El hallazgo inesperado

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EL AÑO DE DIDO I.
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CAPITULO I

EL HALLAZGO INESPERADO

Aquella noche resultaba de lo más prometedora. Me había estado acicalando durante más de media tarde para acudir a una cita que llevaba esperando durante mucho tiempo. Finalmente Erika se había decidido.

Nos conocimos a través de la sección de contactos de una revista y, en más de una ocasión, nos habíamos puesto cachondos mutuamente por teléfono. Intercambiamos fotos subidas de tono pero nunca, hasta aquel día, nos habíamos visto en persona. Yo no quería hacerme demasiadas ilusiones pues, al fin y al cabo, aquel iba a ser nuestro primer encuentro. Una cena distendida y puede que unas copas después. Con eso debería darme por contento, pero algo en mi interior me hacía albergar la esperanza de que, aquella noche, tal vez fuera posible llevar a la práctica alguna de aquellas escenas de contenido sexual que habíamos protagonizado a través de nuestros móviles.

Tan excitado estaba ante esta posibilidad que, antes de meterme el la ducha, dediqué un buen rato a masturbarme para liberarme en parte de la inquietud que provocaba en mi este deseo y evitar, si era posible, una incómoda erección a destiempo que estropeara el encanto de la velada.

Pues bien, una vez me hube aseado, perfumado y vestido convenientemente, me subí a mi coche para acudir al lugar de la cita. Erika había reservado mesa en un restaurante al que ella acudía de vez en cuando y, como yo me había tomado mi tiempo en arreglarme y no conocía muy bien la zona a la cual tenía que dirigirme, decidí salir con algo de antelación por miedo a llegar con retraso y causar una mala impresión. La verdad es que me perdí un par de veces; lo cual justificó mis reparos; pero, con todo y con eso, llegué al restaurante diez minutos antes de la hora fijada. El local no era muy grande, pero sí acogedor y tras hablar con uno de los camareros, fui conducido al comedor. En aquella estancia reinaba una atmosfera agradable iluminada por una luz muy tenue que favorecía la intimidad y combinaba muy bien con la suave ondulación de los destellos producidos por las velas que había colocadas en las mesas.

Erika, a pesar de lo que digan los tópicos sobre la puntualidad de las mujeres, no se hizo esperar y, a las diez en punto, hizo su aparición luciendo un ceñido vestido estampado que delimitaba a la perfección todas y cada una de las curvas de su cuerpo. Me levanté para recibirla como el caballero educado que soy y, tras darnos un par de besos e intercambiar los saludos de rigor, nos sentamos a la mesa.

- Bueno, por fin nos conocemos. -- dije tratando de iniciar una conversación mientras esperábamos a que nos tomaran nota.

- Sí. -- replicó ella. -- Espero no haberte causado demasiados desvelos mientras esperabas este momento.

- Los justos. -- concedí. -- Pero he de confesar que lo aguardaba con verdadero anhelo.

- A mí también me apetecía mucho conocerte pero, tienes que entenderlo. Quería estar segura antes de dar este paso.

En ese momento llegó el camarero y, mientras pedíamos nuestra cena, pude constatar que ninguno de los dos teníamos demasiada hambre. No obstante, mucho antes de que nos sirvieran, ya estábamos charlando animadamente sobre nuestros gustos, anécdotas y todo tipo de cosas triviales. Me resultaba muy agradable conversar con ella pues resultó ser de ese tipo de personas abiertas con las que puedes mantener un a conversación distendida sobre prácticamente cualquier tema. De sus palabras no se traslucía la más mínima muestra de engreimiento o afectación, como me había pasado con algunas mujeres que había conocido, y eso hizo que, casi al instante, sintiera una gran simpatía hacía ella. Entre tanto, fuimos dando cuenta de los platos que nos habían servido acompañándolos, de vez en cuando, con un poco de vino. No demasiado, pues con algo más de media botella nos hubiera bastado para los dos.

