El Duque de Rhül

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Un noble catalán se enreda con una prostituta.
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1

Las fechas ahora no son importantes, tampoco importan demasiado los lugares, confórmense con saber que España pasa por momentos de agonía y desesperación. La gente respira miedo, habla temerosa y vive escondiéndose. Hay enfrentamientos por doquier, las ciudades son bombardeadas, la seguridad y la paz, que tanta falta hacen a los pueblos, ya son simples evocaciones míticas, apenas comparables con los legendarios nombres del Cid Ruy Díaz o de Amadís de Gaula.

El amor que sentimos los ibéricos por nuestra tierra es casi igual de legendario; sin embargo nunca hay que confundir amor con estupidez. Quienes no tienen qué perder, se quedan ora a luchar ora a esperar que las convulsiones pasen; pero nosotros, los que sí tenemos, y mucho, preferimos andarnos con tiento y salir lo más pronto posible a lugares más pacíficos y seguros para nosotros y nuestros caudales.

Yo fui duque de la Casa Rhül, primo de Güell, señor de Balenyà e hidalgo de Barcelona; pero ahora me encuentro rebajado a la patética condición de refugiado, de temeroso, si no es que cobarde. Hoy mismo me voy para Montpellier, una sobrina mía acaba de enviudar y, enterada de la situación aquí, me ha ofertado su casa y su compañía. Afortunadamente he invertido allá lo más posible en tiendas y algunas industrias eclesiales. En cuanto llegue, espero no tener más preocupaciones.

2

Es Montpellier una región hermosa cercana a los Cevenas, ¡cuán fresco es el aire de la libertad y la confianza! Este lugar es tan bello y pacífico que me hace desear quedarme por el resto de mis días. Aquí mi único temor es que mi sobrina intente cocinar de nuevo, y no porque la cocina le represente un peligro, antes bien porque dudo ser capaz de aceptar otro de sus pucheros. En definitiva ella nació para ser servida que no para servir. Sin embargo es una anfitriona excepcional, no ha dudado en dejarme la habitación de su difunto marido y en presentarme ante sus criados como el nuevo patrón. Estas atenciones, desde luego, me resultan de lo más gratas; empero no pretendo usurpar el lugar del finado, después de todo sólo soy un huésped y en cuanto vuelva la paz a España, regresaré a mi casa de Barcelona.

3

Ya llevo algunas semanas aquí. Mis inversiones comienzan a rendir los frutos esperados: las tiendas son muy socorridas, y el obispado nos colocó a mi sobrina y a mí en el pináculo de la sociedad gracias a mis copiosas donaciones. Los demás ricos se humillan ante nosotros y el vulgo, en general, nos tiene por los beneméritos de este lado del Languedoc. Todo esto me hace sentir como cuando recién llegué a Balenyà.

4

Hoy se ha inaugurado el Centro de Beneficencia Rhül, el obispo fue el principal promotor de esta obra de caridad; sin embargo mi sobrina y yo estamos conscientes de que jamás hubiera sido posible sin mi dinero. No quiero alardear de eso; pero ¿cómo puedo callarlo si Montpellier entera me hace caravanas cada que salgo de casa? Todos, ricos y pobres, me ven como una bendición. Inclusive, hace un par de días, alguien me dijo que era yo más francófilo que los leguleyos de Tolosa. ¿Qué hombre puede resistirse a la seducción de semejante elogio? Sólo pido a Dios que permita a mi fortuna seguir creciendo, no para quedármela sino para seguir contribuyendo con el mejoramiento de Montpellier… y yo pensaba, cuando arribé, que era un lugar inmejorable.

5

Es definitivo, no he de volver a España, mi hogar y todo lo que amo están aquí. Voy a casarme con mi sobrina, ya he hablado con el obispo y ha dicho que no existe problema alguno, la Iglesia puede dispensar ese lazo de sangre tan nimio que tenemos. No obstante, me es difícil concebir que pronto estaré durmiendo en la cama del difunto como él dormía: siendo el legítimo señor de la casa.

Tal vez mande construir nuevos aposentos, para dejar que el muerto conserve su alcoba y no se enfade conmigo; por otro lado, si mi sobrina será mi nueva esposa, no veo qué nos impida dormir juntos… ¡No! ¡Esos pensamientos satánicos son los que causan la perdición de cuerpo y alma! Si me caso con mi sobrina es porque la amo y quiero asegurarle una vida sencilla y honesta. Acaso tendremos un hijo para que se encargue de seguir las obras que he comenzado. Nada más.

