Bárbara

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Un forastero se enamora de una campesina y la hace esclava.
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[Resumen: Francisco conoce a Bárbara, una joven viuda en un pueblo traviesa y sensual. Se enamora de ella y para poder vivir juntos la convierte en su esclava y se la lleva a la ciudad. Allí Bárbara comienza una nueva vida volviéndose parte de la familia de Francisco como esclava, amante y madre]

Vi a Bárbara por primera vez en la fiesta de un pueblo (no recuerdo el nombre): un puñado de casas de colores claros con techos rojizos apiñadas alrededor de una iglesia y una modesta plaza sobre una loma baja, en medio de una llanura ondulada con campos alternados a franjas de pequeños bosques en el en Occidente de México.

La fiesta comenzó al mediodía y se arrastraba sin sobresaltos hacia la tarde. Después de comer un par de tacos y tomar un refresco, me aburría caminando sin rumbo entre el gentío pueblerino. Niños corriendo, parejas, familias, ancianos... rostros sin nombre, figuras comunes estancadas en el tiempo. Entonces la vi.

Bajo la sombra de los árboles en el calor de la tarde cruzamos nuestras miradas, con curiosidad y malicia. Ella dejó de platicar con otra mujer y se volteó hacia mí. Sus ojos recorrieron mi figura con la mirada del deseo. Era una mujer de unos treinta años, alta y muy robusta, de pelo negro corto y tez ligeramente morena. Sus labios gruesos y sensuales y sus ojos oscuros bajo las cejas me quitaron el aliento. Estaba vestida sencillamente, con un vestido de color beige y café estrecho en la cintura, que se abría en una falda ancha que le llegaba hasta las rodillas. Era descalza. Caminó hacia mí lentamente, sacudiendo con elegancia sus amplias formas femeninas. Un poco atemorizado, la vi acercarse y sin saber que decir la saludé con un "hola!". Me contestó con una sonrisa y con su voz sensual me devolvió el saludo.

La miré más atentamente. Era un poco más alta que yo, pero más robusta, sus piernas y sus pies eran grandes y musculosos. Una tobillera sencilla en el pie izquierdo que daba un toque de gracia y los volvía más femeninos. Las manos y los brazos también grandes y ligeramente peludos. Tenía manchas de sudor bajo las axilas y una gota de sudor le corría por el cuello. Me tomó la mano y me dijo "ven conmigo". No pude más que seguirla, abriéndose paso entre la gente que charlaba y consumía dulces y tacos. Caminaba descalza sobre las piedras de la plaza calientes al sol de la tarde sin señales de molestia, con seguridad e impaciencia. Aun teniéndome por la mano me lanzaba miradas traviesas. Salimos de la plaza y nos encaminamos por una calle que llevaba fuera del pueblo, entre los campos, hacia un bosque cercano.

"Me llamo Bárbara". Me dijo.

"Hola, me llamo Francisco" --le contesté emocionado.

Nos miramos intensamente con voluptuosidad. No hacían falta palabras. Habíamos llegado ya bastante lejos del pueblo, no había nadie en los alrededores, solo el soplo de un viento cálido que agitaba suavemente la falda de ella, descubriendo por instantes sus piernas macizas.

"Se ve que vienes de lejos..." -- me dijo.

"Si, de lejos, estoy de visita con una persona por unos días".

"Me gustas..." -- me dijo sin más rodeos. Me acarició una mejilla con su mano y se acercó, pisándome un zapato con su pie izquierdo. Sentí su respiro más cerca, su cuerpo sudado que transpiraba aromas rozó mi chaqueta. Me tomó una mano y me la apretó, trayéndola hacia su cintura. Tuve un sobresalto y casi me faltó el aliento. Sentí con la mano su cuerpo caliente y desnudo bajo el vestido de algodón grueso. Secundé sus movimientos y nos abrazamos tiernamente. Comenzamos a besarnos y a tocarnos voluptuosamente. Ella me palpó los flancos, el pecho, las nalgas... sin pudor. Yo con más incertidumbre también la palpé en los flancos, el ombligo, los pechos abundantes, y apretando más alcancé la espalda y finalmente las nalgas enormes, levantando un poco su falda. La respiración se aceleró y el latido de nuestros corazones también. Buscamos de reojo una mancha de árboles y nos encaminamos a pasos rápidos hacia allí. Debajo de un gran árbol de aguacate encontramos un espacio despejado con pasto suave. Ella sin decir nada y lanzándome miradas ardientes, comenzó a quitarme la ropa. Quedé sin chaqueta, luego me desabrochó la camisa y me la quitó rápidamente. Luego sus manos se concentraron en mi cinturón, lo abrieron y mis pantalones cayeron al suelo. Me quité con los pies los zapatos, mientras ella me bajaba los calzones. Al descubrir mi pene endurecido, lo acarició con gracia y le dio inmediatamente una deliciosa chupada.