En una de las escasas pausas que hubo durante nuestra charla, un poco antes de los postres, dediqué un momento a observarla con detenimiento. Su media melena de color rubio estaba peinada con gracia y era evidente que ese día había pasado por la peluquería; lo cual, en cierto modo, me halagó. No se había maquillado excesivamente pero la combinación de diversos tonos de un mismo color que había aplicado a su rostro resultaba ser la idónea a la hora de resaltar sus facciones, sobre todo sus amplios y carnosos labios. Sus manos estaban muy cuidadas y lucían varios anillos de oro en los dedos; mientras que la uñas, no demasiado largas, estaban perfectamente perfiladas al modo de la manicura francesa. La piel bronceada se adivinaba suave como la seda y confería un marco ideal al resto de su cuerpo. Ciertamente estaba sentado ante una mujer muy atractiva, de pechos generosos y turgentes y unas caderas bien definidas capaces de hacer aflorar los instintos más bajos de cualquier hombre.

Todo esto pasó por mi cabeza en tan solo un instante pero, debí de quedarme tan ensimismado que, la naturaleza de mis reflexiones no pasó desapercibida para Erika.

- ¿Te gusta lo que ves? -- me preguntó de repente, como si fuera capaz de leerme el pensamiento.

- La verdad es que sí. -- respondí un tanto avergonzado por haber sido descubierto. -- Me has pillado, no tiene sentido fingir lo contrario.

- Eso ha estado muy mal. - dijo ella con gesto divertido y fingiendo enojo, mientras meneaba la cabeza de un lado a otro. -- No se debe de mirar así a una dama a la que se acaba de conocer.

- Perdóname, pero me resulta muy difícil no prestar atención a los encantos de una mujer tan hermosa como la que tengo ante mí.

- No trates de halagarme ahora. Deberías saber controlar mejor tus impulsos. -- replicó ella sin abandonar aquella actitud juguetona. -- Pese a todo, no lo considero una falta excesivamente grave, así que creo que dejarte sin postre será una buena forma de que aprendas la lección.

- De acuerdo. -- concedí. -- Creo que es justo.

Así que, cuando vinieron a preguntarnos que deseábamos como colofón de nuestro pequeño banquete solo Erika pidió.

No había pasado ni un segundo desde que habían vuelto a dejarnos solos cuando ella comenzó a mirarme de arriba abajo. En sus pupilas parecía reflejarse una mezcla de sensualidad y lascivia y, resultaba evidente, que estaba siendo desnudado por sus ojos. Incluso me pareció observar como se mordía levemente el labio inferior mientras realizaba aquel detenido examen visual.

- Ahora eres tú quien me mira de manera poco educada. -- protesté.

- Creo que estoy en mi derecho ya que tú lo has hecho antes. -- hizo una pausa hasta que dio por concluida su particular inspección y después añadió: - ¿Sabes? Había decidido concederte mis favores esta noche, pero el modo en que te has comportado hace un momento...

- Tú acabas de hacer lo mismo. Y de un modo más descarado, diría yo.

- No, no es lo mismo. Pero eso no importa ahora. Para volver a considerarte digno de mí, creo que me merezco una satisfacción y, he pensado que como vas a estar ahí sentado sin hacer nada mientras yo tomo el postre, podrías emplear ese tiempo en hacer algo que te redimiera de tú falta de tacto.

- Está bien. -- otorgué con una sonrisa. -- Si está en mi mano y con ello puedo enmendar mi agravio, lo haré con sumo gusto.

- Así me gusta. Veo que estás predispuesto.

Tomando el bolso que había traído consigo extrajo de él una pequeña bolsa de color granate, de esas que te dan en las joyerías cuando compras algo.

- Ten, un regalo. -- dijo mientras me lo entregaba.

Aquello me dejó un poco descolocado pues no me lo esperaba y, además, yo no le había llevado ningún obsequio. No lo veía como algo habitual en una primera cita.

- No sé si debería aceptarlo. -- dije con expresión dudosa.

- No te hagas de rogar, vamos. No estaría nada bien que despreciaras un presente.

Erika tenía razón. Resultaría una descortesía rechazarlo. Así que, por mucho que hiriera mi orgullo el no poder corresponder debidamente a aquella atención, lo acepté. Pero, cuando abrí la bolsa, comprendí que me había precipitado al sacar conclusiones pues, en su interior, solo había una cuenta con cinco pequeñas bolas chinas y un botecito de lubricante.

