Bárbara

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Al besarla sentía el frío metal sobre mis labios que contrastaba con el calor húmedo de su boca. Era extraño y excitante a la vez. Me recosté con la cabeza entre sus senos, como un niño, chupando uno de los pezones, mientras ella me acariciaba los cabellos con una mano.

La mañana siguiente me fui a trabajar. Mónica siguió supervisando el trabajo de Bárbara todo el día. La esclava trabajaba con destreza y era obediente, aunque según Mónica no era lo suficientemente rápida en desempeñar las tareas. Cuando regresé del trabajo la encontré en la cocina agachada en el piso abajo de la mesa donde comía Mónica. Su trasero apoyado en sus rodillas despuntaba de un lado de la mesa. Mónica le había atado una delgada cadena metálica al aro de la nariz, que había amarrado a su silla. Bárbara estaba lamiendo los pies de su ama.

Me pareció impropio que Bárbara fuera tratada de esta manera.

-"¿Que...? Mónica, ¿Qué sucede? Porqué Bárbara está debajo de la mesa?-

-"Hola mi amor. Nada. Siéntate a comer. La sopa está caliente..."-

Un plato de sopa humeando estaba esperándome al otro lado de la mesa.

-"¡¿No te parece inapropiado...?! Además también Bárbara tiene que comer..."-

No estaba enojado, pero sentía pena por Bárbara y fastidiado por la conducta prepotente de Mónica con su esclava.

-"Cuando haya lamido bien mis pies, comerá las sobras. Tiene que aprender a cumplir rápido sus tareas. Es disciplina..."-

-"¿Y la cadena a la nariz...?-

-"Es disciplina. Tiene que aprender"-

-"Bien, pero..."-

No quise contradecir a mi esposa delante de la esclava. Colgué mi saco a la silla y me senté a comer. Miré debajo de la mesa y crucé la mirada de Bárbara. Seguía lamiendo los pies descalzos de Mónica con gran esmero.

-"¿Estás bien Bárbara?- Le dije.

-"Si amo Francisco"- Contestó ella con suavidad, feliz de verme de nuevo.

Vi que Mónica retiraba sus pies y se ponía sus sandalias. Tal vez el castigo había sido suficiente.

-"Puedo darte un masaje a los pies... si lo deseas"- Continuó Bárbara.

Me pareció una buena idea. Tenía los pies doloridos por la caminata.

Volví a levantar la mirada. Mónica me sonrió, soltó la cadena que ataba la nariz de Bárbara y me la pasó por debajo de la mesa. Yo la até a mi silla.

Mónica y yo comenzamos a conversar del trabajo y de varios asuntos. Mientras tanto sentí las manos de Bárbara desabrochar mis zapatos, removerlos y quitarme con cuidado los calcetines. Sus manos fuertes comenzaron a darme un vigoroso masaje. Después de unos cinco minutos, sentí el calor húmedo de su lengua sobre la piel de mis pies. Lamía mis pies sudados con gracia y con cura, causándome cosquillas y una sensación agradable de relajamiento. Me agaché para mirar un instante, me estaba chupando los dedos del pie izquierdo.

Finalmente, cuando Mónica y yo terminamos de comer, mi esposa reunió las sobras en un plato: pedazos de pan, un poco de sopa, verdura. Puso el plato en el piso y sin decir nada más se fue al cuarto de la tele para ver su telenovela favorita. Mónica se acomodó al lado de la mesa, agarró el plato, se lo puso sobre sus piernas entrecruzadas y comenzó a comer con avidez con las manos. Yo estaba apenado. Le pasé unas servilletas y un vaso con jugo de frutas. Terminé de comer el postre, me tomé un café y volví a ponerme los zapatos. Bárbara terminó de comer rápidamente la escasa comida y se limpió la boca y las manos. Yo solté la cadena de la nariz y la invité a levantarse. La abracé y nos besamos tiernamente.

-"Bárbara, prométeme que cumplirás bien las tareas. Así que Mónica no tenga que castigarte..."-

-"Te lo prometo, Fran"-

-"Le diré a Mónica que desde mañana comerás sentada con nosotros"-

-"No es necesario Fran... soy esclava. Tengo que comer en el piso"-

-"Pero no me parece apropiado... no quiero verte allí agachada en el suelo esperando las sobras y atada de esta manera"-

-"Como tu quieras Fran... Pero... Los animales ¿no comen en el piso?"-

- "No eres un animal Bárbara, eres una esclava y eres parte de la familia"

- "Gracias Fran... Entonces... ¿no soy una bestia?"

- "¡No! ¡No eres una bestia! Ya te lo dije, eres esclava, un ser humano. Si Mónica te trata como una bestia hablaré con ella para que cambie su actitud. Entretanto comerás sentada con nosotros y solamente si hay algún castigo de mi esposa te quedarás en el piso atada a su silla"-

-"Si Fran"-

-"El masaje a los pies me gustó. Pero la próxima vez me lo darás en el sillón de la sala"-

Ella me sonrió feliz. Le agarré la cadena atada a la nariz y la conduje así hacia la sala. Le quité la cadena atada a la nariz y le di a Mónica la cadena atada al cuello. Dejé solas a las dos mujeres para que vieran juntas la telenovela y me fui a mi recámara a descansar.

