Pasando Las Leyes

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- ¡Ohhh!

Ya no hubo vuelta atrás. Ella me arrastró a su cama y me besó las mamas. Suspiré:

- ¡Tus labios son tan suaves!

Casi me produce un orgasmo. Yo también quise probar sus carnes, y me pegué a un pezón. Era el delirio...

Recorrí su cuerpo, como dándole un masaje, y ella recorrió el mío, y giramos a la posición 69 y yo iba a probar mi primera vulva, ni siquiera había saboreado mis propias secreciones vaginales anteriormente, pero la tuve ante mi rostro, y no supe qué hacer. Ella me lo pidió con sus labios, pero no con palabras, sino con su contacto con mis labios inferiores:

- ¡Bésamela!

Y me sumergí en su vulva. Buscamos mutuamente nuestros clítoris, y los mamamos en sincronía. Nos delineamos mutuamente los labios vulvares con labios y lenguas y traíamos más humedad para chupar los clítoris con más delicadeza. Fueron orgasmos simultáneos y múltiples. Entonces hurgó mi canal y halló mi punto G; eso me hizo sentir como si tuviese un pene de 100 pulgadas. Le reciproqué y ella dio un grito contra mi vulva, agarrándose de mis nalgas como si su vida dependiese de ello. Yo terminé haciendo lo mismo, y hasta lloré como loca:

- Me matas de placer... ¡Mátame, puta!

Y el desvarío de Sheila fue:

- ¡Cabroncita, tu culo es ahora mío!

Nos rociamos con semen femenino, como si nos quisiéramos ahogar mutuamente, y misericordiosamente, fue lo último que sentimos al perder el conocimiento.

Despertamos a media mañana, abrazadas al vientre, la una de la otra. Nos besamos otra vez, y al probar nuestras propias secreciones, ya secas, fuimos a lavarnos. Yo me vestí aprisa y cruzándonos miradas pícaras, le dije que así lo hiciera, y apenas cubriendo nuestros pezones, nos montamos en mi vehículo militaroide y corrimos hasta mi mansión. Al pasar al vestíbulo, descartamos las ropas y la llevé al gran jacuzzi para abrazarnos y besarnos desnudas. Su lengua invadió mi boca con lujuria y yo también puse la mía dentro de ella, y ese entrelazar de lenguas nos hizo perder las inhibiciones para juntar nuestros vientres y estrujar nuestros pechos. Avidas de más placer, me la llevé al gran dormitorio y saqué un consolador de dos cabezas. Ella se sentó en la cama y me abrió sus piernas codiciosamente y yo le atravesé la vagina sin pensar que la pudiese lastimar, pero no se quejó, sino que lo recibió con beneplácito. Yo me senté frente a ella y fui insertándome el otro extremo, dejando como margen una o dos pulgadas (de tres a cinco centímetros) para comenzar el vaivén. Al principio, ambas asimos el falo para moverlo juntas, y a medida que nuestras manos se cansaban, nos relevábamos. De vez en cuando, nos sobábamos los clítoris, a veces, los propios, y otras veces, la una a la otra. Cuando los puntos G despertaron, apretamos la marcha y no nos importó el calambre en nuestras muñecas, hasta alcanzar de nuevo esa sensación que recorre el cuerpo entero. Al final, nos arrancamos el consolador, nos abrazamos, y hasta nos revolcamos en el charco sobre las sábanas al besarnos una vez más para decirnos:

- ¡Te amo!

- ¡Yo te amo también!

Tuve un breve lapso de cordura, pero no fue para arrepentirme de lo que hice con ella, sino para asear el desorden que dejamos a nuestro paso. Echamos lo lavable a una lavadora y lo fino a una bolsa para llevar a una tintorería. Entramos nuevamente al jacuzzi, pero solamente para reposar y considerar nuestro futuro juntas.

- Sandrita, me has hecho tan feliz.

- Gracias.

Y me abracé a ella, no con pasión, sino con cariño. Nos preparamos una ensalada, no tanto para vigilar nuestro peso, sino para no usar estufa, ya que nos quisimos quedar desnudas. Conversamos sobre muchas cosas, como chicas, y nos fuimos a dormir abrazadas como "cucharas", a veces, ella detrás de mí, y otras veces, yo detrás de ella, para poder agarrar sus tetas y nalgas.