6

¡Soy el hombre más feliz de la Tierra! Veo con gran alegría que Montpellier crece y crece. Las tiendas no tienen competidor, todas me pertenecen. El obispo se ha interesado mucho en un proyecto que le comenté hace días: un santuario como el de Montserrat; pero en medio de los Cevenas. Ricos mineros de Tolosa me han invitado a invertir en sus talleres y minas. Mi mujer al fin ha quedado embarazada, ruego a Dios que sea de un varón. No ha pasado un día en que no dé gracias por haber llegado aquí.

7

Desde que vine a esta ciudad, por vez primera la desgracia se cierne sobre mí: mi esposa murió durante el parto y mi hijo ha nacido muerto. El obispo trata de consolarme, diciendo que así debía ocurrir, que era la voluntad de Dios… No quiero saber.

No pasaré este verano en Montpellier, seguramente todos estarán hostigándome, tratando de darme su más sentido pésame… Dejaré al obispo encargado de mis negocios y volveré a Barcelona ahora que todo se ha calmado, ojalá la Casa Güell no haya dispuesto de mis propiedades en este tiempo.

8

Amanecí triste; pero con ansias de salir, con la añoranza de deleitarme al recorrer Barcelona, anhelante de ver el sol refulgiendo y, entonces, hallarme antojadizo por la propia melancolía insertada dentro mío, contrastando ésta con la vida intensa y alegre desenvolviéndose sin recato ni leve disimulo ante mis ojos. ¡Cómo extraño a mi mujer!

La vida para muchos es un gozo inefable, otros tantos la conciben como un lupanar lujoso, hay quienes le ven cara de mazmorra y quienes la encuentran semejante a un muelle almohadón, existen esos a los que se les antoja poco sustanciosa y los que la prefieren imaginaria. Yo considero que la vida es un engaño, es un drama mal escrito donde el protagonista, uno mismo, al hacer el bien es recompensado con dolor, y el antagonista se jacta de haber propinado semejante recompensa. El mundo, pues, es una contradicción por su propio pensamiento. ¿Dónde más se paga con mal al que bien hace?

9

A las razones del hombre ya no me gusta atender, porque son objeciones idiotas. Pienso que uno no debe esperar de la vida gratitud, mucho menos algo bueno. Desgraciado de mí que aprendí esto tan tarde, de joven tuve que atender más a las razones de mis padres que a las mías. Ahora veo la pletórica cosecha de mi error: mi esposa está muerta, mi hijo también, mi primo regenta mi señorío y yo me pudro en la opulencia de su casa, ostentando un ducado que se limita a una villa aledaña a Balenyà.

He salido. Como me lo esperaba el sol refulge y la gente va de aquí a allá. Algunos transeúntes me saludan al pasar, respondo con una leve inclinación. No puedo evitar recordar a mi difunta mujer, con ella pasaba las horas más bellas del día y, con el anhelo de un hijo, compartíamos jubilosos las noches. Comienzo a pensar que su primer marido envidió nuestro matrimonio y por eso me la arrancó junto con mi heredero. Sin embargo, ¿fue mi culpa que aquél haya nacido, crecido y muerto impotente? ¿Fue mi culpa, en primer lugar, que estallara la guerra? Yo nunca hubiera pisado Francia de no ser por necesidad. Menos mal que el obispo y los de Tolosa continuarán enviándome las ganancias que me corresponden, me quedaré en España hasta el invierno, o mejor hasta el verano siguiente.

10

¡Cómo quisiera que todo fuera un sueño! ¡Si todo fuera una ilusión onírica…! Pero no, no es sueño ni pesadilla. Es la vida. ¿Cómo pudo ocurrirme que un día fuera yo un caritativo y apasionado gentilhombre, y ahora sea el parásito de Casa Güell? Mis únicas actividades desde hace meses son: recibir el dinero que me llega de Francia y acuciar a las criadas para que tengan todo en orden. ¿A qué me han denigrado? ¡Soy un vil mayordomo!

Mañana, no me importa lo que diga mi primo, saldré todo el día. ¡Es más! ¡También me ausentaré durante buena parte de la noche! Un hombre de mi linaje no merece ser rehén de su familia, mucho menos su mayordomo.

11

Llegó el día de mi libertad. Me importa un bledo no saber qué hacer, me he propuesto estar afuera y lo cumpliré, ¡vaya que sí! Iré a la cervecería a hacer planes. ¡Este día será memorable! ¿Y si planeo el resto de la semana? ¿Del mes? ¡Decidido está! Este mes Casa Güell no me verá en lo absoluto.

