Historia de Una Mujer Fácil (11)

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Clara se emputece poco a poco por sus deseos de vida lujosa.
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Parte 11 de la serie de 16 partes

Actualizado 06/22/2024
Creado 05/07/2024
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ÚLTIMO DÍA DE VACACIONES

La última tarde en la casona fue el treinta de agosto. Para despedir las vacaciones —todos deberían volver al trabajo a la semana siguiente— se reunieron en la piscina y comieron y brindaron por el final del verano, aunque en realidad a éste le quedaban tres semanas.

Una atmósfera de sopor envolvía el ambiente en el jardín. Las conversaciones apenas se cruzaban. El síndrome post vacacional empezaba a hacer sus estragos. Carlos miraba a sus familiares y los repasaba uno a uno. No les guardaba simpatía, a pesar de que se habían criado como hermanos. Desde pequeños, él había sido tratado como el bufón del grupo y eso aún le dolía en lo más profundo.

Se fijó en Juan a lo lejos, hablando con la mujer de Andrés —Laura— en un extremo de la piscina. Ella en el agua y él sentado en el borde y con las piernas sumergidas. Desde su ángulo daba la sensación de que ella le abrazara los pies y se los acariciara. Supuso que se trataría de un efecto óptico. A pesar de ello, no podía estar seguro. Juan era el hijo que más se parecía a su padre en el carácter de vividor y no le extrañaría nada que estuviera intentando tirarse a su cuñada, ajeno a el affaire que mantenía ella con el mismo Carlos.

Miró a su prometida, sentada a su lado y leyendo una revista. Ella le miró y le sonrió. Se sintió reconfortado. Su futura mujer era lo único puro en aquella familia de desquiciados y él se alegraba de la suerte que tenía al haberla encontrado. Le acarició una mejilla y Clara le besó la mano.

Un minuto después, Clara se levantó y anunció que iba a la cocina en busca de limonada. Hacía un calor sofocante y se moría de sed.

—¿Quieres que te traiga algo, cariño?

—Oh, no, gracias, estoy bien.

Clara echó a andar hacia las cristaleras que daban entrada al salón de la casa. Carlos la miró por detrás y comprobó una vez más lo atractiva que era. Mucho más joven que él, a sus veintiocho era una mujer de bandera. Guapa, esbelta, con una piel suave y aterciopelada sin una sola mancha, su larga melena... En fin, todo en ella era especial y él se moría de amor por aquella mujer. La miraba mover sus caderas al andar y no pudo evitar empalmarse.

No obstante, observó que no era él el único que la seguía con la mirada. Juan, desde su posición al fondo del jardín, también lo hacía a pesar de que Laura le daba golpecitos en la rodilla para que la hiciera caso.

Juan se puso en pie de un salto, se excusó con su cuñada, y pareció seguir los pasos de Clara. Las tripas de Carlos se encogieron. ¿Era su imaginación o Juan se había levantado justo en el momento en que había visto a Clara entrar en la casa? A pesar de los nervios que se le agarraron en el estómago, se dijo que debería tomárselo con calma. Clara era una mujer íntegra.

Pasaron los minutos y Clara no volvía. Carlos se decía que sacar la jarra de la nevera, llenar un vaso y volver al jardín no le habría llevado más de cinco minutos. ¿Qué estaría haciendo para tardar tanto? La idea de saber que su novia se encontraba a solas con Juan ayudaba, además, a incrementar su histeria. Cuando casi se cumplía la media hora no pudo soportarlo más y salió casi a la carrera hacia la casona.

Llegó hasta la cocina y comprobó que allí no había nadie, ni siquiera el servicio, que se había tomado la tarde libre después de servir la comida. Un retortijón volvió a apretarle por dentro. Miró a su alrededor e intentó escuchar. Nada. Toda la casa se hallaba en silencio.

Entró en el salón de la planta baja y husmeó por todos los rincones. El resultado fue idéntico. Más nervioso a cada momento que pasaba decidió subir hacia las plantas de arriba. Iba a entrar en su habitación cuando un portazo le sorprendió. Provenía de una planta superior y creyó relacionar el ruido con la puerta de la buhardilla.

Con el corazón al galope, subió los tramos de escalera que conducían hasta el espacio privado de su tío. La puerta estaba semiabierta y eso le extrañó. Habitualmente Ramón la cerraba con llave cuando se ausentaba de la casa. Entró en el espacio prohibido con timidez. Un olor a tabaco le anunció que alguien había estado fumando en aquel escenario no hacía mucho. La ventana, además, se encontraba abierta, quizá para airear la estancia e impedir que se asentara en ella el olor que Ramón detestaba.

La puerta a su espalda dio un nuevo portazo y comprendió que era la corriente de la ventana la que había provocado el ruido que le había atraído hasta el tercer piso. Cerró la ventana e inspeccionó el baño particular de su tío. Vacío, igualmente.

Antes de abandonar el lugar, volvió a mirar por la ventana y observó extrañado que Juan salía de la casa y se dirigía hacia su posición anterior, junto a Laura.