Fue una relación bonita mientras duró, y hasta Ramón y Milton la aceptaron sin reproches. Ella también compartía mis intereses por la cultura, pero entonces me invitaba a eventos un poco más ideológicos, y obviamente, a reuniones de activismo comunitario y de derechos de los homosexuales. Pero un día, ella me confrontó:

- Sandra, lo nuestro fue hermoso, pero no tiene futuro.

- ¿De qué hablas, Sheila? ¿Cómo que "fue"?

- Mira, yo me aproveché de un momento de debilidad tuya y mía, pero en realidad, tú no eres lesbiana.

- Quizás no, pero yo te amo.

- Y yo a ti, ¡pero no puede ser! Yo te quiero como a la hija que, por mi estilo de vida, nunca podré tener.

Yo pasé, en breves instantes, de un "shock" a una lucidez increíble: lo que yo hice fue hacer realidad fantasías incestuosas, primero con Carlos, como si fuera mi propio hermano, luego con Ramón, como mi padre, y finalmente, con ella, como mi madre. El remordimiento que yo eludía cayó sobre mí y me tuve que sentar, y tratando de usar un tono de voz claro, le dije:

- Tienes razón, yo solamente vivía jugando al amor como en una casa de muñecas. Ya estoy lista para ser una mujer hecha y derecha, pero, Sheila, no reniego de lo que he sentido contigo, ni me avergüenzo, porque sí fue bello. Siempre te amaré, aunque sea de otra forma de ahora en adelante.

Nos abrazamos y besamos, ya sin excitación sexual, sino con paz mental. Una vez más, me reajusté a verla también como profesional y nunca más como amante.
Argumentos de cierre:

Aunque ante los demás, yo aparentaba ser ya una mujer profesional, decente y sin apasionamiento, cuando me quedaba sola al final del día, la soledad me abrumaba. Seguí usando mi trabajo como un antídoto, ya que quemé todos mis cartuchos. Aferrándome a mi madurez, insistí en ver a Milton como un colega o hasta un hermano, pero no me atraía físicamente. Hasta supe que lo tiene pequeño y pensé que con algo así no iba a sentir placer.

Un día, nos sorprendió una tarjeta entre la correspondencia: era una invitación a la boda de Carlos. Yo ya lo había perdonado y nos dispusimos a asistir, porque ya somos amigos y su nuevo bufete respeta al nuestro como buenos colegas. Yo quise ir vestida especialmente para la ocasión, ya que la recepción sería en el jardín de su mansión, una tarde de verano. Escogí un traje largo estilo "sarong" con diseños de muchas flores, y por picardía, no llevaba ropa interior, ya que la tela era un poco fina, y al menos, los colores vivos disimularían si tuviese una erección de mis pezones. Tuve el recato de llevar una larga chaqueta blanca para cubrirme durante la ceremonia, pero al comenzar la fiesta, la dejé en mi automóvil. Saludé a los nuevos esposos y me fijé en que él seguía siendo tan apuesto como cuando yo lo tuve y ella era algo alta y esbelta, como modelo de alta costura. Les deseé larga vida y felicidad de todo corazón e hice alusión indirecta al regalo que ella se llevaba. Ella dio a entender que ya lo había abierto, y la felicité entre risitas de complicidad, ya sintiéndome libre de envidias. Circulé y saludé, aunque no conocía a nadie. Ramón se retiró temprano y Sheila hizo "contacto de radar" con una de las damas.

Yo pedí una copa de vino blanco, no champán, para brindar por los novios sin que se me subiera a la cabeza, pero no pude evitar que me mareara, aún con sólo un sorbo. Quise hacerme la fuerte y tomar más, pero tras media copa, me sentí muy mal. Fui a un baño contiguo a la piscina, similar al que hay en mi casa, pero aunque no vomité, estaba muy incómoda con esta leve ebriedad. Inesperadamente, Milton vino a mi rescate, ya que se había quedado observando todo desde un rincón, debido a su tremenda timidez, no muy buena cualidad para un abogado litigante. Me hizo señas:

- ¡Psst! ¡Sandra!

Me moví hacia él pero di un traspié entre las losas que forman una vereda en la grama, pero él me alcanzó a tiempo para que no me torciera el tobillo. Desesperadamente, llevé mi carterita hacia su rostro para ofrecerle las llaves de mi auto, y le dije:

- Ahora, guía tú. No me siento bien.

El me acomodó en el asiento del pasajero, me puso el cinturón, tratando de no tocar mis turgentes senos, y hasta me cubrió con mi chaqueta como si fuese una sábana. Luego rodeó el todo-terreno para sentarse al timón, y tras encender, comenzó a conducir despacio, desacostumbrado a mis automóviles lujosos y potentes.

