Relato de Dominacion femenina

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Un matrimonio comun se transforma en pareja Femdom...
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El siguiente relato, hace años que circula en la web, pero, sin embargo, ha sido muy poco difundido. Pero dada la importancia de los temas que trata, considero que seria muy bueno que mas gente se enterara de otras fascetas del femdom...

Tambien deseo hacer Homenaje al Autor, tambien casi desconocido: Julian Dominguez, del cual desconocemos como llego su relato a algunos sitios de dominacion femenina, es decir, se ha perdido su rastro. Tal vez al publicar aqui su relato, quien sabe? en una de esas sale de las tinieblas de su anonimato y nos termine contando si esta experiencia que el relata es veridica o no...

Cuando salí de Cuba

Julián Domínguez

Les escribo porque me lo ha mandado mi ama. Quiere que primero les felicite por su página web, que le entusiasma, y quiere que participemos contándoles nuestra experiencia. Quiere que se la cuente con sinceridad, para que así también ella pueda ver lo que me pasa por la cabeza.

Soy un hombre de 54 años, tengo un negocio (no daré detalles para que nadie se dé cuenta de quién soy) que va muy bien, y sus beneficios me permiten vivir bien y todos los años tengo unos beneficios importantes. Pero no es una gran empresa, sólo tengo siete empleados. Soy un hombre de físico normal, ni feo ni guapo. Era hijo único y nunca me había casado. Tuve algún ligue, pero no ligaba mucho.

Hace once años, después de oír algunas experiencias sobre españoles que se habían relacionado con cubanas y habían terminado casándose, y con otro amigo, me decidí a ir a Cuba. Allí conocí a la que hoy es mi ama, Delia, una mulata muy guapa que me gustó desde que la vi. Ella tenía entonces 25 años y yo 43. Ese año viajé tres veces a Cuba. En el último viaje nos casamos y regresamos a España los dos.

Nuestro primer año de matrimonio fue bien, aunque ella no tenía la alegría que tenía cuando la conocí en Cuba. Nuestra relación sexual me parecía buena, aunque no fuera extraordinaria. Pero yo no tenía experiencia en una relación de tanto tiempo, y por eso no estaba muy seguro de si era todo lo buena que podía ser. Su falta de alegría la achacaba yo a que echara de menos el ambiente de Cuba, y a que en España estaba un poco sola. No nos relacionábamos mucho.

Nuestro matrimonio cambió el segundo año. Un día tuvimos una discusión, y fue bastante fuerte. Yo terminé por agarrarla con fuerza mientras discutía. Ni la pegué ni la hice daño, fue sólo agarrarla por los brazos, pero ella se enfureció y me soltó una buena bofetada. Me dijo que no me atreviera a ponerle la mano encima, y que si lo hacía se marcharía en ese mismo momento. Me quedé muy sorprendido, pero sobre todo me arrepentí, porque no quería que me abandonara. En ese momento, me puse nervioso, y lo que me salió fue pedirle perdón y pedirle por favor que no pensara en dejarme, que yo la quería. Ella debió notar lo mucho que me preocupaba. Me miró enfadada y se fue a nuestra habitación. Fui detrás de ella, pero cuando intenté entrar me dijo que quería estar sola. Por la noche cenamos juntos, pero ella no hablaba. Cuando terminamos me dijo que estaba enfada conmigo y que quería dormir sola. Le volví a pedir perdón, pero tuve que dormir sólo en otra habitación.

Más o menos una semana después, me dijo que quería hablar conmigo. Me dijo que se sentía sola, que no terminaba de sentirse a gusto y que echaba de menos Cuba. Al final, me dijo que estaba pensando en la posibilidad de volverse. A mí me entró una angustia enorme, le dije que la quería y que la necesitaba, y que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que no se rompiera nuestro matrimonio. También le pregunté si ella me quería. Me dijo que sí, pero que además de sola se sentía insegura, que ella no tenía nada aquí, y que si un día faltaba yo, se quedaría en la calle. Yo le dije que si me pasaba algo, heredaría el negocio y la casa, y que podría vivir bien. Seguí suplicándole que no se fuera, y después de un rato me dijo que si era verdad que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que se sintiera bien, lo que podía hacer era poner el piso a su nombre para que sintiera segura. Le dije que al estar casados la mitad era suya, pero insistió en que necesitaba tener algo de ella, y que además era una prueba para comprobar si era verdad que yo estaba dispuesto a hacer algo importante por ella. Le dije que lo pensaría. Me quedé muy sorprendido cuando me dijo, que hasta que no tomara la decisión, prefería dormir sola.