Abandonó la buhardilla y bajó los escalones. Iba a entrar en su habitación cuando Clara salió de ella con el vaso vacío entre las manos.

—Hola, cielo —le dijo ella—. ¿Estás bien? Te noto un poco pálido.

Carlos no sabía que decir y se inventó la primera excusa que le vino a la mente.

—Oh, sí... —tartamudeo—. Es solo que necesito ir al baño con urgencia.

Clara sonrió y comentó divertida.

—Pues entonces te pasa como a mí... —se acarició el vientre—. Algo me ha sentado mal y he tenido que correr para evitar un desastre.

—Ah... ¿ha sido eso? —Carlos respiraba aliviado por primera vez en los últimos minutos—. ¿Por eso tardabas?

—Toma, claro... —rió ella bajito—. ¿No pensarías que había ligado?

Carlos se sonrojó y no supo qué decir. Ella le echó los brazos al cuello y le dio un piquito.

—Es broma, bobo... —le dijo acaramelada—. Si ya sabes que me tienes loquita de amor.

—Y tú a mí, pequeña... ya sabes que me vuelves loco...

—Pues esta noche —le susurró en el oído—. Te voy a volver loco de verdad. Te voy a hacer esa guarrería que tanto te gusta, ¿te apetece?

—¿Apetecerme? —replicó él excitado—. Si me la haces voy a gritar a los cuatro vientos que soy tuyo y de nadie más...

Ella rió y, con una palmada en el trasero, se despidió de él y comenzó a bajar las escaleras.

Carlos volvió a mirarla por detrás y a bebérsela con los ojos.

Clara suspiraba aliviada. Había sido una cuestión de suerte que no les hubiera pillado a Juan y a ella en su habitación. El cerdo de Juan que, a pesar de todo, la encendía como una pavesa. Una gota de humedad se le escapaba de la braguita del bikini y corría por su muslo hacia la rodilla.

*

Media hora antes

Clara abrió la nevera y extrajo la jarra cargada de la limonada que preparaba la cocinera de la casa y que tanto les refrescaba en aquellas tardes calurosas.

Se bebió el vaso de un trago y abrió el frigorífico para rellenarlo de nuevo. Se agachaba para agarrar la jarra cuando un cuerpo masculino se arrimó a su trasero. Asustada se incorporó y el hombre que se hallaba tras ella la tomó por la cintura y la mandó callar.

—Sssshh —dijo Juan—. No grites, no sería bueno que toda la casa se enterara de que estamos aquí... y solos...

El bulto de su primo político se movía contra sus nalgas y ella pudo comprobar que mantenía una erección de un tamaño fuera de lo normal. Aquel asqueroso estaba más que caliente. De un salto, Clara se separó de él y se apoyó contra la encimera.

—¿¡Se puede saber qué coño haces!?

Juan sonrió con una mueca de machirulo acostumbrado a que las mujeres no le negaran nada.

—Hago algo que tú te mueres porque te haga, no disimules...

—¡Qué cojones sabes tú por lo que yo me muero! —le increpó—. Como vuelvas a tocarme te juro que se lo digo a Carlos, a ver si te pones tan chulito delante de él.

—Bueno... —dijo él sacando un paquete de tabaco de un cajón y encendiendo un pitillo—. Entonces tal vez le diga yo lo que estuviste mirando la otra noche en la buhardilla.

—¿Qué...? —la garganta a Clara se le secó de golpe.

—Venga, guarrilla... —se burló—. Rocío y Berto no te descubrieron, pero yo te vi perfectamente desde la puerta. Menudo vídeo grabaste. Me lo tienes que pasar, por ese saco yo una pasta en Internet. Por cierto, ¿te pajeaste «durante» o «después»?

Clara no salía de su asombro. Así que mientras ella creía estar segura en su escondite, el muy cerdo la había estado observando. Y riéndose de ella al verla como una calentorra. Aunque, ¿no era eso justamente lo que era? La vergüenza que sentía la dejó sin habla.

—Mira, casi que no vamos a decir nada, ni tú ni yo... —propuso él con una caricia en la mejilla que ella no se atrevió a detener—. Voy a subir a la buhardilla a fumar. Si quieres que charlemos sobre el tema, te espero allí.

—¡Y una mierda voy a subir, no te lo crees ni tú...! —casi le escupió a la cara.

—Bueno, no pasa nada, yo esperaré por si acaso.

Cuando Juan salió de la cocina, Clara lo vigiló desde la puerta. El cabronazo de Juan era un mierda que se creía un macho alfa. Sería divertido ver qué pensaba de él el auténtico macho alfa de la familia: tío Ramón.

De todas formas, no podía evitar que el tipejo la pusiera caliente. ¿Qué coños tendría el muy canalla para conseguir que se le mojaran las bragas cada vez que la miraba más de un minuto seguido? Quizá era eso, que se trataba de un auténtico «canalla». Y ella estaba comprobando que ese tipo de hombres eran los que más la atraían. Nada nuevo, se decía, ese había sido siempre el punto flaco de todas las mujeres —decentes y zorritas—, un tipo de hombre que no las conviene, pero que no pueden dejar de desear.