Al llegar a mi mansión, que quedaba muy cerca de la de los suegros de Carlos, pedí a Milton que me ayudara a llegar hasta mi ducha. Allí mezclé el agua, no tan fría, porque yo no estaba tan borracha. Ya bajo el agua tibia, me sentí mejor, pero seguí el juego. Me tambaleé un poco e hice el viejo truco que se hace en baños comunales, como en cárceles y gimnasios: dejé resbalar el jabón al piso y le dije a mi amigo que me lo trajera. El lo pasó con su manita por la cortina, para no verme, y le dije:

- Milton, por favor, se me resbalará otra vez. ¿Por qué no entras tú mismo a enjabonarme?

Me habría encantado ver su expresión de asombro, al decir:

- ¿Hasta allá adentro?

- Sí, por favor, mira que apenas me puedo tener en pie.

Murmuró, con un tono entre exasperado y excitado:

- Pero me voy a mojar.

- ¡Pues, quítate la ropa!

- ¡Oh, Dios...!

Pero lo hizo. Su penecito erecto venía por delante, el pobre tiene menos de 6 pulgadas, o 15 cms. Pero aún así, se veía apetitoso. Lo ignoré con un aire de orgullo y le pedí:

- Ayuda a lavarse a tu pobre colega, que no es capaz de hacerlo sola.

Tomó el jabón y comenzó a pasármelo por los hombros y mi espalda mientras yo sostenía mi cabello en alto. Su caricia tímida me encendió de inmediato, y cuando llegó a mi cintura, ya sus manos temblaban, yo también, pero era un temblor delicioso. Cuando le llegó el turno a mis nalgas, se detuvo, atemorizado. Mintió:

- No alcanzo allí.

- Claro que alcanzas. Las tienes justo frente a ti.

Y accedió a amasarlas. Luchó contra la tentación de incrustar su miembro en la raja entre mis nalgas y sacarse un orgasmo. Yo abrí un poco mis piernas y le dije que me ayudara con mis muslos, y los abarcó tiernamente hasta llegar a mis pantorrillas. Entonces me volteé y puse mis pechos contra sus costillas y le dije:

- Lávame bien aquí.

Hizo grandes círculos sobre mis pechos, pero los fue reduciendo hasta concentrarse en mis pezones, y yo vibré con un pequeño orgasmo. Le recordé:

- Te falta más abajo...

Frotó desde mis costillas hasta mi barriga y siguió por mi abdomen, y mirándome a los ojos, me preguntó:

- ¿Allá abajo también?

- Sí. Ahora sí me estás ayudando.

Al frotar mi clítoris y mis labios vulvares, sentí que me quemaba, pero aguanté lo más que pude. Su pene también se veía al rojo vivo. El orgasmo que logré fue intenso pero no lo suficiente. Me volví a voltear y le dije:

- Límpiame por atrás, estoy muy sucia.

- ¿Tu ano?

- Sí...

Tengo un espejo para afeitar mis axilas y por ahí le dirigí una mirada insinuante. El estaba ruborizado, pero no iba a despreciar el monumento que tenía frente a sí, y untó mucho jabón en mi agujerito, y entonces, supe que ninguno de los dos aguantaría más, así que me recargué un poco contra su pecho y me coloqué su glande desvergonzadamente en la entrada de mi ano, lo enjaboné, aflojé mi esfínter un poco y me lo encajé. Luego subí sus manos para que me abrazara, pero no se estaban quietas, tratando de abarcar todo mi ser, mientras yo me movía para sodomizarme yo misma. El tomó la iniciativa, y sujetando mis costados, me embistió con fuerza. Quiso hacerlo más lentamente, pero al sentir tanto ardor en sus testículos, aceleró su ritmo mientras coreábamos un gritito aniñado y luego se hundió muy fuertemente dentro de mi recto para eyacular. Sentí mis entrañas como llenas de lava ardiente, y eso combinado con todas las caricias que me brindó por el frente, me provocó que eyaculara contra la pared del baño, y el agua se llevó mi semen. Ahora sentimos mareo de verdad, así que me volteé para asirme a él en un abrazo, y así salió su pene, quedando contra mi abdomen, aún erecto. Nos enjuagamos las partes y apagamos la ducha y me acosté en mi cama, y él me siguió como perrito faldero, aunque ya perdió su erección. Tras colocarse tras de mí en posición de cucharas, me dijo:

- ¿Ya te sientes mejor?