Estaba preocupado, y la echaba de menos por tener que dormir en otra habitación. Cuatro o cinco días después le dije que sí, que cambiaríamos la casa a su nombre. Me dio un beso, me abrazó y me dijo que se alegraba de que confiara en ella. Hicimos el amor y yo volví a sentirme bien. Tres meses después la casa estaba a su nombre (lo que me costó un dinero). Pero su comportamiento cambió. Dejó de estar triste, pero no era dulce como en Cuba. Comenzó a tratarme con más autoridad según pasaba el tiempo. Yo estaba sorprendido, pero poco a poco notaba que la iba obedeciendo en casi todo. Con el paso del tiempo, dejamos de discutir y de ponernos de acuerdo, porque ella iba cada vez más diciéndome lo que tenía que hacer. También noté ese cambio en la cama; cambió nuestra relación sexual: cada vez más, después de acariciarnos, besarnos y abrazarnos, ella me hacía chuparla hasta que llegaba, y sólo entonces se ponía de espaldas y me dejaba restregarme contra ella y podía llegar en su culo. Cuando intentaba hacer el amor como siempre, ella me decía que le encantaba que la chupara, así que yo me sentía obligado a hacerlo, pero cuando volvía a intentarlo después de haberlo hecho, me daba un beso muy tierno y se daba la vuelta para que llegara en su culo. No podía evitar que casi siempre fuera como ella quería.

Durante el tercer año de nuestro matrimonio, murió mi madre, y yo heredé su casa. Una noche, después de que hubiera llegado mientras la chupaba, Delia me dijo que quería hablar conmigo. Yo estaba a cien, y lo único que quería era que me dejara llegar en su culo (se había convertido en una obsesión para mí), porque casi nunca me dejaba hacerlo de otra manera (puede ser que durante ese año no hiciéramos el amor normalmente más que tres o cuatro veces). Le dije que no me parecía el momento para hablar. Pero ella me dijo que ese era el momento en que ella quería hablar, y no tuve más remedio que escucharla. Me preguntó que si la quería. Le dije que sí. Me preguntó que si la quería de verdad, que si continuaba dispuesto a hacer lo que fuera para que siguiera conmigo. Le contesté que sí, y entonces me dijo que si de verdad quería seguir con ella tendría que hacer dos cosas: prometerle que nunca tendría relaciones con otra mujer ni llegaría sin su permiso. Le contesté que sí, y ella me dijo que era muy en serio, que tenía que pensármelo bien, porque si alguna vez descubría que me había masturbado a sus espaldas me abandonaría. Me sorprendió, pero le dije que sí, que nunca me masturbaría a escondidas. Después me dijo, que creía que además de la casa necesitaba tener algún ingreso propio para sentirse segura, y que había pensado que debería vender la casa de mi madre y comprar un piso a su nombre para que ella pudiera alquilarlo y tener una renta todos los meses. Puse algunos impedimentos, pero le dije que lo pensaría.

