La rata - capítulo 01

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Nere es hipnotizada.
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Parte 1 de la serie de 4 partes

Actualizado 06/14/2023
Creado 12/18/2010
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Rompiste el silencio sin usar palabras, sin saber que rompías un cómodo letargo. La puerta de madera se abrió. La visión de la sala, sin nadie, te dio la bienvenida. El holgado huevón que leía y no escribía, cerraba ya la puerta de su habitación cuando entraste al departamento, la obligada expresión de hastío en tu rostro. El silencio también ese día te reprochó la forma en que timbrabas.

Entendías a medias el habitual suceso y te destrozaste el letargo interno con una también habitual maldición que apenas se resbaló de tus labios. Tus quejas palmearon tu espalda, alguna te acarició el cabello y otra desabrochó los primeros botones de tu blusa. Te siguieron a una prudente distancia mientras avanzabas hacia el refugio tranquilo que ya era tuyo, y dentro saludaron con efusión al pobre perdedor que se olvidó del hambre y a la indeseable perra gorda que nunca te atendía. Ambos mascullaron un saludo de regreso. El silencio se holgó de que entonces lo dejaras estar en los cuartos y la sala.

✽ ✽ ✽

Dormiste entre el obeso pelagatos que en otro tiempo se moría de hambre y la gorda desgreñada que no te respetaba. Tus sueños se acomodaron a tus pies, mientras tus ronquidos se confundían con maledicencias dichas en voz baja. No necesitabas despertar a ratos para saber que sólo tú dormías toda la noche en tu refugio tranquilo.

En la madrugada, sentiste que la perra miserable que jamás se ha humillado ante ti se levantó de tu cama y salió de tu refugio, al poco rato la siguió el antiguo mendigo que se relamía con lo que dejabas en el plato. La inmensidad de la cama reconfortó tu cuerpo magro, tu espalda llena de pecas oscuras, tus piernas enjutas, tu pecho de adolescente que jamás se desarrolló, tu cuello de garza aficionada a los arciprestes... Sobre tu cara impasible, de ángel que sueña, de perfil romano, de ojos de gato montés, un velo de satisfacción descendió con delicadeza y se quedó hasta que los primeros rayos de sol te rogaron que despertaras.

✽ ✽ ✽

Rompiste el silencio para que te abrieran la puerta del departamento que debería ser tuyo. El asqueroso memo que no te hablaba casi, te sonrió al entrar. Lo miraste fastidiada.

—¿Cómo te fue, Nere? —dijo sin mudar el semblante alegre.

Por respuesta, pujaste con desgano.

—¿Te están esperando? —insistió como si no supiera que tú ya eras dueña de la otra habitación.

No respondiste.

—¿Tienes calor? ¿Quieres algo de beber?

Le lanzaste una mirada pestífera. Dijiste con enfado:

—Sí, tengo mucho calor y quiero un refresco frío, ¿vas a ir a traérmelo?

El mediocre bonachón que te era indiferente, sin dejar de sonreír, respondió con gentileza:

—Te lo traigo, ¿quieres alguno en especial?

Lo miraste perpleja.

—Voy a tomar agua —balbuciste—. No tengo monedas para que vayas al expendedor.

—Yo tengo monedas —replicó calmado.

—No pienso pagarte —dijiste enfadada, como si hubieras descubierto las intenciones del ruin demente que odiabas y que nunca te agradeció que lo dejaras vivir cerca de tu refugio.

—Por supuesto que no —señaló, su rostro de nariz ancha se ruborizó—, sería incapaz de cobrarte, Nere.

—¿Qué quieres? —prorrumpiste al fin, harta.

—Quiero traerte un refresco frío para que se te quite el calor.

—Tráeme una gaseosa de limón —ordenaste—. Y apúrate, que me duelen los pies de estar parada todo el día.

—Me voy corriendo —dijo al tiempo que abría la puerta del departamento.

Lo viste salir y volver en un instante. Entre las manos traía dos latas de gaseosa.

—Sólo quiero una —aclaraste con cierto pudor y tus mejillas se enrojecieron. Tal vez el bonachón zopenco que te trajo la gaseosa quería una él también.

—No supe qué marca prefieres —comentó y te ofreció ambas latas.

—Ésta me gusta —aclaraste al tiempo que cogías una, sin fijarte cuál.

La destapaste y bebiste. De súbito apartaste la lata de tus labios.

—¿No vas a tomártela? —inquiriste con exigencia, al ver al obediente huevón que casi no dejaba de sonreír, parado delante de ti, con la otra lata en la mano.

—Es tuya —respondió.

Lo miraste perpleja nuevamente.

—Gracias —musitaste.

—Ni lo menciones. ¿Dónde la pongo? ¿Puedo hacer algo más por ti?

Señalaste la mesa del comedor mientras apurabas el trago.

—Te agradezco la bebida; pero ya dime en serio, ¿qué quieres? —interrogaste de inmediato.

El holgado bruto que no te caía tan mal, te dedicó una mirada bondadosa y contestó:

—Quiero saber si puedo hacer algo más por ti.