Ya que me ausentaré también por las noches, ¿por qué no me hago de una amiga que alquile sus cariños? ¿Y me conformaré con una? ¡Soy rico! ¡Tendré una manceba diferente cada noche!

Ya estoy en la cervecería, he pedido una ronda de bebida para todos y me he sentado a jugar cartas con unos jóvenes que me invitaron tan pronto ordené los tarros. Todos en el establecimiento, excepto mis compañeros de juego, me miran con cierta extrañeza. Aunque me puse el traje más viejo que tengo, es obvio que desentona con las descuidadas ropas del populacho. No importa, les agenciaré un par de rondas más, sólo para que me dejen tranquilo.

—Y dime, amigo –musita el muchacho más cercano a mí– ¿a quién mataste para conseguir ese caudal?

Suelto una risotada, doy un sorbo a mi cerveza y respondo:

—He matado al padre de una francesa ricachona. Violé a la gabacha y después huí con todo lo que pude cargar, incluyendo este traje del viejo.

Los demás jóvenes ríen ante mi respuesta. La mentira les resultó demasiado obvia.

—Bueno, ¿y cómo te llamas?

Titubeo un momento.

— Rhü…l.

—¿Raúl? ¡Un placer conocerte!

El muchacho estrecha mi mano y a continuación se presenta como Adolf, después me indica el nombre de los comensales.

Tras varias partidas que pierdo comienzo a comprender mejor el juego, los chicos sugieren que apostemos y termino ganando. Me siento mal por los muchachos, parece ser que les he quitado varias semanas de sueldo. Les entrego la mitad de lo que me llevo.

—¿Y esto por qué? –pregunta Adolf.

—Por el juego –contesto altanero–, la otra mitad si me dicen dónde puedo encontrar una doncella cariñosa que me brinde calor esta noche.

Los muchachos comienzan a nombrar calles y lugares. Cuánta vergüenza siento al ver que unos mocosos tienen más experiencia que yo. Después de discutir un momento llegan a un acuerdo: la Rosalía. Me dan santo y seña del lugar donde puedo encontrarla.

—¿Y es una mujer bonita? –interrogo.

—Escultural… –dice uno.

—Es sencillamente puta –interrumpe Adolf– y es británica. No cobra muy caro. Dicen que lo hace por diversión.

Río para mis adentros, ¿no se han dado cuenta de que el dinero es lo que menos me preocupa?

Cumplo con lo dicho y entrego la otra mitad. Ahora apresuro el tarro y termino mi cerveza. Hago una reverencia a los muchachos y salgo raudamente. Quiero llegar donde la Rosalía lo antes posible.

12

—¿Y cómo ha estado? –pregunta el joven Adolf haciendo tremendos esfuerzos por mirar mis cartas.

Suspiro como añorando glorias pasadas y digo:

—Sin recato ni disimulo me dio su mano a besar –bebo cerveza, prosigo– en cuanto la tuve enfrente.

—¿Y luego? –dice otro de los jóvenes jugadores.

—Su perfume emponzoñaba todo en rededor suyo; pero me acostumbré rápido. Le dije que necesitaba un lecho caliente para pernoctar.

Bebo de nuevo y continúo:

—Muy atenta, porque vaya que se comporta con diplomacia, me ofreció pasar la noche en su casa, en su cama.

Los muchachos ríen con picardía.

—Poco departimos –digo–. Me llevó de la sala a su recámara y cerró la puerta con llave. Me dijo que sus criados perturbaban a los visitantes y eso le disgustaba en demasía. Más luego comenzó a desvestirse, yo hice lo mismo. Al poco rato ambos estábamos en cueros y ella gritaba desesperada: ‘¡Bésame! ¡Bésame!’.

Los muchachos bajan las cartas y centran su atención en mí. Sigo.

—La aferré con fuerza y junté mi boca con la suya. Su tibio aliento se mezclaba con el mío. Le metí la lengua con cierta parsimonia hasta que sentí la suya. Me mordió el labio inferior. Lentamente bajó una de sus manos hasta mi entrepierna y comenzó el natural ballet entre sus delicados dedos y mi miembro.

La exclamación es general en la mesa.

—Cuando estuve bien duro me empujó de espaldas, a la cama. Me montó a horcajadas y comenzamos el rítmico movimiento sexual.

”Tomó mis manos y las puso sobre sus redondos pechos. ¡Ah! ¡Qué muelles y delicados! Mis dedos se hundían en su piel tan tersa. Con los pulgares estuve jugando con sus pezones, luego me acerqué a tan preciosas joyas y, juntándolas gentilmente con las manos, las introduje en mi boca. No pude evitar mordisquearla, quería comerme aquellas esculturas.