Yo estaba completamente desnudo, atónito y excitado delante de ella. Finalmente era su turno, me invitó con una mirada elocuente a desnudarla. No fue difícil. Sólo tuve que desabrochar dos botones en el pecho y levantarle el vestido desde abajo. No tenía nada puesto, quedó toda desnuda. Recorrí con la mirada su formas opulentas, sus pechos grandes con pezones erguidos y sus flancos robustos sobre sus piernas macizas, su gran ombligo, su panza ligeramente caída y abajo, el pelo negro abundante que escondía su sexo. Sonrió, sin mostrar señales de pudor y me miró maliciosamente. Su mirada me dio ánimo. Acaricie su piel rociada de sudor palpando con avidez los pliegues de la panza y de flancos y agarrando uno de los senos comencé a chuparlo con gusto. Sentí que suspiraba por el placer. Continué chupando y estrujando los grandes senos con las manos y ella me tomó la cabeza y me la metió entre ellos, apretándolos, casi sofocándome. Sentí que con una mano aferraba mi pene, como para ensayar su dureza. Sin dejar de manipular el pene y las pelotas con sus manos grandes me permitió subir la cabeza y pudimos besarnos con lujuria desbordada.

Luego separó un poco y me invitó con un gesto a recostarme sobre el pasto. Se sentía fresco y un poco mojado, agradable sobre la piel. Ella se acomodó de cuclillas sobre mi pecho dándome la espalda. Vi acercarse con un poco de temor su enorme culo y rozar mi cara. Estaba peludo, oscuro, sudado y olía intensamente. Con la nariz en el ano, comencé a lamer entre los pelos y busqué la vagina que goteaba por la excitación. Saqué tanto como pude mi lengua mientras ella se movía rítmicamente, usando mi lengua y mi cara para masturbarse. Estaba sofocando en un vórtice de placer. Sentía que ella suspiraba y gruñía por la excitación. Agarró con la boca mi pene y comenzó a chuparlo con habilidad. No pude más, vine en su boca y ella se tragó el semen como si fuera una golosina. Seguí lamiéndole la vagina hasta que sentí que venía, temblando y apretando las pompas sobre mi cara. Suspiró largamente mientras se relajaba, alejó ligeramente el culo y pude finalmente respirar.

Se dio vuelta y se recostó sobre el pasto a mi lado. Me aferró y me acercó a ella. Nos besamos y nos acariciamos tiernamente, durante más de una hora, mientras la brisa fresca de la noche soplaba ligera sobre la piel sudada de ambos. Jugueteamos nos susurramos palabras sencillas con alegría. Ella tomaba con una mano mi pene y mis pelotas y me metía uno de sus senos en la boca, impidiéndome hablar. El tiempo corría sin que nos preocupáramos. Ya había caído la noche cuando nos levantamos y buscamos nuestra ropa a la luz de las estrellas.

-"Voy a hacer pipí"- Me dijo con franqueza.

-"Yo también tengo ganas"-

-"Entonces allí, juntos..."-

Me tomó por la mano y fuimos a pie de un árbol. Ella se acuclilló y comenzó a orinar sonriéndome. Yo estaba aun excitado, pero pude orinar contra un arbusto, mientras ella me acariciaba una pierna.

Nos vestimos y comenzamos a caminar en dirección del pueblo, abrazados. Me sentía seguro con esta mujer enorme, habría podido repeler un atacante con su sola fuerza muscular. ¿Dónde ir? Le pregunté donde vivía.

-"Llévame contigo... yo soy viuda, vivo en casa de mis padres. Pero me quiero ir de aquí..."

La interrumpí. Quería saber ante todo su nombre.

-"Yo me llamo Francisco. Tu cómo te llamas?"

-"Bárbara..."-

-"Te quiero Bárbara, te quiero mucho..."- Le dije con todo mi corazón.