Pasó un mes. Las cosas se habían casi normalizados en la casa. Los niños regresaron de vacaciones, conocieron a Bárbara y aprendieron rápidamente a considerarla parte de la familia. No fue necesario explicarle a ella que los niños eran también amos y podían mandarle, ella lo sabía y se dispuso a servir también a los pequeños amos.

Bárbara ahora llevaba puesta la falda que le había comprado en el pueblo. Desnuda de la cintura para arriba. No dormía ya en la cochera, sino en un cuarto de servicio que adapté para que estuviera más cómoda. Tenía una cama grande, suficiente para ella y para mí cuando quería hacerle el amor. Un anillo para hamacas empotrado en la pared permitía encadenarla con facilidad. La cadena atada a su collar era bastante larga y le permitía levantarse e ir al lavabo y el excusado que estaba en el cuarto. Decidí que con los niños en casa ya no era bueno que Bárbara hiciera pipí y popó en el jardín a la vista de todos. Además unos vecinos mojigatos se habían quejado de que no querían ver a una esclava desnuda haciendo sus necesidades al aire libre.

Mónica me sugirió que le hiciéramos un tatuaje en la espalda o en las nalgas, con mis iniciales. Me pareció innecesario. Bárbara ya tenía el collar que le había puesto yo al comprarla y el aro en la nariz que le había puesto ella después, dos marcas eran suficientes.

Le pregunté a Bárbara. Ella me dijo que no le molestaría en lo absoluto el tatuaje, si yo quería marcarla en la piel. Y agregó que llevaba con gusto el collar y el aro. El amo Francisco le había puesto el collar, y la ama Mónica el anillo en la nariz. Era justo pues ella era propiedad de ambos.

No quise marcarla con un tatuaje, pero decidí volver permanente su collar. Llamé un herrero y le pedí que le fijara el collar definitivamente, soldándolo con un remache. El hierro estaba aun en buen estado, no se había oxidado y solamente había marcado ligeramente la piel del cuello. Antes de ponérselo a la mujer para siempre, el herrero marcó con un cincel profesional en la parte interior la frase "Esclava Bárbara. Propiedad de Francisco", visible desde arriba. A Bárbara le pareció lindo este detalle, le parecía como un anillo de boda.

Le enseñé a mis hijos a tratar bien a Bárbara, cómo pedirle cosas, y cómo llevarla a su cuarto y encadenarla, si no estábamos Mónica o yo. Era curioso ver a unos niños de nueve, ocho y siete años poner cadenas a una mujer tan enorme. Ella se dejaba encadenar por ellos ayudándolos y bromeando, como un juego pero ellos trataban de ser serios y responsables. Jugaban a ser pequeños amos. Bárbara prefería que fuera yo a encadenarla, pero mis hijos tenían mi misma sangre y ella sentía mi presencia en ellos.

El primer día los niños curiosos quisieron examinar a Bárbara como si fuera un nuevo juguete. La llevaron a uno de los cuarto, la desnudaron y la pusieron a cuatro patas. No estaban acostumbrados a ver una mujer encuerada en la casa y estaban un poco confusos. Era la primera vez que tenían una esclava. Podían darle órdenes y ella obedecía. Se quedó quieta sonriendo mientras ellos la manoseaban, le metían los dedos en la boca y en el culo, le palpaban las tetas, le sacaban su lengua y se subían a su espalda para que los llevara de caballito alrededor del cuarto. Jugaron a la vaca y con Bárbara a cuatro patas mi hija le ordeñó los pechos haciendo como si llenara con leche una pequeña cubeta, mientras uno de sus hermanos la tenía agarrada por el aro de la nariz. Luego todos quisieron llevarla a hacer pipí en el jardín y la hicieron orinar delante de ellos. Me contaron luego todo con lujo de detalles tanto Bárbara como los niños, y me eché a reír.

Lo más divertido fue cuando les dejé a los niños la tarea de lavarla. Generalmente era Mónica quien lavaba a Bárbara, en una tina en el traspatio, cada semana. Los niños vieron una vez como se hacía y quisieron probar. Me pareció bien que aprendieran normas higiénicas. Bárbara fue llevada a la tina desnuda, jalada por mi hijo más grande por la cadena. Los demás venían atrás con cubetas, jabón y esponjas. Ella parecía divertirse y secundaba todo con aire juguetón. Yo estuve mirando desde lejos y tomé algunas fotos. Bárbara se tuvo que agachar y poner de rodillas para que la enjabonaran y le echaran agua, se dejó lavar como un gran perro y los niños se divirtieron mucho. Al final todos comimos unos hot dogs que había preparado Mónica en una parrilla.