- Espero que te gusten. -- dijo ella divertida al ver mi cara de asombro. -- Seguro que no te lo esperabas.

- No. La verdad es que no. -- acerté a contestar.

- Me gusta dar sorpresas de vez en cuando, es una debilidad que tengo. -- confesó en tono risueño. -- Bien, ahora escúchame con atención. Quiero que mientras yo acabo de cenar vayas a los lavabos y estrenes mí regalo. Verás que he puesto en la bolsa un poco de gel para ayudarte en este cometido. No tienes porqué hacerlo si no quieres pero, si me concedes este pequeño capricho, sabré recompensarte como te mereces en cuanto salgamos de aquí.

Me llevó un momento tomar una decisión, pues nunca antes había utilizado juguetes eróticos y las únicas referencias que tenía sobre ellos eran las que había extraído de las películas porno que había visto. Además, como les suele ocurrir a la mayoría de los hombres, tenía ciertos prejuicios hacia según que tipo de prácticas. Pero la perspectiva de pasar una noche de pasión y desenfreno junto a Erika fue más fuerte y, por otro lado, introducirse aquellas bolas, solo un poco más grandes que una canica, no debía de ser muy diferente a ponerse un supositorio.

- Está bien. Lo haré. -- dije al fin con un aire decidido que enmascarara mis reparos. -- Pero espero que la recompensa por ceder a tus deseos merezca la pena.

- No te quepa la menor duda. -- afirmó ella con tono malicioso y pícara sonrisa. -- Te haré gozar como nunca antes lo has hecho.

Aquellas palabras fueron todo lo que necesitaba oír y, como si hubieran sido las responsables de activar algún resorte, hicieron que me levantara de la silla de inmediato y me dirigiera a los servicios.

Mientras iba caminado, pensé en la habilidad de Erika para tomar la iniciativa en aquella situación y la sutileza que había empleado para hacerme entrar en un juego que parecía conocer muy bien. Puede que a ella le gustara sorprender pero, a mí, me gustaba aún más que me sorprendieran pues, desde siempre, me habían atraído mucho más esas chicas decididas que no se dejan cohibir por falsos convencionalismos que aquellas otras, pudorosas y recatadas, que esperan que sea el hombre el que de siempre el primer paso, por mucho que estén deseando dar rienda suelta a sus más húmedas fantasías.

Cuando finalmente llegué al baño, comprobé con cierto alivio que estaba vacío así que, sin perder un momento, entré en el cuarto del inodoro y cerré la puerta con pestillo. Saqué las bolas de la bolsa y unté una por una con un poco de lubricante. Después, me baje los pantalones y los boxers y, tras inspirar hondo, acerqué la primera de aquellas pequeñas esferas a mi esfínter. Estaba bastante excitado y noté como mi pene empezaba a ponerse erecto. Comencé a presionar con mi dedo para vencer la resistencia que oponían los músculos de mí recto a aquel intento de intrusión y, aunque en un principio me costó un poco, conforme fui empujando, llegado a un punto, fue como si mi culo la absorbiera. A medida que fui introduciendo más bolas, estas iban entrando con más facilidad hasta que, finalmente, las tuve todas en mi interior. Para cuando hube acabado aquella operación mi polla estaba completamente empalmada y oscilaba con violencia, arriba y abajo, cada vez que mi ano se contraía. Por ese motivo, durante unos momentos que me parecieron eternos, tuve que aguardar a que mi erección disminuyera para poder salir del baño sin que llamara la atención aquel enorme bulto de mi entrepierna. No fue nada fácil ya que aquella nueva experiencia me había puesto muy cachondo y, por mucho que intentara distraer mi mente, las bolas que ahora estaban alojadas dentro de mí no dejaban de recordarme la naturaleza sexual de aquella situación. Pero, finalmente, conseguí sobreponerme y relajarme un poco y, tras volver a vestirme, abandoné los servicios.

De regreso a la mesa, Erika me estaba esperando con expresión complacida y, después que me hube sentado, vi que ya nos había servido los cafés.