-"Yo también te quiero Francisco, te quiero muchísimo"-

Nos paramos y nos abrazamos fuertemente, y nos besamos en la boca entrelazando lujuriosamente las lenguas.

"Ven conmigo. Estoy en un albergue aquí cerca. Ven..."

La gente ya se había ido, el pueblo estaba casi en silencio. Llegamos al albergue. Abrí la puerta y la llevé a mi habitación. Nos lavamos la cara y las manos, nos quitamos la ropa y nos recostamos en la cama desnudos, cansados y abrazados.

El día siguiente desperté. Ella no estaba. La encontré en el baño, estaba haciendo pipí, su culo enorme ocultaba completaente el pequeño escusado. Me sonrió y sin parar de orinar me invitó a acercarme. Me tomó el pene y las pelotas con las manos y comentó maliciosamente:

"Este es mi desayuno"- dijo. Y comenzó a chupar con avidez. Estaba de nuevo excitado, con el pene hecho un palo. Ella terminó de orinar, se echó un pedo y se levantó, soltando por un momento el miembro. Sin jalar el escusado me agarró de nuevo el miembro con una mano y me jaló hacia la cama.

Hicimos de nuevo el amor con violenta pasión. Ella se subió sobre mí, se metió mi pene en su vagina y comenzó a cabalgar. Yo era su corcel, ella la jineta, pero una jineta enorme. Sentía su peso sobre mí aunque ella trataba de no recargarse completamente. Alcanzamos el orgasmo al mismo tiempo, con un grito sofocado y un suspiro de delicia. Nos quedamos en la cama, mirándonos y acariciándonos. Me sentía observado por sus ojos negros en cada rincón, en cada particular. Ella observaba complacida y palpaba voluptuosamente mis piernas, mis genitales, mi pecho, me daba vuelta y sentía que recorría mi espalda y abría mis nalgas con los dedos. Nada se escapaba a su escrutinio, ni un solo pelo ni un solo centímetro de piel de mi cuerpo. Yo también la observaba, quería conocerla en lo más íntimo. Recorrí con las manos su panza, su gran ombligo, su sexo peludo, ella levantó una pierna para facilitar mi exploración. Se dio vuelta, para que pudiera observarla desde atrás, palpé sus grandes nalgas y las abrí un poco con las manos para ver su culo. Luego acaricié sus piernas fuertes como troncos, muy musculosas y llegué a sus pies. Pies grandes, no acostumbrados a los zapatos, un poco sucios. Ella no se avergonzaba de nada. Recostada, dejaba que yo la explorara en sus partes más íntimas y en todo lo demás. La cama se llenó de su aroma intenso, de mujer de campo, de sudor, de suciedad, de orina y de sexo. Así transcurrió la mañana. No quería que se terminara nunca. Bárbara seguía conmigo en un éxtasis sin fin.

"Francisco..."-

"Si Bárbara..."-

-"¿Puedo llamarte Fran?"-

-"Si Bárbara, llámame como quieras"-

-"Quiero ir contigo ...donde sea"-

No supe como contestar. Yo también quería. Pero me acordé que tenía una familia en la ciudad. ¿Cómo...?

Ella percibió mi duda, mis sentimientos encontrados.

"No dije cómo... sólo contigo"-

Yo seguía mirándola. Quería que nos devoráramos de placer por el resto de nuestras vidas. Ella después de una pausa continuó...

-"Soy una mujer sencilla, no estudié, sólo sé hacer trabajos pesados en el campo y cuidar los animales. No tengo nada aquí, nada importante... Mis tres hijos se quedaron con unos tíos y están bien. Sólo soy una carga para mis padres, desde que vivo con ellos..."- Hizo una pausa, como para encontrar las palabras. Sus ojos brillaban, se veía estupenda. --"Si quieres... si tienes ya una mujer en la ciudad, no importa. Seré tu esclava... puedo hacer los trabajos de la casa"-

-"Oh Barbara..."- La miré con ternura y con deseo, su rústica belleza era abrumadora. "Si, tengo una esposa e hijos... pero te quiero a ti, te quiero conmigo"-

-"Entonces cómprame, mis padres estarán contentos con unos cuantos miles de pesos..."-

-"¿Te puedo comprar? ¿Como esclava?-

-"Si, ¡como esclava! Tuya, tu propiedad. Como un burro, como una cabra..."- Sonrió maliciosamente clavándome una mirada animal.