- Sí, nunca imaginé que sería tan maravilloso.

El se puso un poco triste, porque se sentía poca cosa como para pretender a una mujer tan fuera de su alcance como yo, demasiado bella y demasiado rica. Yo me viré para abrazarlo de frente y lo besé, diciéndole:

- Sé lo que te preocupa.

- ¿Cómo puedes saber?

- Sé que te enamoraste de mí...

- Desde el primer momento... ¿Qué me pasa? No puede ser...

No iba a permitir que llorara, así que lo apreté contra mí para calmarlo, susurrándole al oído:

- ¡Shhh, Shhh! Está bien, calma. Estás conmigo.

Le metí un beso en esa oreja y en la mejilla, hasta hacer una ruta hacia los labios, y le dije:

- ¿Sabes, eres el único chico a quien le he dejado eyacular dentro de mí?

Respiró profundo para evitar desmoronarse y dijo:

- ¿Tanto confías en mí? Debe ser que yo era virgen, porque nunca tuve suerte con las chicas...

- ¿Y qué tal ahora, conmigo?

El quedó mudo y yo también preferí callar. La verdad, yo no estaba intoxicada con el poco vino que ingerí, sino con la envidia que aún sentía por Carlos y por su flamante esposa, porque para mí, la boda era solamente una excusa para poder pregonar a los cuatro vientos lo mucho que iban a disfrutar de tanto sexo, y él, con su pene tan grande...

Posteriormente, sí tuvimos que usar condones para hacerlo, al menos al principio, porque yo todavía no lo amaba, solamente me entretenía con él para no pensar en mi soledad. Pero al notar que él duró más tiempo junto a mí que mis amores anteriores, lo hice mudarse definitivamente conmigo, ya que él vivía en un modesto apartamento alquilado, y así hacernos compañía. Ese día, terminamos un poco cansados tras hacerle espacio a sus pertenencias en mi cobertizo, y tras asignarle la habitación de mi finado hermano para su ropa y artículos esenciales, no hicimos más que bañarnos juntos, y como los dolores musculares nos hicieron incómodas nuestras mutuas cercanías, hasta tuvimos que dormir en camas separadas. Nos sentimos culpables de no pasar juntos la noche, pero tan pronto nos sentimos mejor, lo celebramos con un coito en posición misionera, tras un leve pero placentero masaje erótico. El no me profundizó muy bien al principio, así que me volteé hasta quedar sobre él en la pose de la vaquera, y reboté sobre él hasta derramar tanto semen femenino que quedé exhausta, desplomándome sobre su pechito. Me dijo:

- ¡Eres genial, no sé qué tienes pero me sacaste dos orgasmos consecutivos! Ya sé...

- ¿Por mi experiencia, por el hecho de que yo sea tan prostituta?

- ¡No, por tu belleza, por tu amor hacia mí!

Mi semblante cambió y él lo notó, y prosiguió:

- Me he equivocado contigo. Tú no me amas. Todavía amas a Carlos.

- No, Milton. A él ya lo olvidé; aunque aquel día de su boda, me dio un poco de nostalgia...

- Pero aún buscas a alguien mejor que yo. Yo, quien siempre estuve "pintado en la pared", quien solamente he sido una alfombra que todos pisan... ¡Hasta me di cuenta del truco sucio que ustedes me hicieron al ponerne a pronunciar el argumento de cierre en aquel juicio!

Se calló, tras darse cuenta que habló demasiado. Comenzó a sollozar, y me pidió perdón. Yo lo consolé:

- Milton, está bien. Tienes razón, nunca te dimos la importancia que mereces. Hasta tuve yo que fijarme en un viejo o en una lésbica antes que en ti. Tú eres joven, apuesto y sabes complacer a una mujer. No volverá a pasar, te lo prometo...

El puso cara de incredulidad y sus lágrimas no paraban, así que tuve que sacar la artillería pesada, y exclamé:

- ¡No, Milton, mejor aún, te lo juro: es que sí te amo!

- ¡No, Doña Alejandra, no quiero mentiras piadosas! ¡Ni siquiera soy lo suficientemente rico ni apuesto para lucir bien junto a usted!

- ¡No digas eso! ¡Sí eres muy hermoso!

Me sacudió de su cuerpo, pero con cuidado de no hacerme caer, mientras protestaba, ya con voz menos fogosa:

- No me hagas esto, no me digas que me amas ni nada. Estamos juntos solamente para satisfacer nuestras ansias físicas. No sé qué ganas, revolcándote con un renacuajo como yo, ¡dirán que eres una loca!