- Como tardabas tanto, me he tomado a libertad de pedir por los dos. -- dijo con cierto aire de suficiencia. -- Yo lo tomo solo, así que a ti te he pedido lo mismo. Espero que no te importe.

- No, no. Solo está bien. -- concedí.

- Nos ayudará a estar más despiertos a la hora de llevar a práctica todo lo que tengo en mente. -- dijo mientras se acercaba la taza a los labios y me miraba con complicidad. -- Y ahora dime, ¿ha ido todo bien?

- Si, muy bien. El problema ha venido después. -- confesé.

- ¿Has sufrido de digamos..., efectos secundarios?

- Así es. Y bastante persistentes además.

- Eso está bien. -- sentenció. -- Y me gusta. Me excita imaginarte en esa situación.

Después, continuamos charlando normalmente durante un rato sin mencionar para nada aquel episodio y, gracias a eso, conseguí serenarme algo más, aunque no del todo. Erika pidió la cuenta y se negó en redondo a que yo pagara, ni tan siquiera consintió en que fuéramos a medias.

- A la cena estás invitado. -- dijo una vez le devolvieron el cambio. -- Si te sientes en deuda y te crees obligado a compensarme, no te preocupes. Te daré la oportunidad de hacerlo. ¿Nos vamos?

Salimos del local sin más dilación y nos dirigimos al aparcamiento. Erika había venido en taxi así que iríamos en mi coche. La noche era cálida, pero sin llegar a ser sofocante, por lo que daba gusto estar en la calle y, mientras caminábamos en dirección a la plaza de aparcamiento donde estaba estacionado, me quedé absorto contemplando el modo de andar, seguro y decidido, de mi hermosa acompañante, así como el sonido con que sus tacones delataban cada uno de los pasos que daba sobre el asfalto. Nos montamos en el coche y, tras tomar la carretera, comencé a conducir siguiendo las indicaciones que ella me daba. Dejamos atrás la ciudad y discurrimos por una calzada muy poco transitada, donde la ausencia de farolas hacía que la oscuridad fuera prácticamente total. Al poco tiempo de tomar aquel camino, ella comenzó a tocarme la ingle por encima de la ropa y, de inmediato, comencé a empalmarme de nuevo.

- Qué agradecida es. -- exclamó mientras me desabotonaba los pantalones.

Empezó a estrujármela con firmeza provocando que se pusiera cada vez más dura y aumentando mi grado de excitación a niveles insospechados. Hasta tal punto, que por un momento creí que iba a perder el control del coche.

- Basta por el momento. -- dijo afortunadamente mientras retiraba su mano. -- Ya estamos llegando. En la próxima tuerce a la derecha.

Enfilé por un camino estrecho que conducía hasta una finca delimitada por una tapia y nos detuvimos frente a un portón de color negro. Ella sacó del bolso un pequeño mando a distancia y, tras apuntar con él hacia la entrada, hizo que el pórtico comenzara a deslizarse hacía un lateral. Una vez franqueado el acceso, continuamos hasta la casa que estaba situada, más ó menos, en el centro de una amplia zona ajardinada. Diseñada con una curiosa mezcla de estilos; a caballo entre el rústico y el atrevido toque postmoderno de mediados de los sesenta; estaba construida sobre altozano y contaba con unas inmejorables vistas de la ciudad. Frente a la fachada principal se extendía una amplia zona de aparcamiento y, a continuación, el terreno descendía en una ligera pendiente al final de la cual podían apreciarse los ondulantes reflejos generados por el agua de una piscina.

No tuve oportunidad de distinguir mucho más. Mi bella acompañante volvió a hacer uso de aquel mando y dejamos el coche aparcado dentro del garaje.

- Bueno, esta es mi morada. -- dijo en cuanto nos apeamos. - ¿Quieres que te la enseñe?

- Será un placer. -- respondí.