A la noche siguiente, volvimos a excitarnos (me parece que fue ella la que me excitó). Después de hacerla llegar con la lengua, subí junto a ella esperando que se colocara de espaldas, pero me dijo que no tenía ganas. Yo se lo supliqué, pero no me hizo caso. Me dijo que me durmiera, y que me acordara de que no podía masturbarme. Por mucho que la pedí, fue inútil. Durante una semana ocurrió lo mismo. Una noche mientras cenábamos, le dije que qué estaba ocurriendo, que no me dejaba ni llegar con ella ni masturbarme. Me dijo que no pasaba nada, que cuando le apeteciera ya me dejaría. Yo protesté diciendo que en un matrimonio había que tener en cuenta las necesidades de los dos. Y ella me dejó completamente sorprendido cuando me dijo que no pretendería forzarla si no la apetecía. Yo le dijo que por supuesto que no, pero que entonces me dejara llegar a mí sólo. Me contestó que nuestro matrimonio no era exactamente igual que todos los demás, que yo no podía llegar cuando a mí me apeteciera, sino sólo cuando ella me dejara, porque se lo había prometido. Bastante cortante, terminó la conversación diciendo que mientras a ella no le apeteciera dejarme llegar tendría que esperar. Y mientras se levantaba de la mesa, y como de pasada, me preguntó si ya había pensado en lo de la casa de mi madre. Le dije que todavía no, y volví a quedarme sin llegar esa noche. Estaba que me subía por las paredes, y muy sorprendido de aceptar sin rebelarme que no pudiera eyacular hasta que ella no lo decidiera. Pero lo aceptaba.

Durante la cena del día siguiente, le dije que haríamos con la casa de mi madre lo que ella había pensado. Me dejó llegar esa noche y dentro de ella. Me sentí como si me hubiera tocado la lotería. Pero tardé mucho tiempo en volver a disfrutar de eso. Las cosas siguieron cambiando, ahora no sólo no me dejaba llegar dentro de ella, sino que cada vez eran más las veces en las que, después de hacerla llegar, yo me quedaba a dos velas. Fue pasando el tiempo, y nuestra relación de cama era más frecuente, lo normal era que la hiciera llegar con la lengua unas cuatro veces a la semana (algunas veces tenía que hacerlo dos veces seguidas), y lo normal era que yo no pudiera llegar más de una vez a la semana (algunas semanas ni eso). Lo raro era que no protestaba, iba aceptando que mis llegadas eran cosa de ella, que yo no podía hacer nada, y eso que estaba siempre excitado. Nunca había estado así, tan excitado, ni cuando era muy joven.

Si quitamos esta rareza, nuestra relación era bastante normal. Aunque era ella cada vez más la que tomaba todas las decisiones. Yo iba al trabajo y ella se encargaba de la casa. Ahora se veía que estaba contenta porque tenía un dinero que consideraba de ella: el del alquiler del piso que habíamos comprado con la herencia de mi madre, y que habíamos puesto a su nombre. Un día me dijo que se aburría de tanto estar sola en casa, que le apetecía salir por ahí. Yo le dije que me parecía normal, que podía pensar en hacer algo (como estudiar) y que también podríamos pensar en tener un hijo. Me dijo que no quería tener un hijo, y no me dejó discutirlo, y que se le iba la juventud sin divertirse, que ya tenía 30 años. Yo le dije que, aunque yo no era muy aficionado a salir de juerga, podríamos salir de vez en cuando. Pero me contestó que quería salir con gente de su edad, que entendiera que yo estaba cerca de los cincuenta, y que a ella lo que le apetecía era ir a bailar y a tomar una copa con gente de su edad. A mí no me parecía nada bien, pero tampoco me dejó discutirlo, me dijo que desde entonces los viernes por la noche serían para ella.

Comenzó a salir todos los viernes con dos amigas cubanas, me decía que se iban a cenar y luego a una discoteca. A veces no llegaba hasta las cinco de la mañana, y cuando le preguntaba que qué hacía hasta tan tarde, me contestaba que esa era su noche, que ya me dedicaba a mí las otras seis de la semana, y que en esa no tenía derecho a meterme. Cada vez discutía menos y la obedecía más. Además, estaba casi siempre excitado y deseando que estuviera contenta conmigo para que me dejara llegar. Aunque me di cuenta de una cosa: no sólo estaba deseando llegar, sino también que me dejara hacerla llegar a ella. Cuando me dejaba chuparla me sentía muy bien, me gustaba mucho, aunque luego no me dejara llegar a mí.