-"Y cómo..."- Le contesté perplejo y con mucha curiosidad.

-"Aquí se acostumbra. Hay esclavos. ¡Claro! Se compran y se venden. Mis padres pueden venderme si quieren... podemos ir con ellos y fijar un precio"-

Pensé que, finalmente, no era una mala idea. Desde que fue reintroducida la esclavitud por la Ley federal, diversos Estados en México habían aprobado leyes sobre la esclavitud, que en algunos casos legitimaban prácticas ya bastante extendidas. La Capital federal acababa de aprobar su legislación sobre esclavos, así Bárbara podría venir conmigo a la ciudad y quedarse en la casa. Mi esposa no estaría en desacuerdo, necesitábamos una sirvienta.

Acordamos pasar a casa de los padres de Bárbara para la compra. Salimos al mediodía del albergue. La casa de sus padres no estaba lejos. Los encontramos detrás de la casa, en el jardín, sentados a tomar un refresco. Bárbara me presentó y le explicó que el forastero estaba interesado en ella. ¿Qué suma sería conveniente para ella? El padre y la madre se miraron por un momento, luego el padre dijo que diez mil pesos serían una suma aceptable. Parecían contentos que alguien se llevara su hija. Desde que enviudó se había vuelto más un peso que un aporte a la casa, aunque ayudara en los trabajos pesados. Pero con esa suma se podría comprar un burro y aun sobraría bastante dinero.

Bárbara vio complacida que la transacción iba a buen fin. Faltaba que la llevaran delante del encargado de venta del ayuntamiento, para que se oficializara la esclavización y el pasaje de propiedad.

Acordamos ir esa misma tarde.

Entramos en la casa municipal. El encargado de esclavos estaba en una pequeña oficina al fondo del patio central. Había un joven descalzo y medio desnudo esperando en una banca, con la mirada triste y una cuerda al cuello tenida por una mujer de mediana edad, sentada junto a él. Le pregunté a la mujer, y me explicó que iba a formalizar la esclavización del joven, por deudas. Su familia no había podido pagar su débito, así que no quedaba más remedio que la esclavitud del muchacho. El encargado me vio y me dejó pasar primero con Bárbara y su padre. Un forastero tenía la precedencia, si --como era previsible- pagaba una pequeña propina.

Entramos en la oficina. Nos presentamos. El encargado entendió la situación, todos estaban de acuerdo. Pero faltaba llenar unos módulos, fijar el valor de la esclava y ponerle cadenas.

El padre de Bárbara se sentó en una silla. El encargado llevó la mujer a un rincón de la oficina, le ordenó subir a una plataforma baja de madera y quitarse la ropa. Bárbara me hizo señas de no preocuparme. Yo observaba con estupor y curiosidad. Nunca había estado en una venta de esclavos.

Bárbara se quitó el vestido, lo empujó con un pie a su lado y quedó desnuda de pie en la banca. El encargado comenzó a tomarle las medidas con una cinta métrica de color amarillo. Midió la cintura, la altura, hasta el diámetro del busto. Se veía en dificultad y algo ridículo porque era mucho más pequeño que la mujer, no le llegaba siquiera a los pezones. Tuvo que agarrar una silla y subir para tomar la medida de la altura. Le hizo abrir la boca y sacar la lengua para examinarla. La mujer habría podido someterlo con una patada, pero se quedó quieta mientras era examinada. Medía casi dos metros de los pies a la cabeza.

El encargado bajó de la silla y ordenó a Bárbara levantar una pierna, la palpó para determinar su musculatura. Observó la planta de sus pies. Manoseó sus brazos y su cuello. Finalmente, la hizo subir a una balanza que estaba en la banca, para pesarla. Pesaba ciento treinta kilos. El encargado le hizo algunas preguntas de rutina (si había tenido hijos, si tenia alguna enfermedad, si sabía leer...) y me invitó a aproximarme para proceder al examen de las partes íntimas (este examen era prerrogativa del amo). Me acerqué, Bárbara y yo intercambiamos una mirada y una sonrisa de complicidad. Ya conocía a sus fisuras pero había que seguir con el ritual. Le abrí la vagina con los dedos, luego le dije que se diera vuelta. Se volteó y sin esperar una orden se dobló con las manos sobre las rodillas, para que pudiera examinarle el culo. Le abrí las nalgas con las manos para ver el ano. Estaba un poco sucia y olía intensamente, no se limpiaba con frecuencia y francamente a mí no me importaba, ni a ella le causaba molestia. Parecía que estaba comprando una mula y me sentía un poco confundido, pero todo transcurrió con normalidad. Firmé el acta de venta. El precio oficial fijado era menor, pero pagué al padre de Bárbara los diez mil pesos que habíamos acordado, más una propina al encargado.