El edificio era de dos plantas y en la parte de abajo estaban; además del garaje; una moderna cocina, un cuarto de baño, un pequeño - aunque bien equipado - gimnasio, un trastero y un amplísimo salón. Llegados a este último, me dijo que le apetecía tomarse una copa y me preguntó si quería acompañarla. Acepté con sumo gusto y, después de que ella las hubo preparado, nos sentamos en un sofá donde me contó un poco la historia de la casa y de cómo la había adaptado a sus gustos.

Dedicamos algún tiempo a degustar nuestras bebidas mientras manteníamos una de esas intrascendentes aunque animadas charlas que surgen en un ambiente distendido pero, llegados a un punto, mi anfitriona pasó a ocuparse de otras cuestiones.

- Creo que ya va siendo hora de que te enseñe los dormitorios. -- manifestó de un modo un tanto abrupto.

Subimos al piso de arriba que estaba distribuido en tres habitaciones bastante amplias. Cuando le tocó el turno a la que ella ocupaba, se recostó sobre la cama y me dijo:

- Ahora quiero que seas tú el que me enseñe algo. ¿Tienes algo que pueda interesarme?

- Solo lo que estás viendo. -- respondí conocedor de a donde quería ir a parar.

- En ese caso, desnúdate.

Ella me estuvo observando desde la cama mientras yo iba quitándome la ropa del modo más sugerente de que fui capaz. Cuando hube terminado, se levantó y se quedó contemplándome desde cierta distancia.

- Me gusta lo que tienes para mostrar. -- dijo adoptando una pose autoritaria, con las piernas completamente estiradas y los brazos en jarra. -- Ahora date la vuelta. Quiero ver si llevas puesto mi regalo.

Me giré y noté como ella se me acercaba. Sentí como sus dedos me acariciaban la espalda y las nalgas y, después, como se deslizaban entre mis glúteos para buscar la parte del cordón que unía las bolas que había quedado en el exterior.

- Muy bien. -- asintió. -- Ahora, separa un poco las piernas y lleva los brazos a la espalda, como hacen los militares cuando están en descanso.

Así lo hice y ella comenzó a dar vueltas a mí alrededor, como si me estuviera sometiendo a una inspección, lentamente, deteniéndose de vez en cuando para mirarme de arriba a abajo.

Pero entonces sucedió algo que yo no tenía previsto. En una de las ocasiones en que ella estaba a mis espaldas, con un hábil y rápido movimiento, me esposó ambas manos dejándome totalmente a su merced.

- ¿¡Qué estás haciendo!? -- pregunté alarmado.

- Solo estoy jugando un poco. -- respondió.

- Y, ¿qué clase de juego es ese?

- No te angusties. Solo pretendo disciplinarte un poco. ¿No has practicado nunca juegos de sumisión? -- inquirió con naturalidad.

- No, nunca. No me seduce la idea de que me den patadas ni cosas por el estilo.

- Me parece que tienes una visión un poco equivocada del asunto. -- me corrigió mientras se me acercaba por detrás y unía su cuerpo con el mío. -- Es solo una manera de aumentar el placer enfocando el sexo de un modo distinto. A nadie se le obliga a hacer algo que no quiera y, por supuesto, no se trata de torturar o lesionar a alguien en el sentido estricto de la palabra. Tan solo es una representación, un simulacro en el que cada uno adopta un papel.

Mientras me decía estas palabras, comenzó a menearme la polla muy suavemente cogiéndomela desde atrás. Enseguida se me empinó y noté como una extraña sensación recorría todo mi cuerpo. Era una especie de mezcla entre impotencia, lujuria, incertidumbre y deseo.

- No irás a decirme que no te gusta, -- me dijo mientras apretaba sus pechos contra mí espalda. -- pues lo que tengo entre mis dedos me está diciendo lo contrario. ¿En serio que nunca has sentido curiosidad?

Lo cierto era que, en muchas ocasiones, había concebido fantasías de ese tipo pero, en ningún momento me había planteado seriamente llevarlas a la práctica. Siempre había pensado que resultaba muy delicado proponer a mis parejas la posibilidad de explorar alternativas al sexo convencional, por así decirlo, y no había querido correr el riesgo de que me tildaran de obseso o pervertido. Aunque, en aquel momento, me estaba dando cuenta de que resultaba muy diferente cuando era una mujer la que lo proponía.