Estaba terminando ese año, y un día le comenté que tenía que pensar en alguna inversión antes de que terminara para que Hacienda no me friera a impuestos. Entonces me preguntó por el negocio, por cómo iba. Le expliqué que bien, que todos los años daba beneficios, y que los invertía casi todos en acciones. Me preguntó que cuánto tenía en acciones, y le dije que podían ser unos veinte millones. Dos o tres días después, me dijo que había pensado que la mejor forma de invertir esos beneficios era comprar otro piso, le dije que no era tan fácil y que eso tendría gastos. Esta vez no dio ningún rodeo. Me dijo que ya había tomado una decisión, y que era comprar un piso y ponerlo a su nombre, como con el otro; el dinero que diera el alquiler sería para ella, yo ya tenía el negocio, que daba mucho más, así que le parecía justo. Y medio preguntándome si no me parecía justo a mí también. Yo le dije que no lo tenía claro. Me contestó que si era nuestro matrimonio lo que no tenía claro. Le dije que no tenía nada que ver una cosa con la otra, pero se puso muy tajante y me dijo que sí tenía mucho que ver, que ella lo quería así y quería saber si yo me oponía. Cuando le dije que lo pensaría, me dijo que no había nada que pensar, que tomara la decisión en ese momento de si quería que siguiera nuestro matrimonio.

Seguía dudando y no le decía nada. Ella me dijo (casi me ordenó) que fuera al dormitorio. Nos metimos en la cama. Me abrazó y me dijo que me iba ayudar a salvar nuestro matrimonio y a tomar la decisión. Me hizo chuparla hasta que llegó. Cuando terminé me hizo salir de la cama y ponerme de pie. Entonces, me dijo que ya podía tomar la decisión: si quería continuar con ella, podía meterme en la cama. Yo ya me daba cuenta en ese tiempo de que cada vez estaba más en sus manos, más dispuesto a hacer lo que me pidiera, y creo que entonces me di cuenta de que además estaba deseando. Era verdad que me daba miedo que el asunto de los pisos le permitiera abandonarme, pero también me daba cuenta de que no podía hacer nada por impedir plegarme a sus exigencias. Me metí en la cama, muy nervioso, y ella me abrazó muy cariñosamente. Me dijo que estaba contenta porque quisiera estar con ella. Me dijo que me quería, pero poco después de estar abrazándonos, me soltó que de todas formas no me había portado muy bien, porque había dudado demasiado antes de aceptar lo me pedía. Me sorprendió mucho cuando me dijo que tenía que aprender a obedecerla (creo que fue la primera vez que usó esas palabras), y que para que aprendiera me vendría bien estar dos semanas sin poder llegar. Estaba tan sorprendido por sus palabras y tan entregado, que sólo me abracé a ella y le di la razón sin decir nada.

Hacía seis años que la conocía y cinco desde que nos casamos, y sentía que dependía completamente de ella, que haría lo que ella quisiera. Sólo me preocupaba que no me dejara, porque con los tres pisos a su nombre podría ya buscarse la vida en España sin ningún problema. ¿Qué problema iba a tener una mujer de 31 años y muy guapa para buscarse la vida? Creo que no era raro que tuviera miedo, porque yo tenía en ese momento 49 años, y me aterraba pensar que pudiera perderla.

En ese año (el sexto de nuestro matrimonio) las cosas que ocurrieron, y que más recuerdo, fueron tres. Lo primero fue que un día me dijo que a partir de entonces había pensado que no era justo que tuviera sólo una noche de cada siete para ella, y que los sábados por la noche serían también para ella. Yo le comenté que me parecía que entonces no íbamos a estar apenas juntos los fines de semana, pero sólo con la cara que puso, le dije que por supuesto tenía todo el derecho a tener dos noches a la semana para ella. Desde entonces sale los dos días por la noche, y sigue llegando a las tantas. La segunda cosa fue que decidió comprarse un ordenador e instalarse Internet en casa. Entonces no tenía la menor idea de lo que eso significaría para nuestra relación. Y la tercera fue que me dijo que quería traerse a su hermana pequeña a España para que fuera a la universidad. Yo le comenté que eso nos quitaría intimidad en la casa. Pero me dijo que estaba obligada a ayudar a su hermana y que teníamos una casa grande, con tres habitaciones, en la que podríamos vivir muy bien los tres. Como ya era costumbre entre nosotros, no se discutió más, los dos dimos por sentado que la decisión estaba tomada, porque ella la había tomado ya. La verdad era que no había hecho más que comunicármela.