-"Bien, desde ahora esta mujer, Bárbara Sánchez, es legalmente suya"- Dijo el encargado. Y dirigiéndose a Bárbara: "Este es tu amo ahora. Has comprendido, esclava?"-

Bárbara asintió con la cabeza y bajó la mirada al piso con humildad. Había dejado de ser una mujer libre, y se había convertido en una esclava, que es como decir que se había vuelto una bestia.

Faltaba ponerle a Bárbara una ropa apropiada y unas cadenas. El vestido que llevaba era lo bastante modesto como para una esclava, pero el encargado insistió que le pusiera una falda sencilla que me vendería por unos cuantos pesos. Acepté. La falda era de color canela, ancha pero no muy larga, llegaba hasta arriba de las rodillas. Estaba limpia aunque algo desgastada en los bordes. Bárbara se la puso sin comentarios, le quedaba bien porque se abrochaba con un retazo de la misma tela por atrás, de otra manera le habría resultado algo apretada. Quedaría con los pechos desnudos. Le dirigí una mirada interrogante, pero ella me sonrió, la falda sería suficiente para ella. Su padre se quedaría con su vestido.

Las cadenas venían incluidas en el precio de la transacción. El encargado sacó de un armario un collar de hierro, y unas pulseras con cadenas para las muñecas y los tobillos.

-"Por atrás o por adelante"- Me preguntó indicando las cadenas para las muñecas.

-"Hmm... por delante está bien, creo"- Bárbara se limitó a sonreír bajando la cabeza. El encargado se acercó, subió de nuevo a la silla y fijó el collar alrededor del cuello de Bárbara, cerrándolo con una llave. La cadena del collar era bastante larga y terminaba en un aro, era para jalar al esclavo o para amarrarlo a un poste. Luego bajó de la silla.

Bárbara se sintió algo incómoda con el pesado collar y la cadena metálica que pendía de su cuello, bajando entre los pechos hasta tocar el suelo. Secundando las órdenes del encargado, extendió las muñecas para ser encadenada. Luego el encargado le pasó una cadena alrededor de la cintura, que estaba amarrada con una cadena bifurcada atada a las tobilleras. Se agachó y le cerró las tobilleras. Todas las cadenas eran cerradas con candados, con una llave que me fue entregada al final.

Bárbara fue ayudada a bajar el escalón desde la banca. Trató de caminar: las cadenas no le impedían andar pero si resultaban algo incómodas. Con mi ayuda logró salir de la oficina y llegar al patio. Tomé un extremo de la cadena para conducirla. Me sentí culpable. Estaba medio desnuda en público, atada con cadenas al cuello, a la cintura, a las muñecas y a los tobillos, cabizbaja, comprada y jalada como una mula. En la puerta del ayuntamiento me miró en los ojos y sonrió. Sabía que estaríamos juntos y que no vería nunca más ese pueblo olvidado por Dios. Se volteó para saludar a su padre, le dijo que le diera un abrazo por su parte a mamá. Me dijo solamente:

-"Mi Señor Francisco, soy tuya... vámonos de aquí"-

No le contesté. Me acerqué y le di un beso en la boca. Nos besamos durante un minuto, bajo la mirada sorprendida de los transeúntes. No era de esperarse que un amo besara así a una esclava. Luego la llevé hacia la posada. Pasamos en la calle, yo caminando a su lado pero teniéndola por la cadena y ella dando pasos cortos, por los hierros. Estaba preocupado que se tropezara, pero ella siguió con seguridad por el camino. Un poco avergonzada tal vez, pero feliz de irse para siempre de allí. Alguien que la conocía la saludó, ella contestó el saludo, haciendo sonar las cadenas. No tomó mucho tiempo para que todos en el pueblo supieran que Bárbara había sido vendida a un hombre de fuera.