Una sonrisa sardónica se dibujó en tu rostro de ángel romano y respondiste con sorna:

—Sí, me duelen los pies. Dame un masaje.

—Vale —fue su respuesta, junto con una sonrisa.

Te recostaste en el sofá para tres, sin zafarte los tacones. El obediente loco que se portaba contigo como todo el mundo debería portarse, te descalzó y arrodillado, dio masaje a tus pies pequeños, de dedos delgados, de uñas claras, de talones enrojecidos, de plantas suaves, de empeines bronceados, mientras con su voz profunda, clara, de varón docto, te contaba su vida, te hablaba de sus libros, de sus deseos, de sus talentos... Te hacía volar el pensamiento a los países exóticos sobre los que había leído o tal vez escrito; te hacía soñar con las bellas mujeres que había conocido, no, que había poseído. De súbito, inmersa en sus palabras, viste con claridad la forma en que, una por una, las había domeñado, las había rendido, las había hecho suyas.

Los dedos de su mano suave, delicada para ser de hombre, recorrieron tus plantas con un movimiento circular que te adormiló. La gruesa voz invadió tu cabeza. «Duerme», te decía, «relájate y duerme». Las mismas palabras se sucedieron una y otra vez, hasta que tu consciencia se desvaneció y la voz ordenó:

—Ábreme tu inconsciente y dame su control total.

En tu interior pareció desaparecer una barrera. La voz repitió en alto la orden varias veces hasta que poco a poco se convirtió en un susurro, y por dentro te sentiste desnuda, vulnerable, incapaz de oponer tu voluntad a nada. Pronto no quisiste otra cosa que perderte en ese murmullo apacible que te invitaba a ceder, como una devota esclava.

—¿Me escuchas, Nere? Respóndeme —instó nuevamente la voz de mando.

Balbuciste una afirmación acompañada de un espeso hilo de saliva.

—Escucha y obedece —prosiguió el hombre; la satisfacción en su rostro, la serenidad en su mirada, la autoridad en la voz—: ahora estás bajo mi influencia y bajo mi control. Soy tu amo, tu único amo, al que adoras y obedeces incondicionalmente. Adorarme es obedecerme. Obedecerme te da placer. Obedecerme te hace feliz. Repítelo y acéptalo como la única verdad. Grábalo para siempre en tu mente inconsciente.

Musitaste las palabras como quiso el único amo que obedeces y adoras, mientras en el interior de tu pensamiento, se grababan indeleblemente como la verdad.

—Adorarte es obedecerte... obedecerte... me da placer... obedecerte... me hace feliz...

—Todos los pensamientos y nociones —continuó, eligiendo las palabras con cautela— que genuinamente has producido tú, por el mero hecho de ser tuyos no valen nada. Bórralos definitivamente de tu ser.

En el interior de tu cabeza, la voz del docto amo que siempre deseaste servir, resonó y el eco cada vez fue más fuerte conforme se difuminaban y perdían tus ideas, tus creencias, tus aprendizajes, tu experiencia del mundo como mujer, como Nerea. Se quedaron apenas las cosas que tus padres o que la mujer que ya no llamas hermana habían sembrado en ti, los comportamientos condicionados, los traumas, lo que otros te habían hecho creer y que, ya que obedeciste al amo, jamás refutaste por tu cuenta, y en la cima de aquel pequeño cúmulo ideal, estaba la verdad que él, tu único dueño, te había enseñado. Entre tus entrañas nació un deleite que te recorrió el cuerpo. Te sentiste feliz.

—Ahora tus pensamientos son aquellos que yo te ordeno pensar —siguió la voz del amo verdadero que te enseña la verdad—, tus actos son los que yo te ordeno ejecutar. Eres incapaz de pensar por tu cuenta, eres incapaz de actuar sin mis órdenes. Tu voluntad es nula, así como tus deseos de ser independiente, de actuar por cuenta propia, de pensar por ti misma. Eres mi esclava, mi pertenencia, mi objeto. Eres mi juguete, mi muñeca viviente. Saber esto te enloquece de placer. Sólo yo soy importante en tu vida. Tu vida es adorarme. Tu vida es obedecerme. Y esto también es la verdad. Guárdalo en lo profundo de tu inconsciente y acéptalo.

Dentro de tu cabeza las palabras del amo se convirtieron en imágenes, sonidos, texturas, y aunque las experimentaste junto con el creciente deleite que te nacía en el cuerpo, no pudiste entender esta experiencia, ni lo deseabas, hasta que desearlo no fuera una orden, hasta que desear no fuese obedecer.

—Mi vida... es... obedecer...

—Toda cosa que yo te diga, sin importar qué, es cierta y verídica para ti —escuchaste y pensaste y obedeciste—. Puedo programarte estés consciente o inconsciente, y de cualquier manera asimilarás mi programación perfectamente. Ahora, vuelve a tener consciencia.

Lentamente volviste en ti.

El amo que adoras te sonrió y dijo:

—Cuando te sonría, siéntete feliz, Nere.