Clara rellenó el vaso y se dirigía hacia el jardín, cuando de pronto cambió de opinión. Se giró en redondo y subió el primer tramo de escaleras. Sin embargo, cuando empezaba a encarar el segundo, se arrepintió. Retrocedió despacio y, al oír los pasos descendentes de Juan, se escondió en su habitación.

Juan la había visto entrar y se coló en ella sin llamar a la puerta. Al verle, Clara se sintió acorralada y de un salto entró en el baño. Su primo político puso el pie entre la puerta y el marco y evitó que la cerrara.

Ya en el interior, el hombre la bloqueó contra el lavabo y la abrazó con una fuerza inusitada. Estaba caliente como un perro y eso lo pudo notar Clara en su vientre, donde descansaba la erección del hombre.

—Joder, Clara, me pones a mil... —jadeó y empezó a besarla en el cuello.

—Para... Juan... por dios... —decía ella.

—Joder, no digas algo que no sientes—replicó—, está claro que tú también me deseas.

Juan tomó su mano y se la llevó al pene por encima del bañador. Ella la apartó de inmediato.

—Te he dicho... que pares...

—Y una mierda...

—Puede venir Carlos, ¿no te das cuenta...?

—No pasa nada, te echo un polvo rápido... ya follaremos con más calma otro día.

—Joder, tío, ¿no ves que no puede ser? ¿Qué yo no soy como esas mujeres que te gustan? Soy una mujer decente...

—¿Decente tú...? —le espetó él con mala baba—. Yo reconozco a las mujeres decentes y tu miras como una zorra. Te vi mirarnos follar la otra noche. Tenías la mirada tan fija que ni parpadeabas. Te morías por unirte a la fiesta con las bragas empapadas... ¿me equivoco?

—Cabronazo... —dijo ella, pero no hizo intención de escapar de la tenaza que la impedía moverse.

—¿Lo ves...? Estás deseando sentirme dentro... Y yo solo quiero hacerte feliz.

—Mira, cerdo... —Clara le golpeó en el pecho—. Entérate de una puta vez: no voy a acostarme contigo por mucho que te empeñes. ¿Me oyes? Ni en tus mejores sueños vas a follarme como a una de esas chicas con las que presumes de polla. Tíos como tú los puedo tener a patadas. Y mucho mejores. Así que te vas a ir a la mierda y no vas a volver a mirarme en tu puta vida, ¿te enteras?

—Vale, resístete, zorrita... —le replicó con expresión socarrona—. Así son las mujeres que a mí me gustan. Así empezaron las otras. Laura, Sofía... Incluso mi propia mujer me mandó a la mierda después de echarle el primer polvo en una discoteca. Pero al final todas volvéis a tito Juan porque es el que mueve mejor la polla en vuestros coñitos. Me pedirás que te la meta y te follaré como me salga de las pelotas. Y sabes lo mejor: que cuando me corra en tu cara me darás las gracias.

¿Qué coño decía aquel tipejo? ¿De verdad se había acostado con todas las mujeres de la familia al igual que... Ramón? Una sensación de pánico se apoderó de ella. Si lo que decía era cierto, padre e hijo eran igual de canallas, no encontraba la forma de diferenciarlos. Y los dos habían puesto los ojos en ella, la última en incorporarse a aquella familia de obsesos.

En ese momento se oyeron los pasos de alguien.

—Sssshh —pidió Clara asustada—. Creo que es Carlos...

El ruido de un portazo les llegó desde el piso superior y el chirriar de las chanclas de Carlos sobre el mármol se detuvo. Intuyeron que el prometido de Clara había seguido subiendo las escaleras hacia la buhardilla al notar que los chirridos volvían a oírse, pero esta vez alejándose.

—Ha debido de subir a buscarte arriba —dijo Juan—. Se ve que confía mucho en tu virtud el puto cornudo...

—Sal de aquí cagando leches... —replicó ella—. Si no...

—¿Si no, qué...? —se burló Juan y le propinó un azote en el culo antes de soltarla.

—¡Vete ya...!

—Volveremos a vernos...

Clara le dio un empujón y él se escabulló del baño y de la habitación.

La joven esperó unos instantes hasta recuperar el resuello que había perdido por las caricias de su primo político y luego salió igualmente. No había podido evitar ponerse caliente como un volcán. No se lo explicaba, pero el cerdo de Juan la ponía cachonda por mucho que tratara de evitarlo.

Tenía que calmarse. Carlos se hallaba a punto de entrar y ella lo sabía. El chirriar de las chanclas de su prometido era inconfundible. Antes de que su novio traspasara la puerta de la habitación, salió al hall y le saludó efusiva.

—Hola, cielo —le dijo al encontrarse frente a frente—. ¿Estás bien? Te noto un poco pálido.

Continuará...

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