Lo que hacía los viernes y los sábados por la noche, yo no lo sabía, ni podía preguntarlo. Delia sólo me decía que salía con sus amigas (a las que yo no conocía). Fue bastante tiempo después cuando supe que había sido Internet (donde descubrió cosas sobre la dominación femenina) lo que volvió a Delia mucho más exigente y autoritaria. Llegó un momento en que ya me ordenaba las cosas abiertamente. Y yo la iba obedeciendo cada vez más sin rechistar. Y fue entonces cuando llegó su hermana Rosa para instalarse con nosotros.

Rosa era una joven de 22 años, guapa, aunque no tanto como su hermana. Durante un mes, más o menos, las cosas fueron muy normales, mucho más que antes. Delia me trataba con más amabilidad y no me exigía casi nada. Pero después de ese mes, las cosas volvieron a cambiar. Y mucho, porque su manera de tratarme volvió a ser la misma, pero con otra persona delante, lo que hacía que me diera mucha vergüenza. Rosa no parecía extrañarse de la manera cómo me trataba. Al poco tiempo, Delia habló conmigo, y me dijo que siendo tres en casa, necesitábamos más independencia, que cada uno tendría su propio cuarto. Me hizo instalarme en la tercera habitación. Yo estaba completamente preocupado. Pero un día me dijo que no me preocupara, que no se estaba separando de mí, que me quería, y que nos iría bien con la nueva organización. Pero añadió otra cosa que volvió a dejarme sorprendido: me dijo que me tendría que portar muy bien (también con su hermana) para merecerme el premio de pasar a su habitación. Y por primera vez, me hizo una pregunta que me dejó marcado. Fue algo parecido a esto: "¿Julián, no crees que tu principal obligación en la vida es hacer todo lo que puedas para que yo sea feliz, y no crees que para eso tienes que obedecerme y servirme en todo lo que te diga, porque soy yo la que sabe lo que me hace feliz?"

Desde entonces, su hermana Rosa comenzó a tratarme también como si estuviera a su servicio. Fue poco a poco, pero cada vez más. Un día las cosas quedaron claras: después de cenar, nos pusimos a ver una película en la televisión. Delia le preguntó a su hermana por la universidad, y Rosa le dijo que había tenido un día agotador, que tenía los pies hechos polvo de tanto ir y venir de un lado para otro. Delia se fue al baño, volvió con una crema, me la dio y me dijo que le diera un masaje en los pies a Rosa, que lo necesitaba. Yo me quedé de piedra, estaba avergonzado y nunca había dado un masaje. Pero me agaché al lado de Rosa y le froté los pies con aquella crema. Al rato terminé e hice el gesto de levantarme, entonces Delia me preguntó si alguien me había dicho que terminara. Dije que no, y ella que siguiera hasta que Rosa no me dijera que ya había terminado. Un par de días después, Delia me dijo que el masaje que le había dado a Rosa dejaba mucho que desear. Yo le contesté que nunca había dado uno, que no sabía hacerlo bien. Me contestó que eso tenía solución, que había buscado un sitio donde los sábados podría ir a aprender a dar masajes, que estaba deseando que aprendiera bien para que se los diera también a ella.

Estuve seis meses yendo todos los sábados al curso de masaje (mientras ellas se quedaban durmiendo hasta tarde por su salida de la noche del viernes). Darles masajes a las dos (aunque más a mi mujer) se convirtió en una actividad muy normal. Muchas veces, una de ellas se colocaba en su cama y me llamaba para que le diera el masaje (algunas veces podían tenerme una hora dándoles masaje). En ocasiones, me hacían darles masajes en los pies a las dos mientras veían una película, por lo que yo no podía verla, porque me tenía que dedicar a sus pies y estaba de espaldas a la tele. En poco tiempo, impusieron una costumbre: después de darles el masaje, tenía que besarles los dos pies y darles las gracias. Empezó con el masaje, pero luego lo hacían en cualquier otro momento. Cualquiera de las dos me decía: Julián, puedes besarme los pies (y yo ya sabía que después tenía que darles las gracias).