Los chicos exclaman, imaginan…

—Volvimos a besarnos para después cambiar de posición. Se apoyó sobre sus rodillas y sus manos a modo de cuadrúpedo e irguió la rabadilla. Yo, arrodillado ahora, le introduje mi animal por detrás y repetí el exquisito movimiento. No pasó mucho cuando cogí sus largos cabellos, que caían sobre su espalda como una cascada de oro, y los jalé a modo de riendas. Lanzó un alarido, mezcla de dolor y éxtasis, y me acució a golpearla. Le propiné sendas nalgadas que le enrojecieron vivamente las posaderas.

La risilla de los jóvenes me inspira a contar lo siguiente.

—Para finalizar me incorporé y, jalando con fuerza su cabellera para que alzara la cara, en su boca entreabierta introduje aquello que tanto habían besado sus inferiores labios. Con la delicadeza de un bebé que se alimenta, comenzó a mamar hasta que fluyó de mi conducto el tibio elixir de la procreación.

”Ya que amaneció, estábamos ambos recostados sobre la cama. Ella se encontraba bocabajo y enteramente descobijada. Por el contrario yo estaba envuelto en sus sábanas y reposando con la barbilla en alto. La desperté con un beso en la boca.

”Antes de irme me ha dicho que nadie nunca la satisfizo como yo, y que espera recibir de mí un buen presente de día de san Jorge.

—¡Vive Dios! –jura Adolf– ¿En verdad te lo ha dicho?

—La Rosalía nunca le pide regalos a nadie –dice otro comensal.

Mas si no lo acostumbraba, conmigo hizo excepción.

13

La casa de la Rosalía me recuerda mucho a mi casa en Montpellier. De algún modo, la Rosalía se parece a mi difunta esposa. Aunque claro, sólo en rasgos muy particulares, como que es una excelente anfitriona. Por lo demás son totalmente antípodas. ¡Pardiez! ¡Mi mujer muerta! ¿Qué estoy diciendo? Me ha hecho daño estar tanto tiempo fuera de Casa Güell. Hoy tengo que volver… ¿tengo? ¡Ah! ¡Yo no tengo que hacer nada si no me viene en gana! De hecho, me viene muy en gana escribirles al obispo y a los de Tolosa, y decirles que…

—¿En qué piensas? –interrumpe la Rosalía, lame el semen que tiene en sus labios– ¿Te ha gustado?

—Tanto como la primera vez.

—Estás muy pensativo, dime, ¿qué tienes?

—Estaba recordando…

—¿Ajá?

Parece que de verdad le interesa.

—Salí hace ya mucho tiempo de la casa de mi primo…

—Bueno, ahora ésta es tu casa, what’s the matter, Sweetheart?

—El regalo que te di en junio…

—¿El de san Jorge?

—Sí, el de san Jorge.

—¿Qué hay con él?

Intento pensar en algo. No sé qué decir.

—¿Qué pasa con el regalo, Sweetheart?

No respondo.

—Me ha encantado y lo sabes, de lo contrario no lo hubiera puesto en la antesala. Tardo pero finalmente hablo:

—Lo que te di no era tu regalo.

La Rosalía suelta un gemido entrecortado. Frunce el ceño. No comprende.

—El verdadero regalo te lo daré hoy.

—¿Hoy, dices?

—Sí, mi amor. Hoy.

—¿Me dices qué es?

—Una sorpresa… en casa de mi primo.

14

Nunca había visto a la Rosalía tan feliz. Ni siquiera cuando se enteró de que soy duque de Rhül y vio mis ganancias venidas de Francia rebosaba tanto júbilo. Apenas llegamos a Montpellier, sus ojos brillaron como los de Venus emergiendo de la espuma del Egeo. La gente nos ha recibido con tal jolgorio que han declarado este día un feriado.

El obispo está feliz de que haya vuelto. Me presentó a su coadjutor, el padre Murat. Es un hombre tozudo y enérgico, acaso tendrá la edad de la Rosalía. Él se ha estado encargando de mis administraciones los últimos meses.

—Es un placer por fin conocer al caballero que ha hecho tanto por nuestra ciudad –dice el padre Murat y besa mi mano.

—El placer es todo mío –respondo–. Cuando llegué a Montpellier por vez primera mis únicos amigos eran mi sobrina y Monseñor. La Iglesia y yo hemos sido inseparables desde entonces.

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