- No te hagas esto tú, Milton. Tú me amas y has estado sufriendo todo este tiempo, por eso hablas así...

- Yo no estoy ciego. Tú tienes cuerpo de diosa, y por eso me tienes hechizado, desde el primer momento en que te vi. Pero nada más...

Me acerqué cautelosamente para acariciar su mejilla, aún húmeda por el mal rato que estaba pasando, y le susurré otra vez:

- ¡Tú sientes algo bonito por mí; no lo niegues!

Aún desafiante, como niño castigado injustamente, respondió:

- No te deseo el mal, si a eso te refieres.

Algún efecto tuve en él, porque pasé mis dedos "distraídamente" hacia sus tetillas, y entonces, cambió su tono y prosiguió:

- Está bien, tú tienes mucho amor que dar, porque has sufrido mucho al perder a toda tu familia en tan poco tiempo. No te considero ramera, ni siquiera una niña mimada, sino alguien que también tiene derecho a ser feliz. Pero no me considero digno de ti, no sólo porque soy feo, sino porque no soy tan fuerte como para saber enfrentar lo que te ha pasado.

- Está bien, hablemos de tus argumentos de cierre, sí, ¡tus argumentos de cierre! Te pusimos a pronunciarlo, no solamente para que inspiraras lástima al jurado, sino para que vieran a los clientes a través de ti, y eso sólo se pudo lograr porque fuiste muy convincente, recobrándote pronto de tu timidez. Tú triunfaste donde yo fracasé. ¡Eso, para mí, es fortaleza!

Se volvió para mirarme tímidamente, y al ver que yo también tenía lágrimas en mis ojos, porque derramé mi alma en mis últimas palabras, me abrazó y fue su turno para consolarme, susurrándome mientras acariciaba mis mejillas y mi espalda con ternura desesperada:

- ¡No, Sandrita! ¡Tú no llores! ¡Yo te amo! ¡Ya está, lo dije!

- Yo siempre lo supe. Yo también te amo, te amo mucho; ¡te amo de verdad!

Nos dejamos llorar libremente, y hasta devorábamos nuestras mutuas lágrimas con besos frenéticos pero suaves. Nos excitamos tanto que comenzamos a hacer el amor sin más preámbulo, metiendo su pene en mi vagina sin buscar condón. Se movió lentamente en mí, dándose tiempo para besar mis labios y acariciar mis senos; el acto ya no parecía de película pornográfica sino romántica. Tuve un orgasmo muy delicado y refrescante mientras él eyaculó dentro de mí, y luego nos levantamos con pereza y nos lavamos un poco, para luego cenar algo y descansar.
Veredicto:

Milton también es un alma sensible. Excepto porque no le gusta la ópera, sí es muy culto e inteligente. Fue mucho más fácil enamorarme de su mente que de su cuerpo, pero cuando lo llegué a sentir de verdad, supimos que sería para siempre.

Una noche, alguien llamó a mi casa, y al contestar, no reconocí la voz. Al principio, pensé que era alguien que solicitaba nuestros servicios porque lo arrestó la policía o porque había sufrido un accidente. Pero la persona se refirió a mí por mi primer nombre y quiso que viniera a la casa de Ramón. Deduje que era un vecino, y que el jefe necesitaba atención médica. Pero insistió:

- No temas, pero ven sola. Acá te explicaré todo.

Me vestí sin despertar a Milton, tomé el deportivo, y al llegar a la puerta, llamé haciendo el menor ruido posible. Me recibió un joven semidesnudo, con ciertos rasgos de afeminado, que me pidió mucha discreción para lo que estaba yo a punto de ver, antes de permitirme llegar a la habitación. Allí estaba él, como dormido boca abajo y totalmente desnudo. Pero al acercarme, me di cuenta de algo peor y le recriminé al muchacho:

- ¿Qué le has hecho?

- Yo no fui. Se sintió mal de repente y no supe qué más hacer. Suerte que sus números estaban grabados en su teléfono inalámbrico.

No sé como dominé mi histeria mientras me explicó:

- Tú sabes que se quedó impotente, y que no podía tomar Viagra ni nada por el estilo. Pues, él prefirió hacer esto conmigo: recibir sexo anal. Digo, él es muy apuesto, y me pareció una pena desperdiciar sus encantos, así que me enamoré y él me correspondió. ¡El debería haber sido el que me estuviera metiendo su pene a mí por mi ano...!