—Sí —respondiste tímidamente, mientras una sonrisa infantil se dibujaba en tu rostro de ángel obediente que ya no puede soñar y un gozo desbordante crecía dentro de tu pecho de mujer que nunca salió de la adolescencia.

El rechoncho caballero que vivía con tu amo se allegó a la sala con parsimonia. Al verte descalza y recostada en el sillón, mientras aquel cuya palabra es la única verdad que conoces y necesitas conocer estaba aún arrodillado, su rostro delató contrariedad.

—¿Está todo bien? —preguntó con genuina preocupación el noble hombre.

—Sí, sí, tranquilo —respondió tu amo.

—¿Qué pasó? ¿Por qué estabas de rodillas? ¿Qué te hizo...? —insistió el otro sin abandonar el recelo, mientras su mirada nerviosa, asustada, se dirigía sin concierto a tu rostro apacible y al grave pero sereno semblante de tu único y verdadero poseedor.

—Amigo mío, cálmate.

—Pero... ¿está todo bien...?

—Estamos bien —fue la categórica respuesta y añadió tu amo y propietario—. De hecho, nuestra querida Nere está incluso mejor.

Y al escucharlo, supiste que era cierto y eso te hizo feliz.

✽ ✽ ✽

Estás desnuda y tiendes la cama del amo que te crea y recrea a voluntad. Él te había ordenado que dijeras que te marchabas del departamento y que suplicaras a la mujer que llamaste hermana y al hombre que llamaste cuñado, que te perdonaran por haber sido una putilla vil, malcriada, malagradecida, miserable, desgraciada y despreciable; que ya era momento de pagar tus crímenes contra ellos y contra su paciente huésped; que en adelante mandarías algo de dinero para solventar los gastos de la casa, en vista de que tantos años habías vivido gratuitamente ahí sin siquiera aportar para pagar los servicios, y sin haber sido amable una sola vez, que tú recordaras. Ellos te abrazaron; pero no preguntaron adónde ibas ni te desearon que te fuera bien. Te fuiste con dos maletas de ropa y tu computadora portátil, las maletas las abandonaste en un barrio del centro de la ciudad, y la computadora la empeñaste. Te quedaste sentada en una banca del parque, con el dinero aprisionado en tu ingle, hasta que al anochecer apareció el amo único que amas con locura y te sonrió.

—¿Hiciste lo que te dije, Nere? —preguntó.

—Sí.

—¿Todo?

—Sí. Todo.

—¿Qué dijiste en la casa de empeño?

—Que quería dar en prenda mi portátil.

—¿Y qué más?

—Que soy una putilla malcriada que no merece tener una computadora.

El amo aplaudió tu respuesta y a continuación dijo:

—¡Excelente, Nere! Bueno, ahora dame el dinero.

Te desabrochaste los vaqueros negros que llevabas puestos y los bajaste hasta el suelo, a continuación te bajaste los calzones hasta las rodillas y cogiste los billetes, que se habían adherido a tu piel por el sudor, y estaban húmedos y olorosos como el pescado. El amo contó el dinero y continuó:

—Eres una putilla muy obediente, Nere, por eso quiero que te sientas cómoda, deja esos vaqueros aquí, a ver si los encuentra alguien a quien le hagan falta. Los calzones póntelos en la cabeza, bobita, quiero que huelas bien tus propios aromas. Ahora ven, vamos a casa.

Se fueron caminando. Comenzaba a hacer frío.

Los automovilistas que pasaban, pitaban al ver tu culo, torneado aunque bastante enjuto.

—Te da mucha vergüenza que la gente te vea desnuda —comentó el amo y echó una risita juguetona—. Y entre más vergüenza sientes, te excitas más y más.

Comenzaste a sentir mucha pena y en tu interior un deseo tortuoso se creó. Querías huir; pero no lo sabías, no podías pensarlo. Sólo podías aceptar la vergüenza creciente y, con ella, el ansia de satisfacer tu sexo.

Llegaron al departamento cercana la medianoche. El amo notó que tus muslos estaban empapados de tus propios jugos y de orines. Tu exacerbado pudor te había hecho orinarte de pena, al tiempo que tu vagina se lubricaba; deseabas con vehemencia satisfacer la desmedida estimulación que el trayecto te había causado.

—También te da vergüenza mojarte así, Nere.

Un gemido se te escapó.

El amo al que estás consagrada te ordenó guardar silencio. Te llevó a su habitación y ahí te dijo:

—Vas a permanecer aquí sin hacer ruido nunca. Sólo hablarás cuando te pida una respuesta. Tienes prohibido salir de aquí a menos que yo te diga lo contrario. ¿Comprendes?

Asentiste en silencio.

—Excelente —comentó él al tiempo que estiraba la mano para despojarte de los calzones que llevabas a manera de máscara.

Esa noche, recuerdas, compartiste su lecho y te favoreció dos veces antes de dormir. Cuando terminó la segunda ocasión, te susurró al oído:

—Sólo yo te puedo dar placer.

Y el silencio se hospedó ahí el resto de la noche.

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