugada. No es seda. Es de un tejido sintético que la imita. Tiene siete botones. Contando desde arriba, el sexto queda sólo un poco por encima del ombligo, y el séptimo sobre el vientre y estaría tapado por la falda o el pantalón que Isabel usase. Hoy se vistió con falda y ahora está sentada sobre esa tela, en la mesa donde hace unos minutos yo tecleaba frases sugerentes para ti, que seguramente te acariciabas sola a solas mientras las leías en la madrugada insomne que te llevó al ordenador que hay en el estudio de tu casa mexicana.

A estas horas casi todo el DF duerme. El Ángel va a hacer su ronda por la Zona Rosa.

Me incorporo y abrazo a Isabel. La empujo hacia mí, beso sus labios, y mientras tengo una mano en su espalda con la derecha le acaricio la nuca. La lengua de ella se mueve dentro de mi boca, recorre mi lengua a un lado y al otro, abajo y arriba, saboreo su saliva.

Me aparto y voy soltando cada uno de los botones de su blusa, comenzando desde el que cierra en el cuello y bajando hasta el que está entre su pubis y el ombligo. Ahora la muñeca izquierda. Ahora la derecha.

En el centro de la pequeña tira de tela que une las dos copas del sujetador, hay bordado un corazoncito que relaciono con no sé qué marca española de lencería. Las manos vuelan por debajo de la blusa, espalda arriba, hasta el cierre del sostén. Ya no cierra más. Vuelven acariciando suavemente los costados de Isabel, llegan hasta debajo de sus pechos y suben despacio para empujar el sujetador hacia arriba.

En la parte superior derecha de su pecho derecho, un lunar. De nuevo beso los labios, revuelvo su pelo por detrás, en el cuello, y dejo la otra mano sobre la teta derecha. Me gustaría apretar pero tengo miedo de hacer daño a Isabel, y me contengo.

No sé si ella o yo aflojamos el nudo de la corbata, soltamos todos los botones de mi camisa, ya no hay cinturón, la cremallera del pantalón está abajo, con cada pié descalzo el otro y dejo caer el pantalón hasta el suelo. Creo que es ella quien comienza a bajarme el calzoncillo y termino yo.

Oaxaca, México, Madrid, México. El Ángel camina por la calle Amberes. Mónica duerme desde hace un rato, y yo estoy a punto de hacer el amor con Isabel.

Estoy arrodillado. A mi espalda el sillón en que trabajo. Delante su coño bajo la braga blanca. Se incorpora sólo un poco y arrastro la braga piernas abajo. Las rodillas, los tobillos. La braga también está ya en el suelo. A cada uno de los lados, una fila de cajones. Saco hacia afuera los segundos. Sujetos en cada mano un pie de esta mujer, y los llevo hasta apoyarse en los cajones.

Tiene los pies y las rodillas separados. En mis mejillas la parte interior de sus muslos, en la nariz el pubis, y la lengua recorriéndole el coño. Chupando de ella. Con los labios, y con la lengua. Las manos han pasado por debajo de sus piernas, a la altura de las rodillas, y con los dedos extendidos sujetoacaricio las nalgas. Mueve las caderas, y todo lo que arrastran, cadenciosamente. Más rápidamente cada vez. Los sabores de su coño van cambiando.

Caminando por Amberes, desde Reforma, antes de llegar a Londres, hay un club con las más bonitas bailarinas de Ciudad de México. Se llama "Royale". Las chicas siempre son gringas y se venden bien caras. No creo que todas ellas encuentren clientes todas las noches, todos los precios, hasta no pagar.

Un cubano de Miami está en México para importar cigarros puros de Cuba de La Habana para exportar los puros a los fumadores de cigarros puros que en los Estados Unidos fuman tabaco puro que llega de la pura Cuba a través de México. Se llama Fulgencio. Como aquél.

Es californiana. Tiene veintitrés años. Cindy. Cuando estudia, estudia en San Diego. Una amiga le habló del "Royale". Nadie te conoce. El sitio tiene clase. Sólo tienes que bailar y dejar que te vean lo que te quieran ver. Pagan tanto así. Hasta la última hora, cuando terminas de bailar, no puedes marchar con clientes. El negocio del local es la bebida. Los demás negocios, fuera de horas, si los quieres son tuyos.

Cindy. Ya dos semanas en México. Era cierto. Pagan bien. Sólo bailas si sólo quieres bailar.

Isabel se ha corrido. Y yo casi. Me pongo en pie y me acerco más al borde de la mesa. Me abraza por debajo de mi camisa y me lleva hacia ella. Con la polla acaricio el coño una vez y otra. El placer cuando es tan intenso no es muy distinto del dolor. El placer dura menos. El dolor mucho más. No se acaba. Por eso nadie lo quiere.

Mi mano izquierda pasa por detrás de su cintura, la derecha desde la espalda tira suave de su pelo hacia abajo, y las dos de ella empujan mi culo para que la penetre hasta donde la polla llegue.

Arqueada hacia atrás, follo con Isabel, besando los labios, el cuello, los pechos,...

Mil dólares es mucho dinero. El "Royale" va a cerrar por esta noche. No falta mucho para que comience a amanecer en México. Cindy camina acompañando a Fulgencio, calle Hamburgo arriba, hasta el hotel Westin donde él se hospeda.

Hoy no pensaba trabajar más después de bailar. Pero el cubano es atractivo y paga lo que pidió. Ella no lleva ropas de trabajo. Viste tejano, un suéter, zapatos deportivos, y lleva un pañuelo con dibujos de caballos anudado en una tira del bolso. El negro con marrón que vio en el escaparate de Gucci, dos cuadras antes del Westin, es muy bonito. Lo compraría mañana.

No puedo aguantar más y me corro en el coño de Isabel, al mismo tiempo que ella, que me clava las uñas en la espalda.

Me empuja despacio hasta sentarme en mi sillón, baja de la mesa, se arrodilla delante de mí y chupa la polla con la lengua y los labios. Aún se va a sentar sobre mí, y follamos otra vez.

Supongo que a los dos no gustaría decirnos algo. Yo no sé qué. Creo que ella tampoco.

El patio interior del Westin tenía una bóveda acristalada, que está hecha pedazos. Casi todos en el suelo, ensangrentados. Cindy no tiene más vestimenta que el suéter que trajo, y está muerta entre cristales de color.

La corriente de aire hace que una cortina salga por la ventana abierta, nueve plantas más arriba. Fulgencio está descalzo, con el cinturón suelto, la guayabera abierta, sentado en un sofá de damasco, con un disparo en la cabeza, muerto.

Dentro de media hora Mónica tiene que levantarse para ir a su oficina de asesoramiento legal. Esta noche casi no ha dormido.

Isabel y yo hemos follado en la mañana de Madrid. Única vez en nuestras vidas.

A Mónica le esperan recados sobre las elecciones españolas. Ganó el partido de José María Aznar. Es posible que no pueda formar gobierno. Necesita apoyos para la investidura y no los encuentra.

El tapón en Reforma es el de siempre. El Ángel ha vuelto a su lugar.

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