Bárbara y Mónica comenzaron a llevarse mejor. Las encontré varias veces platicando, mientras hacía tareas juntas o preparaban de comer. Mónica estaba satisfecha con las jerarquías bien marcadas, así que comenzó a relajarse y no vio más a su esclava como una rival. Dejó te tratarla con altivez y fue más respetuosa con su dignidad. Yo, por mi parte, tenía cierta discreción para todo lo relacionado con amor y sexo con Bárbara. Le hacía el amor en su cuarto, y no la besaba en la boca cuando estaba presente mi esposa.

Noté que Mónica siguió pidiéndole a Bárbara de vez en cuando que le lamiera los pies, pero ya no era para castigarla y humillarla sino para relajarse después de caminar mucho. Bárbara le hacía masajes a los pies, los limpiaba cuidadosamente con su lengua y le cortaba las uñas. Las dos comenzaron también a salir juntas para las compras. A Bárbara se le dio finalmente una camisa además de la falda, para que en público sus senos opulentos no llamaran demasiado la atención. Salía descalza y conducida por la cadena atada al cuello. Disfrutaba mucho estas salidas y solía charlar con su ama, con amigas de ella o con otras esclavas, cuando estaba atada al carrito de compras en la tienda esperándola.

Después de unos meses la panza de Bárbara comenzó a inflarse. Estaba embarazada. Me dijo que estaba feliz de darme un hijo. Que sería un buen esclavo para mis otros hijos. Ella sentía que ser madre le acercaría aun más a mí y le daría un estatus más alto en la casa.

Yo, naturalmente, estaba feliz de ser padre, pero no quería tener en calidad de esclavo a mi propio hijo. Me puse a reflexionar. Seguramente Mónica estaría en desacuerdo conmigo a considerarlo igual a los demás. Sería el retoño de una esclava, al fin y a cabo. Hablé con Mónica y en efecto ella pensaba así. No estaba mal que la esclava tuviera hijos, hasta estaba contenta por Bárbara, pero tenían que ser esclavos como su madre.

No quise causar conflictos, decidí que los niños que nacerían de Bárbara serían esclavos en la casa, pero serían tratados con dignidad, se educarían y no se venderían. Alcanzando la mayor edad, serían emancipados. Mónica puso condiciones: los hijos de Bárbara, el que estaba por nacer y los que vendrían, trabajarían en la casa como sirvientes, estudiarían en los ratos libres por su cuenta (es decir no irían a la escuela) y vivirían en el cuarto de su mamá hasta que construyéramos una habitación más para ellos. Estarían encuerados y llevarían cadenas al cuello hasta los doce años, luego podrían llevar puestos unos calzones o una falda modesta. Me parecieron detalles innecesarios y francamente injustos, pero no quise molestar a Mónica y accedí. Sabía que Bárbara por su lado estaría conforme con todo.

Cuando alcanzaron la adolescencia, mis hijos varones comenzaron a tener sexo con Bárbara. Descubrí un día a Javier, el mayor, penetrando a Bárbara por detrás estando ella apoyada en cuatro patas en la cama. Mi muchacho se veía excitado y feliz, y también Bárbara, quien secundaba los movimientos de su joven amo. Me quedé por unos minutos a observar por la puerta, con curiosidad y con sentimientos encontrados de orgullo porqué mi Javier se había hecho un hombre, y de celos porque se estaba acostando con mi amada esclava. Bárbara y Javier hacían una pareja extraña ya que el muchacho era mucho más pequeño que ella, y tenía que arrodillarse sobre dos cojines para alcanzar la fisura peluda de la mujer con su pene de adolescente. Otras veces vi que se masturbaban recostados en la cama, o ella le chupaba el pene como me lo hacía a mí, frotando tiernamente las pelotas con una mano y teniendo firme el pene con la otra mientras lo lamía y succionaba como un helado. Javier también le orinaba en la boca, parecía que Bárbara gustaba beber el pipí de sus amos. Un día, mientras comíamos, que le pregunté a ambos si estaban teniendo sexo. El muchacho sonrojó avergonzado, con la mirada en el piso, pero Bárbara esbozó una sonrisa traviesa y asintió, esperando un regaño. Les pregunté por algunos detalles, pero les di mi aprobación con lo que ambos se sintieron aliviados. Les di incluso algunas recomendaciones como ser discretos con Mónica cuando tenían sexo y, aunque me pareciera de sentido común, le dije a Javier de que sí podía orinar en la boca de Bárbara, pero no cagar, ya que las heces podían enfermarla y además le quitaría su dignidad.

Así la vida transcurrió apacible en mi casa por largos años. Bárbara había logrado quedarse conmigo, aunque fuera como esclava. Me dio cuatro hijos, el último sospecho que fue de Javier. Mónica tuvo otros dos hijos. La casa se volvió poblada. Construí una habitación más grande para todos los esclavos: Bárbara vivió allí con sus niños, que sirvieron en la casa como se había decidido. Yo no hacía distinciones, pero Mónica impuso sus reglas y los hijos de Bárbara tuvieron que llevar una cadena al cuello y obedecer a sus hermanos libres como pequeños esclavos.

Han sido años felices para todos, especialmente para mí y para Bárbara. Nuestro amor siguió vivo, apasionado, como la primera vez que nos vimos e hicimos el amor allá en ese pueblo que no recuerdo el nombre.

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